Read Y quedarán las sombras Online
Authors: Col Buchanan
Algunos —muchos, a decir verdad— se habían pasado a las filas de los caudillos. Pero aquellos que habían rechazado la oferta, que se habían quedado para luchar a pesar del repentino giro que había dado su situación, habían encontrado unas fuerzas inesperadas en el rechazo común a venderse a quienes deseaban poseerlos y explotarlos. Entre los soldados, cuya moral se había visto mermada por el hambre, las cuantiosas bajas y la amenaza constante de caer prisioneros o muertos, cundió un ánimo renovado, un sentimiento de unidad fraternal que supuso el auténtico inicio de su causa. A partir de ese momento, con paso lento pero firme, las tornas empezaron a girar.
—Da la impresión de que estuviéramos acercándonos al final, ¿no te parece? —señaló Kosh.
—Para bien o para mal —replicó Ash, bajando la mirada hacia su hijo.
Lin permanecía ajeno a los ojos escrutadores de su padre, sujetando el haz de lanzas de repuesto con las puntas hacia arriba y con el escudo de mimbre de recambio terciado a la espalda. Tenía los ojos completamente abiertos, con el gesto de asombro propio de un muchacho de catorce años; en sus pupilas oscuras se reflejaban los rayos del sol, y el blanco de sus ojos estaba inyectado de sangre debido al abundante alcohol ingerido la noche anterior. El muchacho se había quedado hasta tarde junto a una de las hogueras del campamento, bromeando y cantando con voz gutural en compañía de los escuderos veteranos del ala.
Ash pensó para sí que Lin era un chico muy distinto del pilluelo que se había presentado titubeando en el campamento base hacía dos años, después de haberse escapado para reunirse con su padre y servirle como escudero. El niño había aparecido descalzo y con los pies destrozados tras una caminata que no habrían osado emprender la mayoría de los hombres hechos y derechos.
¿Y todo ello por qué? Pues por amor y respeto a un padre que no había soportado tenerlo ante sus ojos.
Ash sintió una repentina opresión en el pecho, una abrumadora sensación de lástima, y le sobrevino la necesidad imperiosa de tocar a su hijo, de posar en él una mano tranquilizadora tal como había hecho con su zel unos momentos antes. Levantó la mano enguantada de la perilla de la silla de montar y la alargó hacia el muchacho.
Lin levantó la mirada, y Ash contempló las cejas tupidas y la nariz respingona que siempre le evocaban el recuerdo de la madre del chico y su familia, a quienes había acabado despreciando profundamente. Aquellos rasgos no tenían nada que ver con los suyos.
La mano de Ash se detuvo a medio camino y ambos se quedaron mirándola durante unos instantes, suspendida en el aire, como si simbolizara todo aquello que se había interpuesto entre ellos.
—Agua —masculló Ash, a pesar de que no tenía sed.
El muchacho levantó el odre hinchado hacia él sin decir palabra.
Ash tomó un sorbo del agua tibia y de mal sabor, se enjuagó la boca, tragó una pizca y escupió el resto. La hierba extremadamente seca que recibió el agua soltó un susurro sibilante y crepitó. Ash devolvió el odre a Lin y se enderezó sobre la silla, furioso consigo mismo.
—Ya vienen —anunció Kosh.
—Ya lo veo.
Una alfombra de polvo empezó a levantarse en el aire delante de todo el frente enemigo. Los yashi se adelantaron al trote sin perder la formación, con sus estandartes prendidos de la espalda de los jinetes, ondeando en lo alto con los colores de cada ala, en dirección a los emplazamientos asignados. Sonaron los cuernos, y el aullido de los remolinos de aire resonó como una llamada para los muertos; el ruido se extendió lenta y cadenciosamente entre las filas del Ejército Popular Revolucionario. El zel de Ash volvió a agitarse con un bufido.
Sólo en ese flanco, las fuerzas de los caudillos sumaban al menos veinte mil unidades y formaban un macizo que se extendía hacia la derecha en dirección al lejano centro de la línea de batalla. El sol bañaba las armaduras negras de los soldados, de cuyos yelmos sobresalían altos penachos. Miles de puntas metálicas destellaban bajo los rayos del sol en medio de la nube de polvo que levantaba el ejército al avanzar y, a su paso, los zels desintegraban con sus cascos aquella hierba extremadamente seca y la convertían en algo similar a polvos de talco.
De la hierba que se extendía delante de los yashi surgieron nubes de mariposas, de moscas y de pájaros que súbitamente se elevaban chillando y aleteando sobre las cabezas del Ejército Popular Revolucionario, en tal número que la temperatura del aire descendió momentáneamente bajo su sombra.
Debajo, los zels resoplaron y pusieron los ojos en blanco mientras una lluvia de plumas sueltas y de pegotes de guano se precipitaba sobre ellos. Lin se cubrió la cabeza con el escudo de mimbre; otros siguieron su ejemplo a lo largo de la línea, de tal modo que dio la impresión de que estaban cobijándose de una súbita lluvia de proyectiles. Los veteranos soltaron burlas, e incluso risotadas, algo insólito de escuchar dada la proximidad de la batalla.
Ash se pasó la mano por la frente y escudriñó a los curtidos hombres que formaban la Senda Luminosa, el ala del ejército en la que él luchaba desde hacía ya más de cuatro años; él mismo, a sus treinta y cuatro años, ya era todo un veterano. El ala estaba compuesta por seis mil unidades de infantería montada; los soldados llevaban puestos unos sencillos casquetes de piel atados en torno a las orejas, unos pañuelos de caballería blancos anudados alrededor de sus rostros negros y unas gafas de madera que les protegían los ojos del sol. La mayoría de ellos habían pintado hacía tiempo en las capas protectoras franjas blancas a imagen y semejanza de los zels con los que convivían y sobre los que luchaban, y las habían adornado con piezas dentales del enemigo a modo de amuleto. Ash entornó los ojos y llevó la mirada más allá de aquellos hombres, hacia la línea curva que trazaba el resto del ejército, la amalgama multitudinaria de las distintas alas.
Ash se preguntó cuántos de aquellos hombres regresarían junto a sus familias y retomarían sus vidas si ese día se alzaban con la victoria. Con el paso de los años, la revolución se había convertido en una forma de vida, sangrienta y cruel, para todos ellos, y el Ejército Popular en su hogar y su familia. ¿Cómo llevarían el hecho de bajarse de la silla de montar y de romper los lazos que se habían creado entre ellos, de renunciar a la adrenalina que les proporcionaba la lucha cuando retornaran a sus granjas y a sus existencias ordinarias y prosaicas cargados de pesadillas y de largas miradas de despedida?
Supuso que averiguaría la respuesta por sí mismo. Si ese día ganaban, y él y Lin sobrevivían, regresaría con su hijo a su hogar en Asa, en las cumbres de las montañas del norte, junto a la esposa que no veía desde hacía años; ambos intentarían olvidar las cosas horribles que habían visto y hecho en el nombre de su causa. Sin embargo, también echaría de menos aquella vida. Estaba convencido de que aquello se le daba mejor que representar el papel de cabeza de familia.
Notaba el cinturón con la plegaria ceñido al abdomen como si fuera un vendaje de lino, y la oración escrita con tinta apretada contra su piel sudada. Sujeta entre las correas llevaba una carta de su esposa que le habían entregado la semana anterior. Sus palabras, grabadas en un delgado pergamino, le rogaban una vez más que la perdonara.
—Padre —le reclamó su hijo, situado junto a él, mientras el enemigo seguía acercándose. El muchacho, con el rostro bañado en sudor, sujetaba en alto una de las lanzas.
Ash la cogió, así como el escudo. A su lado, el hijo de Kosh lo imitó.
—¿Estás preparado? —le preguntó Ash con un amago de ternura.
Sin embargo, el joven frunció el ceño y se inclinó para escupir del mismo modo que a veces hacía su padre.
—Daré la cara, si eso es lo que pregunta —aseveró dando una muestra de madurez, si bien todavía conservaba su voz de niño; su tono revelaba cierta rabia como respuesta a la insinuación velada de que fuera a salir huyendo, tal como había hecho durante su primera batalla de verdad superado por las circunstancias.
—Lo sé. Sólo quería saber si estabas preparado.
El muchacho torció el gesto, y su mirada se suavizó justo antes de que la desviara hacia la distancia.
—Permanece retrasado, junto al chico de Kosh. No acudas a mi lado a menos que yo te lo indique, ¿me has oído?
—Sí, padre —respondió Lin, que aguardó con los ojos fijos en Ash, como a la espera de más instrucciones.
Ash notaba la carta de su esposa fría contra su estómago.
—Me alegro de que estés aquí, hijo —se oyó decir Ash, aunque su garganta parecía negarse a dejar salir las palabras—. Es decir… a mi lado.
Lin lo obsequió con una sonrisa.
—Entiendo, padre.
El joven dio media vuelta y se alejó con parsimonia. Ash se lo quedó mirando mientras se producía el goteo de escuderos que abandonaban la línea para retroceder a la retaguardia. El hijo de Kosh se arrimó a Lin y le propinó una palmada en la espalda: un gesto de broma copiado de su padre.
Los yashi emprendieron la carga.
Ash se cubrió los ojos con las gafas y el rostro con el pañuelo. Notaba por todo el cuerpo las vibraciones del suelo, que se propagaban por los huesos y los músculos de su zel hasta llegar a él. Como el resto de los hombres que componían la formación, lanzó una mirada al general Osho, pero éste todavía no se decidía a hacer ningún movimiento.
—Valor —dijo Ash en dirección a Kosh.
Kosh se embozó el rostro con su pañuelo. Por algún extraño motivo evitó que su mirada alcanzara a Ash. Probablemente jamás volverían a luchar codo con codo como estaban a punto de hacer ese día: como camaradas, como hermanos, como chiflados defensores de la revolución.
—Valor, hermano —replicó Kosh con su voz atenuada por el pañuelo.
Ambos asieron con fuerza las riendas de sus zels cuando el general Osho apuntó con la ojiva de su arma al enemigo, cada vez más próximo. Ash enarboló su lanza y su montura arrancó al galope.
Todos los hombres que formaban la Senda Luminosa salieron tras él rugiendo al unísono.
Bajo la mirada de Ninshi
Ash soltó un gruñido al despertar y se encontró empapado en sudor frío y temblando bajo el cielo estrellado.
Escudriñó la oscuridad preguntándose dónde estaba y quién era durante un instante de delicada afinidad con el Todo.
Y entonces divisó una mancha de luz en lo más alto del cielo: una aeronave que iba dejando una estela de fuego azul que cruzaba la Capucha de Ninshi, cuyo único ojo despedía un resplandor rojo mientras observaba la nave, a Ash y el resto del mundo que giraban debajo de ella.
«Q’os —recordó Ash con una repentina sensación de náuseas—. Estoy en Q’os, al otro lado del océano, en los confines de los Vientos Sedosos. Treinta años de exilio.»
Los residuos de sus sueños se desvanecieron como polvo arrastrado por una ráfaga de viento, y él no hizo nada para evitar que los sabores y los ecos de Honshu desaparecieran. Se trataba de una pérdida irremplazable, pero era mejor así; era mejor no pensar demasiado en esas cosas mientras estuviera despierto.
La luz de la aeronave fue empequeñeciéndose a medida que se deslizaba lentamente en dirección al horizonte, y se hizo difícil de distinguir cuando alcanzó el cielo neblinoso de la ciudad; de vez en cuando, desaparecía detrás de la figura oscura e imponente de una torre en forma de aguja. Ash contempló a la luz de las estrellas el vaho arremolinado que despedía su boca al respirar.
«Maldita sea —se dijo mientras se ceñía la capa alrededor del cuello—. Otra vez tengo que mear.»
Ya se había despertado dos veces esa noche. La primera, con la vejiga a punto de reventar; y la segunda, sin motivo aparente, a causa quizá de un grito distante procedente de las calles que se extendían debajo, o de un espasmo de su espalda maltrecha, o de una racha de aire frío, o tal vez simplemente por culpa de la tos. A su edad cualquier cosa le despertaba a menos que se atiborrara de alcohol antes de echarse a dormir.
El anciano asesino roshun echó la capa a un lado y, con un gruñido, se levantó como buenamente pudo; la ausencia de brisa en la azotea amplificó el chirrido de sus articulaciones. El suelo de la azotea estaba cubierto de arenilla, de modo que los granos se le clavaban en las plantas de los pies. Tumbado, la sensación no era más agradable por mucho que extendiera debajo la capa. Se volvió y observó la elevada mole de hormigón que se alzaba en el centro de la azotea alumbrada por las estrellas: una gigantesca mano de hormigón con el dedo índice apuntando al cielo. Se frotó la cara, se estiró y volvió a gruñir.
No utilizó la canaleta que recorría por abajo el pretil de la azotea ni los pequeños desagües cubiertos de algas situados en cada uno de los rincones, pues no deseaba revelar su presencia a quienquiera que estuviera en las calles de debajo. Por el contrario, enfiló hacia la vertiente sur de la azotea mientras a su alrededor el silencio reinaba en la ciudad de Q’os, dado que el toque de queda seguía vigente desde la muerte del único hijo de la Santa Matriarca, y sintió una punzada de dolor en la vejiga mientras la vaciaba sobre la azotea adyacente. El tejado contiguo también era plano e impermeabilizado, aunque estaba jalonado por los altos tragaluces triangulares de los lujosos apartamentos que albergaba; todos ellos, salvo el más cercano a Ash, permanecían completamente a oscuras.
«Otra noche que la viuda no puede dormir», pensó Ash.
El roshun continuó aliviándose en su lugar habitual mientras escudriñaba el apartamento iluminado con velas que tenía debajo. Al otro lado del vidrió tiznado vio a la dama ataviada con un camisón de lana de color crema, sentada a la mesa del comedor, con la melena cana recogida en un moño. Sus manos delicadas y arrugadas sostenían el cuchillo y el tenedor sobre un plato de comida mientras ella masticaba con un esmero reflexivo.
Ash llevaba cuatro días vigilando desde aquella azotea, y todas las noches había observado a aquella mujer comiendo sola, sin criados a la vista, sentada a las horas más intempestivas junto a la cabeza sin ocupar de la mesa, con la mirada fija en las llamas de las velas situadas frente a ella mientras comía; y su cuchillo o su tenedor hacían de vez en cuando un ruido chirriante en el plato que a Ash, por alguna razón, le sonaba a soledad.
Llevado por su curiosidad, Ash había inventado una historia para aquella ave nocturna: imaginaba que en otro tiempo había sido una muchacha de clase privilegiada y de gran belleza, a la que habían casado con un hombre bien situado. Sin embargo, no habían tenido hijos; o si los habían tenido ya hacía tiempo que habían volado del nido. En cuanto al marido, el señor de la casa, una enfermedad se lo había llevado tal vez en la flor de la vida, y había dejado a su viuda únicamente los recuerdos y una amarga ausencia de apetito que sólo remitía cuando los recuerdos del pasado la sacaban de su ensimismamiento.