Y quedarán las sombras (6 page)

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Authors: Col Buchanan

Ya no había duda de que entre sus pestañas se apreciaba un resplandor continuo, y la mirada que arrojaban sus ojos felinos cruzaba toda la cámara en dirección a Ché, como si pudiera ver a través de él.

El diplomático cerró los ojos y su mente echó a volar.

Capítulo 3

Sin alas

«¡Ufff!», pensó Coya cuando una ráfaga de viento zarandeó la figura suspendida entre las dos aeronaves y ésta empezó a oscilar como el péndulo de un reloj.

—¡Parad! —gritó el espantado oficial de la cubierta, haciendo una indicación con la mano abierta hacia los miembros de la tripulación que tiraban en la hilera secundaria.

Los hombres dejaron de tirar a la vez y permanecieron inmóviles como estatuas en sus puestos observando la figura que se balanceaba, con la incertidumbre de quienes nunca habían intentado aquella hazaña y sólo sabían de la posibilidad de llevarla a cabo por lo que habían oído contar a otros.

Allí en medio, suspendida en la bolsa de aire que formaban las dos naves, balanceándose colgada de la cuerda tendida entre ambas, la figura sentada en la silla de madera abrió la boca para gritar:

—¡Cuando gusten, caballeros!

Coya esbozó una sonrisa a pesar de la zozobra que lo embargaba.

—¡Subidlo, Seday, rápido! —ordenó inmediatamente al oficial de la cubierta.

Aunque Coya aparentaba menos edad de los veintisiete años que tenía —a pesar de que iba con el cuerpo encorvado sobre un bastón—, los hombres le hablaban con el respeto y la seriedad que un hijo reserva para dirigirse a su padre, y reanudaron la labor de tirar de la cuerda.

Justo entonces otra ráfaga de viento, en esta ocasión más fuerte que la anterior, golpeó a la figura sentada en la silla, que de nuevo empezó a hacer piruetas en el aire. Coya oyó cómo el viento inflaba la bolsa de seda encima de sus cabezas y vio que las dos naves se desplazaban de sus posiciones. Los tubos laterales de los propulsores para maniobras escupieron fuego siguiendo las instrucciones de los capitanes. Aun así, las aeronaves se separaron ligeramente y el cabo se agitó en la lejana cubierta khosiana. La cuerda se destensó, y el hombre colgado de ella empezó a oscilar de un modo más peligroso. Coya inspiró hondo, se inclinó hacia delante apoyando todo su peso en el bastón y agarró con todas sus fuerzas la empuñadura de ébano.

La pérdida de aquel hombre podía significar perfectamente la derrota definitiva de la guerra.

—¡Rápido! —azuzó a sus hombres sin apartar la mirada de la carga.

La figura había traspasado de largo la marca central, y por fin se acercaba a la nave. Parecía más tranquilo el hombre colgado de la cuerda que Coya mirándolo desde la cubierta. Los pies de la figura oscilaban sobre un abismo de varios cientos de metros por encima del mar picado. El tipo se volvió para admirar la accidentada costa de Minos y la bahía sobre la que descansaba, como una perla resplandeciente, la ciudad de Al-Minos. Cuando lo tuvo más cerca, Coya distinguió su larga cabellera negra alrededor del rostro enrojecido por el viento y la pesada piel de oso que envolvía su voluminoso cuerpo.

De repente, Coya sintió que se le aceleraba el corazón por la emoción ante la mera presencia del Señor Protector.

—Más despacio, chicos —bramó el general Creed mientras tiraban de él para subirlo a bordo.

Y de repente allí estaba, con su figura alzándose sobre todos ellos, fingiendo una afectación relajada cuando en realidad Coya sólo veía socarronería en sus ojos.

Los miembros de la tripulación liberaron al general de sus arneses de seguridad, mientras éste palmeaba algunas espaldas en señal de felicitación por el trabajo realizado. Al cabo, se acercó a Coya para estrechar la mano que éste le tendía.

A Coya le asaltó el olor a pelo grasiento y a ese queso especiado de cabra tan apreciado por los khosianos.

—Pensé que bromeabas cuando sugeriste un transbordo en marcha —señaló el viejo general—. ¿No podíamos habernos reunido en tierra firme?

Coya echó un vistazo a Marsh, su guardaespaldas personal, antes de responder. El guardaespaldas lanzó una mirada de pocos amigos al grupo de tripulantes que seguían apelotonándose para ver mejor a aquella leyenda viva de Bar-Khos y los envió sin miramientos junto al resto de la tripulación congregada en el lado opuesto de la cubierta.

—Demasiado peligroso —dijo Coya cuando ya nadie podía oírles.

Marsh se colocó a su lado, desde donde vigilaba a todas las personas presentes en la cubierta por sus refractores tintados. A través de las lentes que llevaba en la nuca se veían reflejados sus ojos.

—¿Ha caído alguien más?

—Anoche en Al-Minos. La delegada de la Liga procedente de Salina tuvo la mala fortuna de morir estrangulada mientras dormía. Con el suyo son ocho los asesinatos cometidos en las últimas dos semanas. Lo que hace pensar que el círculo de diplomáticos se ha desplegado por toda la ciudad.

El Señor Protector asintió sin mudar el semblante, reservándose su opinión.

Ambos contemplaron cómo recogían la cuerda de transbordo desde la aeronave khosiana que había trasladado a Creed desde Bar-Khos. La nave arrojó fuego por sus tubos de propulsión para mantener la vigilancia alrededor de la nave minosiana en la que se encontraban. Coya estudió en silencio el perfil del general, intentando evaluar su estado físico. Creed había envejecido notablemente desde la última vez que se habían visto hacía un año y medio. Los reflejos grises que le habían poblado las sienes se habían convertido en vetas plateadas, y las arrugas en torno a sus ojos se habían hecho más hondas. Por los informes que había oído, Coya sabía que todo se debía al profundo dolor que lo atormentaba.

—Pero, dime, ¿cómo estás? —preguntó al Señor Protector—. Espero que hayas tenido un viaje tranquilo.

—Tranquilísimo. Sólo lamento que nuestro encuentro deba ser tan breve.

—Ya —respondió Coya—. El Consejo khosiano debe ponerse de los nervios cuando te ausentas tanto tiempo del Escudo.

Ambos sonrieron, pues sabían que era cierto. Cuando sus ojos se encontraron, en el silencio que los unía flotaba la pregunta de qué estaba haciendo Creed allí después de todo.

—Además, me alegro de que por lo menos podamos vernos este rato —añadió Coya—. En el camarote del capitán están preparándonos una comida. Si quieres podemos trasladarnos a un lugar más cómodo y a resguardo de este viento.

Creed le respondió con una mirada que delataba que apenas si estaba acostumbrado a pensar en su propia comodidad. Echó un vistazo hacia Marsh y el resto de la tripulación, que seguía observándolos, incluido el capitán de la nave.

—Soy demasiado viejo para estar escondiéndome de un puñado de asesinos, si eso es lo que te preocupa —repuso Creed—. Disfrutemos del aire fresco mientras hablamos y luego ya comeremos. —Recorrió con la mirada a Coya, observando su cuerpo encorvado y bien abrigado para combatir el frío—. A menos, claro, que para ti sea mejor que… entremos.

—Estoy bien aquí fuera, gracias —respondió resueltamente Coya, e inclinó cortésmente la cabeza.

El gesto le causó una punzada de dolor, como siempre que hacía algún movimiento. A pesar de su relativa juventud, Coya tenía los huesos artríticos de un anciano.

—Permíteme, por favor, que por lo menos te ofrezca un poco de chee mientras hablamos.

Creed aceptó de buena gana la invitación.

En cuestión de segundos, el joven pinche de la cocina de la nave se plantó boquiabierto delante de Marsh con dos tazones de piel humeantes llenos de chee. Su mirada saltaba de la figura imponente del Señor Protector al espectáculo de Marsh metiendo un goyum en el chee para probarlo. La bolsa, del tamaño de un puño y con un solitario zarcillo colgando de ella, conservó su neutro color marrón grisáceo. Satisfecho, Marsh dio su visto bueno para que los tazones pasaran a las manos de sus destinatarios, que los recibieron agradecidos.

—¿Cómo está esa belleza que tienes por esposa? —preguntó Creed desde el otro lado de la columna de vapor.

—Está bien. Te manda recuerdos.

«Qué generoso por su parte preguntar por mi esposa cuando todavía está llorando la pérdida de la suya», pensó Coya.

—Nunca me has contado cómo la pescaste. Supongo que tuviste que recurrir al chantaje, ¿me equivoco?

—No fue necesario. Está loca por mí. Y yo la amo.

—Así que se trata de amor. En ese caso me apiado de vosotros.

La ocurrencia sarcástica de Creed arrancó media sonrisa a Coya.

—Deberías pasar una temporada con nosotros cuando las circunstancias lo permitan. Te gustaría el lugar. Rechelle se toma muchas molestias en que la casa siempre esté a rebosar de vida y de niños.

Coya temió por un momento haber hablado demasiado. Sin embargo, la respuesta afable de Creed despejó su miedo.

—Me encantaría.

Dieron sorbos a sus respectivos tazones de chee mientras contemplaban desde la barandilla el mar y la tierra que se extendían a sus pies, la costa de Minos que se deslizaba lentamente ante sus ojos según cabeceaba la nave mecida por el viento.

La ciudad de Al-Minos, el mayor Puerto Libre de las Islas Mercianas, resplandecía a la luz del sol vespertino. Alrededor de ella se extendían los brazos de la bahía, con sus playas repletas de gente y cubiertas por las nubes de cometas rojas que surcaban el cielo. La ciudad estaba de fiesta esa semana, y ni siquiera la presencia de la I Flota en su puerto, pertrechada para la batalla, había conseguido minar el espíritu festivo de la población. La esposa de Coya estaba en algún lugar allí abajo, en las calles bulliciosas, con los padres de él y la numerosa y revoltosa prole de sus hermanas; o tal vez a esas horas estarían viendo el caballo agitado en la playa de Uttico, escribiendo promesas en papelitos y devorando huevos en las mesas de banquetes comunitarias.

Coya lamentó no poder acompañarles ese día. Nada le habría gustado más que pasar la jornada con su familia y olvidarse de todo, aunque sólo fuera por un momento.

—El día del Zeziké —dijo de pronto Creed, como si acabara de fijarse en las cometas y en las playas a rebosar—. Lo había olvidado por completo.

Coya se encogió de hombros.

—Es normal. Eres khosiano.

—También lo honramos, ya lo sabes, aunque no con el mismo fervor que vosotros, los fanáticos del oeste —dijo en un tono desapasionado, aunque observaba las lejanas celebraciones con una expresión indescifrable en el rostro; con una especie de nostalgia, quizá.

Coya sólo podía hacerse una idea de cómo debían sentirse Creed y el resto de las gentes de Bar-Khos, hacinados detrás de unas murallas que eran objeto de bombardeos y de asedios permanentes, viviendo siempre al borde de la desaparición.

—Sólo estoy reprendiéndote, Marsalas. Es como si no tuvieras suficiente con lo que tienes en el plato.

El general se enderezó y se aclaró la garganta. Cuando se topó con la mirada de Coya, ambos se miraron con una expresión de extrema soledad.

—También debe de ser duro para ti. Tu pueblo debe de esperar mucho de ti, del descendiente del gran filósofo.

—Hay cargas peores.

Coya estaba ansioso por cambiar de tema, pues no se sentía cómodo hablando de su célebre antepasado con el padre espiritual de los démocras. Contempló los numerosos barcos de guerra fondeados en el puerto y volvió a pensar, aunque no necesitaba que nadie se lo recordara, en las flotas mannianas que se dirigían a su encuentro.

—Este año se cumplen los ciento diez años de la revolución —dijo Coya—. Ciento diez años desde que derrocamos al Rey Supremo y a los nobles que creían que podrían conquistarnos. Sin embargo, a veces me pregunto, cuando me siento solo y sin esperanza, si nuestro sueño sobrevivirá mucho más tiempo.

—Los Puertos Libres todavía permanecen prácticamente intactos.

—Vamos, Marsalas, eso está a punto de cambiar. Pendemos de un hilo. Los mannianos ahogan nuestras rutas comerciales con el mundo exterior, de modo que estamos condenados a morir de hambre. Zanzahar es lo único que nos mantiene vivos, así que se aprovecha para explotarnos y sacarnos todos los recursos que puede. Bar-Khos apenas aguanta en el frente oriental. Las flotas de la Liga apenas pueden mantener sus posiciones en el mar. Y nuestra resistencia colectiva nos convierte con el paso de los días en una amenaza mayor para el dominio del imperio. Por nuestra culpa el mundo se despierta todas las mañanas con el conocimiento de que hay modos de vida alternativos al impuesto por Mann. Por eso el imperio nos detesta con tanta ferocidad. Por eso no cejará hasta derrotarnos o morir en el intento… y no da la impresión de que Mann esté al borde de la desaparición.

—La historia se repite. Los grandes imperios siempre han encontrado resistencia y al final eso se ha vuelto contra ellos. Puede volver a ocurrir.

—Sí, claro. Pero incluso en ese caso, si llega a darse… me pregunto si los ideales de los démocras pervivirán, o si por el contrario será excesivo el precio que habremos de pagar por la victoria. Temo que cojamos gusto a la guerra y cultivemos la necesidad de vengarnos.

—Después de la Edad de las Espadas restablecimos la paz. Podemos volver a hacerlo.

—Restablecimos la paz porque nuestra victoria fue en sí misma un desagravio. Nuestra hambre de venganza quedó saciada porque derrocamos a los nobles. E incluso entonces la fundación de los démocras fue muy discutida. Las épocas de transición siempre están plagadas de riesgos, Marsalas.

Creed escuchaba con el semblante inexpresivo.

—Echaba de menos nuestras conversaciones —aseveró de repente.

Coya no pudo menos que compartir su sentimiento. Dio un sorbo al tazón de chee y se solazó con el suave y relajante balanceo de la nave.

—¿Qué has oído? —preguntó Creed—. ¿Sabes si ha habido movimientos en Q’os?

Coya soltó una bocanada de aliento cálido.

—Nuestros agentes no consiguen averiguar la fecha ni el lugar de la invasión. En estos momentos parece el secreto mejor guardado del imperio. Lo único que sabemos es lo que ven con sus propios ojos, que la flota para la invasión permanece anclada en el puerto de Q’os. Los buques que habían abandonado el puerto ya han sido localizados por nuestros exploradores aéreos. Ya no hay lugar a dudas: se dirigen hacia la costa occidental de los Puertos Libres. Esta mañana ha llegado otro informe que sugiere que una segunda flota podría estar acercándose por el noreste.

—Mmm…

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