Y quedarán las sombras (5 page)

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Authors: Col Buchanan

Fuera permanecieron únicamente Sasheen y un miembro de su escolta. La Santa Matriarca parecía profundamente sumida en sus pensamientos. Ché sintió en la mejilla la caricia de una ráfaga de aire procedente de la puerta abierta. Apenas si oía el ruido de la ciudad, en la que reinaba un silencio insólito desde que se había decretado el duelo oficial hacía varias semanas.

Sasheen se dio la vuelta y entró en la Cámara de las Tormentas apretándose el caballete de la nariz con los dedos pulgar e índice en un gesto revelador de que sufría un terrible dolor de cabeza. Su escolta permaneció en el exterior haciendo guardia, deambulando pausadamente por la terraza. La matriarca se acercó a una mesita con cuencos humeantes, se inclinó para inhalar los vapores de uno de ellos y volvió a erguirse con un grito ahogado y las mejillas encendidas. Cuando vio al diplomático esperándola sus ojos echaron chispas. Al cabo enfiló hacia la chimenea con las manos extendidas para recibir el calor de la hoguera.

—¿Misión cumplida?

—Así es, matriarca.

—En ese caso, siéntate. Entra en calor.

Ché no tenía frío, aun así obedeció y optó por tomar asiento en un banco de piel enfrente del fuego. Se sentó con la espalda recta y las manos entrelazadas, y respiró hondo mientras trataba de reprimir el impulso de rascarse el cuello. Casi a continuación, la Santa Matriarca se separó del carbón crepitante y se sentó a su lado, lo suficientemente cerca como para que sus rodillas se tocaran.

Ché advirtió el olor a vino caliente y aromatizado con especias en su aliento y notó que estaba bebida.

Sasheen cruzó las piernas y la piel del banco crujió; su túnica se abrió y dejó al descubierto su muslo, de un suave color crema. Comparada con cómo acostumbraba a vestir la matriarca, en esa ocasión llevaba puesta una túnica muy sencilla, aunque una talla más pequeña de la que le habría correspondido, de modo que la tela de algodón se ceñía ostensiblemente a sus curvas. Por debajo del dobladillo asomaban sus pies descalzos, con las uñas pintadas de un vivo color rojo.

—Bushrali me ha dicho que no vendrán a por mí aunque haya matado a su aprendiz.

—¿Los roshuns? —inquirió Ché.

Sasheen entornó los ojos irritada. «No te andes con rodeos conmigo.»

Ché hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Es poco probable. El aprendiz no llevaba ningún sello. Sólo emprenden una
vendetta
por quien posee un sello.

La matriarca meditó la respuesta del diplomático y lanzó una mirada en dirección a la figura dormida de su madre. Ché descubrió unos verdugones colorados a ambos lados de su cuello, que continuaban bajo el cuello de la túnica. Parecían las marcas rojas que dejaba una purga.

—Sin embargo, lo tomarán como un asunto personal —apuntó la matriarca—. Como una humillación pública. Como el asesinato de uno de sus cachorros.

«Y lo piensa ahora —dijo Ché para sus adentros—; cuando ya está hecho.»

—No, no actúan según esa lógica. Tienen una especie de código. Para ellos la
vendetta
es un asunto de justicia natural, o al menos una simple cuestión de causa-efecto. Sin embargo, aborrecen el sentimiento de venganza. Emprender una
vendetta
por motivos personales iría en contra de su credo desde todos los puntos de vista.

—Entiendo —repuso Sasheen en un tono de alivio, tal vez divertida por la idea de tales principios—. Bushrali me dijo lo mismo. Quería oírlo de tu boca. Después de todo, conviviste con ellos y fuiste uno de los suyos.

Ché no pudo evitar apartar la mirada a pesar de que el gesto delataba su repentina incomodidad, y casi dio un brinco cuando notó las palmadas de la matriarca en la pierna. Miró directamente a los ojos de color chocolate de Sasheen y esta vez vio algo distinto en ellos, algo cercano a una muestra de ternura.

Sasheen sonrió.

—¡Guanaro! —gritó hacia el interior de la cámara—. ¿Todavía no es la hora del desayuno?

El anciano sacerdote del servicio emergió de la cámara secundaria situada junto a la puerta, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y regresó dentro. Alguien empezó a dar órdenes bruscas, y hasta los oídos de Ché llegó el repiqueteo de tablas de picar y de puertas de armarios que se abrían y se cerraban.

—¿Qué tal unos langostinos con mantequilla? —gritó Sasheen.

La matriarca dejó caer la espalda contra el respaldo y contempló el fuego que ardía frente a ambos, mientras acariciaba nerviosamente el brazo de cuero del banco.

—Todavía no te he dado las gracias —dijo con suavidad.

—¿Por qué, matriarca?

—Prestaste un servicio extraordinario guiándonos hasta el hogar de los roshuns. Demostraste tu lealtad hacia mí y hacia la orden. Por eso he pedido que seas mi diplomático personal en el asunto que estamos planteando. —Sacudió la mano en dirección al mapa—. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Ché meneó la cabeza y la matriarca volvió a fijar su mirada en él.

—Vamos a empezar una guerra con una de las tácticas más arriesgadas que hemos emprendido jamás. Cuando abandone este lugar protegido seré tan vulnerable como cualquiera. No sólo he de andarme con ojo con el enemigo, también con los nuestros; con el general Romano, por ejemplo. Aprovecharía la mínima oportunidad para sacarme los ojos. Así pues —añadió con una nueva sonrisa fugaz y apretando los labios, como si estuviera haciendo una confesión—, necesitaré rodearme de gente a la que pueda confiar mi vida y que obedezca a rajatabla mis instrucciones. Personas dispuestas a cumplir un trabajo sin reparo.

—Entiendo —dijo Ché.

Sin embargo, la matriarca no parecía del todo satisfecha por su respuesta, y se volvió para coger un cigarrillo de hazii de una mesa que había junto al banco.

—Ya he dado la orden final. Partiremos con la flota con destino a Lagos pasado mañana por la mañana para reunirnos allí con el VI Ejército.

Ché sintió en el estómago el hormigueo producido por la emoción y miró a la matriarca con los ojos fríos de un asesino mientras, por un momento, resonaba en su cabeza la voz bronca de uno de sus superiores diciéndole lo que debería hacer en el caso de que la matriarca mostrara síntomas de debilidad o corriera el riesgo de ser capturada durante la campaña.

—Vais a perderos el Augere —señaló el diplomático.

—Lo sé —aseveró Sasheen mientras buscaba una cerilla—. Todas esas horas tediosas desfilando.

Ché se levantó con soltura y se acercó a la chimenea, consciente de que los ojos de la matriarca lo seguían. Prendió en el fuego uno de los juncos contenidos en un tarro de arcilla y tendió el extremo encendido hacia Sasheen, quien lo observó con franco interés.

La matriarca posó sus dedos en la mano del diplomático para estabilizar la punta del junco, y sus ojos, maquillados con una capa de kohl, pestañearon y se encontraron con los de Ché. La boca de Sasheen se frunció suavemente alrededor de la punta del cigarrillo de hazii, y Ché sintió una contracción en los muslos, más bien en la entrepierna.

«Para, idiota. Ya sabes que siempre actúa así, que utiliza sus encantos con la gente en la que debe confiar.»

Ché volvió a sentarse envuelta por una nube de humo de hazii. Sasheen se volvió hacia la puerta de la habitación secundaria, quizá atraída por el aroma de la mantequilla en el fuego.

—¿Tienes hambre? —le preguntó—. No te había preguntado.

La idea de compartir un desayuno con ella, allí, en aquella cámara en la cima del mundo, le provocó una repentina sensación de incomodidad.

—No, gracias. Ya he desayunado.

Sasheen lo escudriñó unos segundos y se miró la pierna descubierta antes de clavar de nuevo la mirada en él. La mano que tenía apoyada sobre el brazo del banco se quedó quieta y luego dio una suave palmada contra la piel del tapizado.

—Supongo que te habrás enterado de que por fin hemos recuperado a Lucian. Los élash lo sacaron de la corte del príncipe Suneed en Ta’if.

—Sí.

Sasheen se levantó con un leve susurro de su túnica y avanzó sigilosamente por la alfombra hasta otra mesita que había junto al fuego. Sobre ella sólo había un tarro de cristal casi lleno a rebosar de un líquido blanco. A continuación, se oyó el característico chirrido del roce del vidrio mientras desenroscaba cuidadosamente la tapa. La matriarca se arremangó la manga derecha hasta el codo, se inclinó hacia delante e inhaló la sustancia contenida en el tarro.

—Leche Real —explicó, sin apartar los ojos del bote.

Ché miró perplejo. Nunca había visto la Leche, únicamente conocía su existencia. Se trataba de las excreciones de una tal reina Cree de los confines del Gran Silencio, célebres por sus poderes revitalizadores.

Toda la riqueza de un minúsculo reino estaba contenida en aquel único tarro.

Hasta Ché llegó el hedor de la sustancia líquida imponiéndose al aroma dulzón de la mantequilla y los langostinos en el fuego. Era un olor desagradable, como a bilis. Sasheen sumergió con sumo cuidado la mano en el líquido blanco, agarró algo del fondo y tiró de ello. Era una mata de pelo.

«Una cabellera», pensó Ché… pero entonces fue apareciendo todo lo demás: una frente, un par de ojos cerrados, una nariz, una boca congelada en una mueca, una barbilla chorreando y un cuello cercenado irregularmente. La matriarca sostuvo la cabeza sobre el tarro mientras la sustancia líquida se deslizaba por ella y por su propia mano como si fuera mercurio.

Mientras la Leche resbalaba por la cabeza decapitada, Ché pudo constatar que pertenecía a un hombre de mediana edad, con el pelo negro salvo por las canas en las sienes, la boca grande, la nariz larga y los pómulos y las cejas afilados.

Cuando la última gota cayó de la cabeza, Sasheen la balanceó encima de la mesa y la depositó apoyada sobre el cuello en la superficie oscura de madera de tiq.

El rostro hizo una mueca de dolor o de sorpresa. Ché se quedó petrificado y clavó sus ojos, abiertos como platos, en la cosa puesta delante de él. La matriarca retrocedió. Los párpados de la cabeza temblaron hasta que finalmente se abrieron y mostró sus ojos inyectados en sangre, que expresaban un gran sufrimiento. Pestañeó para aclararse la vista y cuando vio a Sasheen le lanzó una mirada fulminante, mientras la Leche blanca continuaba corriendo por la comisura de sus labios.

—Hola, Lucian —dijo la matriarca.

La cabeza apretó los labios y gesticuló como si tomara una bocanada de aire.

—Sasheen… —gruñó en un tono extraño, áspero, casi como eructando el nombre.

La mirada de Ché saltó de la cabeza a la matriarca y regresó a la cabeza. Era nada más y nada menos que Lucian, el antaño célebre amante y general de la matriarca, uno de los primeros nobles de Lagos que se unió a las filas de Mann cuando la isla cayó en poder del imperio. Después, había traicionado a Sasheen y había encabezado la sublevación de Lagos por la independencia.

Ché había visto con sus propios ojos los restos de su cadáver descuartizado exhibido en La plaza de la Libertad, rodeado por los soldados destinados allí con la orden de espantar a los cuervos hambrientos. En aquel momento Ché creyó que ése había sido el destino final del traidor. Sin embargo, según parecía, Sasheen tenía ya entonces otros planes para su antiguo amante.

La Santa Matriarca dio la espalda a la cabeza y dirigió una sonrisa a Ché con un repentino brillo travieso en los ojos. Se llevó la mano derecha a la boca y se relamió los dedos uno a uno. Mientras la observaba, Ché sintió un escalofrío bajo la piel y notó como se le dilataban las pupilas. La matriarca dio por finalizada la acción con un chasquido con los labios.

—No hay nada en el mundo que pueda compararse —dijo jadeante, y dio un paso en dirección a Ché, con expresión de avidez.

El diplomático sintió una vez más el impulso absurdo de echarse a reír. La sensación no hizo más que agudizarse hasta convertirse en un dolor lacerante en el pecho cuando Sasheen se inclinó hacia él, posó la mano en su mejilla y apretó fuerte la boca contra la suya. La lengua de la matriarca se abrió camino entre sus labios.

Habría sido tan fácil matarla, pensó Ché, justo allí, en ese preciso momento, si sus labios todavía hubieran estado impregnados de veneno.

El sabor de la Leche Real no tenía nada que ver con ninguna de las cosas que había probado a lo largo de su vida. No era dulce ni agrio, ni amargo ni salado. Empezó a escocerle la lengua hasta quedar entumecida mientras Sasheen prolongaba el beso.

—Zorra —dijo la voz ronca de Lucian detrás de la matriarca.

Y entonces la sustancia le hizo efecto: Ché sintió una llamarada circulando por sus venas, que lo arrancó de su cansancio con una sacudida. Su ritmo cardíaco se aceleró y lo embargó una sensación de ligereza etérea, sutil, y en su interior brotaron los primeros atisbos reales de lujuria.

Sasheen separó su boca con un gemido, bajó la mirada con todo el descaro del mundo hacia la entrepierna del diplomático y se dio media vuelta con una sonrisa de satisfacción en los labios.

Ché soltó un grito ahogado, a punto de perder la cabeza por completo, y se acomodó de nuevo en el banco, despatarrado, como si se hubiera caído.

«Tengo dos pulsos en el cuello —pensó distraídamente—. Dos pulsos.»

—¡Ah, el desayuno! —exclamó la matriarca cuando el anciano sacerdote entró en la cámara portando una bandeja con comida.

Ché intentó moverse, pero enseguida cambió de opinión y se aferró al banco como si tuviera miedo de salir volando de él en cualquier momento, mientras el ruido de los preparativos de Sasheen antes de ponerse a comer llegaba lejano de algún lugar a su espalda.

—¿Qué es esto? —espetó la matriarca—. Pero si me cuesta verlos de tan pequeños como son.

—Los langostinos siempre son pequeños en esta época del año, matriarca. Todavía son crías.

—¿Cómo? ¿Y no los pueden cebar un poco? ¿Y esto qué es? Hay manchas por todas partes. Supongo que los miembros del personal de cocina también son aún unos críos en esta época del año y son incapaces de mantener la cubertería limpia.

—Ruego que me disculpéis, matriarca. Todavía estoy aleccionando a los nuevos empleados sobre la manera correcta de trabajar. No volverá a ocurrir, os lo aseguro. Puedo prepararos otra cosa si así lo deseáis.

—¿Y esperar otra eternidad? No. Puedes retirarte.

Ché se volvió hacia el rostro endurecido de Lucian, quien a su vez le dirigía una mirada fulminante con sus ojos enloquecidos. Luego ladeó la cabeza para mirar a su derecha, hacia la anciana Kira, que seguía sentada inmóvil.

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