Y quedarán las sombras (51 page)

Read Y quedarán las sombras Online

Authors: Col Buchanan

Cuando levantaron a Ash, el tío de su esposa yacía en el suelo, con la cara hundida como si fuera un cuenco con un agujero en el fondo por el que salía la sangre a borbotones; su pie izquierdo dio unas sacudidas leves contra las tablas del suelo, y entonces Lokai soltó un último grito ahogado y murió ante la mirada de los presentes.

—Ha matado al representante del gobierno —masculló alguien.

Ash huyó amparado por la oscuridad de la noche.

Ahora Ash levantó la mirada y se sorprendió contemplando un recuadro de cruda luz de luna.

Era la ventana del dormitorio, sobre la que colgaban las cortinas vaporosas.

Sentada en la silla se apreciaba la silueta de una figura que daba golpecitos en uno de los brazos de madera.

—¿Ché?

La figura se incorporó en la silla. Ash oyó el crujido de la madera.

—Debe de haber sido duro oír esas noticias sobre su hijo.

Nico.

Ash sintió un estremecimiento extraño en el estómago, como de miedo a una caída. Se dio cuenta de que no podía hablar.

—Lo siento —dijo Nico—. No era mi intención entrometerme.

Ash apoyó la cabeza en el cabecero de la cama y se fijó en que la almohada estaba húmeda allí donde había estado en contacto con su cara.

El recuerdo anterior se fue difuminando en su cabeza, pero aún perduraba en su nariz el aroma del maíz crepitante.

—No tan duro como perderlo —dijo con la voz rasposa, y la sangre le bombeó en la garganta.

—Lo echa de menos.

—Pienso en Lin todos los días. También en ti.

—¿Y qué piensa?

—¿De ti o de mi hijo?

—De su hijo.

—¡Ay! —exclamó Ash con pesar.

Sintió la necesidad acuciante de tomarse un trago, y recordó que ya se había acabado el vino que había encontrado en la cocina.

—Pienso en sus ojos, idénticos a los de su madre. Pienso en cómo compartía el pan con sus amigos durante los días de mayor escasez. Me lo imagino persiguiendo a las chicas antes incluso de saber por qué las perseguía. Pienso… —Se detuvo cuando ya iba a decir una imprudencia—. Pienso en su muerte —añadió en un susurro.

Entonces Ash lo vio como si estuviera en el Mar del Viento y de la Hierba. Vio la hierba seca pulverizada envolviendo la batalla. El ala Pesada del general Shin emergiendo de detrás de las líneas de la Senda Luminosa, traicionándolos a todos por una fortuna en diamantes. Vio al jinete que embestía a su hijo y lo derribaba de un solo golpe, y luego los cascos de las monturas pisoteando su cuerpo como si no fuera más que un saco abandonado.

—¿Qué ocurre? —preguntó Nico rompiendo el silencio.

Ash se cogió de las sábanas que le cubrían las manos como si necesitara algo a lo que asirse.

—¿Aún quiere ocultarme cosas?

«No —respondió mentalmente Ash—. Quiero ocultármelas a mí.»

Miró hacia la forma sombría de su aprendiz sentado en el otro lado del dormitorio.

—No sentí amor por él —dijo con la voz quebrada—. Durante algún tiempo creí que no lo amaba como a un hijo.

—¿Pensaba que no era suyo?

Ash se agarró más fuerte a las sábanas. Pensó que eliminar de su cabeza los recuerdos sobre cómo se había comportado con el chico tampoco iba a cambiar nada. Él seguiría allí, viviendo siempre con esa pena a cuestas.

—Después de oír lo que dijo el tío de mi esposa traté mal a Lin.

«Mal», se repitió mientras se escuchaba asqueado.

«Mal» no era la palabra. Se había comportado como un verdadero cabrón con el chico. Y durante el par de años que habían pasado juntos luchando por la causa antes de que Lin muriera, Ash lo había tratado con una frialdad y una indiferencia arrogantes.

—Te pido perdón, Nico.

—¿Por qué?

—Por si alguna vez te traté mal. Por si tuviste la impresión de que no me preocupaba por ti. A veces no se me dan bien… esas cosas.

La figura observaba a Ash en silencio.

—Ahora, si me disculpas, estoy cansado.

Ash se tumbó de nuevo, se tapó lentamente la cabeza con la sábana y esperó hasta que tuvo la certeza de que Nico se había ido.

Los transbordadores se aproximaban a la desembocadura del Chilo en fila de a uno, impulsados por la fuerte corriente del lago y las hileras de remos que se hundían en las aguas oscuras. Los tambores marcaban el ritmo lento y constante que ayudaba a los remeros que se afanaban en incrementar la velocidad de las embarcaciones.

Halahan se encontraba en la timonera blindada situada en la popa del barco junto al general Creed, quien observaba a través de un orificio del revestimiento de madera que envolvía el espacio penumbroso. Detrás de él, otros oficiales se balanceaban empujados por el cabeceo del barco; todos apestaban a sudor y hablaban más bien poco. Koolas, el corresponsal de guerra, estaba apretujado en uno de los rincones del fondo. La capitana de la embarcación, una mujer de mediana edad con una pipa en la boca igual que Halahan, manejaba el timón y también escudriñaba con los ojos entornados por el hueco que tenía enfrente. La tensión se respiraba en el ambiente. Nadie sabía si lo conseguirían.

La capitana giró con fuerza el timón y el barco viró lentamente, sobrecargado por el peso de tantos hombres en sus cubiertas superior e inferior.

—Allá vamos —masculló cuando se adentraron por la desembocadura del río, y golpeó tres veces el suelo con el talón de la bota.

Alguien gritó una orden desde abajo y el ritmo de los tambores se aceleró. Los remos empezaron a moverse más rápido. Halahan oyó cómo impactaba la primera ráfaga de disparos contra el revestimiento de madera que los rodeaba.

Una bengala se elevó por el cielo e iluminó el barco y los alrededores como si se tratase del sol del mediodía.

Cayó otra lluvia de disparos. Las flechas cortaban el aire en dirección al barco. Los tiradores apostados en la cubierta respondieron con sus rifles; entre los Chaquetas Grises y los soldados de carrera también había arqueros.

Halahan se acercó a la parte del revestimiento que había en el lado izquierdo de la timonera y estiró el cuello para ver lo que ocurría detrás de ellos. El resto de los transbordadores arfaban sobre la estela espumosa de su barco; las aguas agitadas del Chilos resplandecían con un fuego azul. Cada una de las naves remolcaba una hilera de botes improvisados, cargados de hombres encogidos detrás de cualquier cosa que pudieran utilizar como parapeto. Los pasajeros de estas balsas ya estaban cayendo por los disparos de los francotiradores.

«¡El miedo es el Gran Destructor!», salmodió alguien alzando la voz por encima del estruendo de los disparos.

La luz brillante de una bengala se filtró por las rendijas del revestimiento y permitió ver a Halahan que se trataba de Koolas. Estaba recitando la plegaria de la Misericordia del Destino.

«La necesitarán», pensó el coronel cuando vislumbró las formas oscuras de los cañones en la orilla occidental del río y a las cuadrillas de hombres maniobrando para apuntarlos hacia las embarcaciones.

«No os lamentéis como la paja con el vendaval.»

Halahan se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración y echó un vistazo a Creed para ver cómo le iba a él. El general estaba observando atentamente el tramo de río que tenían delante con el rostro contraído en una mueca; parecía como si quisiera destrozar algo, y mantenía apretado el puño izquierdo.

Ahora estaban deslizándose por la entrada del cañón.

«Sed como el balde vacío bajo la lluvia.»

Halahan esperaba que en cualquier momento abrieran fuego contra ellos. Trató de no pensar en los hombres hacinados en la cubierta inferior; en lo que les ocurriría si abrían un boquete en el casco y el barco se iba a pique.

Los tiradores de la cubierta superior no se tomaban un respiro respondiendo a los proyectiles llegados desde la orilla. Los estallidos de los disparos fueron creciendo hasta que se fundieron en un único estruendo ensordecedor.

«Sed como el arroyo que no se sale de su cauce.»

Ya habían pasado el cañón. Halahan soltó el aire de los pulmones y se tambaleó hacia atrás. Le dolían los pies. Echó otro vistazo hacia el resto de las embarcaciones.

El segundo transbordador no había tenido tanta fortuna y por el costado de babor estaba despidiendo un chorro de agua espumosa que se precipitaba sobre el río como una cascada estridente. El barco se escoró hasta prácticamente tumbarse sobre el agua y empezaron a oírse gritos procedentes de las cubiertas.

Los hombres caían rodando de los botes y se sujetaban a lo que podían mientras trataban de mantenerse ocultos en el agua.

Los disparos desde la cubierta superior empezaron a ser cada vez más esporádicos. Halahan vio que ellos habían superado la emboscada mientras escuchaba los cañonazos que reanudaban sus descargas detrás de su embarcación.

Las orillas estaban despejadas en ese tramo del río, y tomadas por la oscuridad hasta que otra bengala surcó el cielo.

En la estela de su transbordador había cadáveres flotando.

—Les haré pagar por esto —masculló Creed para sí—. A Kincheko y a los demás. Pagarán por esto.

El general se agarró el brazo izquierdo como afectado por un dolor repentino y apretó los dientes consumido por una ira silenciosa.

Capítulo 35

Despertar en Tume

Ash se despertó sintiéndose mejor que en las últimas semanas. Le parecía que la opresión en el pecho había remitido, y podía respirar hondo y llenarse los pulmones de aire sin sentir la necesidad inmediata de toser.

Se llevó la mano a la cabeza afeitada y se estremeció de dolor al tocarse el bulto.

«Tume —pensó—. Estoy en Tume.»

Tenía la vejiga a punto de explotar. «Arriba», se dijo, y se levantó con agilidad de la cama. Sus pies aterrizaron con un ruido seco en los listones fríos del suelo. Miró debajo de la cama, sacó el orinal y se sentó para hacer sus necesidades mientras se rascaba la axila y bostezaba.

Recordó que en la cocina había visto un bote con chee seco. Se levantó y se tambaleó un momento, todavía algo mareado. Se sentía débil como un gatito.

Se acercó trotando a la ventana con el orinal en la mano y descorrió las cortinas. La repentina avalancha de luz le obligó a cerrar los ojos, y, medio ciego, tanteó el pasador de la ventana hasta que consiguió abrirlo. Una ráfaga de aire fresco entró en la habitación, frío y con olor a huevos. Ash respiró hondo y al instante notó que la congestión de la nariz desaparecía. Bostezó otra vez y su boca abierta escindió su rostro en dos. Todavía desnudo frente a la ventana, estiró los músculos y los huesos le crujieron.

Cuando volvió a abrir los ojos advirtió un movimiento en la calle de abajo. Un soldado manniano estaba deambulando tranquilamente cerca de la casa, rebuscando entre los macizos de hierba del lago.

Ash se agazapó inmediatamente pegado contra la pared de la ventana y contó hasta cuatro antes de echar otro vistazo fuera. El hombre había desaparecido.

Entonces el roshun salió corriendo hacia la puerta.

—¡Eh! —exclamó Ché cuando Ash sobrevoló su cama con un salto.

El roshun miró por un hueco que había en las cortinas del dormitorio de Ché.

Un pelotón de soldados imperiales marchaba por la calle con las ballestas colgadas del hombro. Un poco más adelante se veían más soldados saqueando las casas del vecindario, apilando suministros en los carros y destrozando todo lo demás. Por toda la ciudad se divisaban columnas torcidas de humo que trepaban por el cielo.

—Así que sigue vivo —dijo Ché con la voz pastosa desde la cama.

Ash se volvió hacia él. A su lado había acostada una chica desnuda que se incorporó y se frotó los ojos legañosos. El rostro de Ché tenía el tono pálido de quien está a punto de vomitar.

—¿Tienes algo que contarme, Ché?

—¿Algo como qué?

—Algo como por qué hay tropas imperiales paseándose por las calles.

Ché se levantó como un resorte y corrió hacia la ventana para echar un vistazo. Se puso aún más pálido.

—No te has enterado de que la ciudad ha caído. Estabas demasiado ocupado divirtiéndote.

El diplomático se pasó la mano por el pelo cortísimo de la cabeza.

—Me emborraché —se defendió. Se llevó una mano al estómago y eructó—.Y veo que a usted le ha pillado durmiendo.

Ash le ofreció el orinal justo a tiempo y Ché vomitó estrepitosamente sosteniendo el balde cerca de la boca. Escupió y se quedó mirando el objeto que estaba utilizando, y entonces sintió más náuseas y salió disparado hacia la puerta todavía con él en las manos.

Sus arcadas se perdieron escalera abajo.

La chica de la cama observaba a Ash con los ojos inyectados en sangre, impresionada con su cuerpo, y el roshun pensó que tal vez nunca había tenido enfrente a un hombre negro desnudo.

—Buenos días —dijo Ash, acompañando las palabras con una leve inclinación de la cabeza, y salió del dormitorio con paso firme para ir a buscar su ropa.

—No me lo puedo creer —farfulló Curl mientras buscaba una de sus botas debajo de la cama—. Tengo que averiguar qué está pasando ahí fuera. ¡Bendito Kush! —exclamó levantando la cabeza y con la bota en una mano—. ¿Qué haremos si ya se han marchado todos?

Ambos se vistieron apresuradamente sin dejar de mirarse. Ché se dio cuenta de repente de que probablemente nunca más volvería a verla. Era una verdadera pena, pues habían conectado perfectamente. A pesar de que apenas la conocía, Ché se había sentido lo suficientemente cómodo en su compañía como para bajar una pizca la guardia y mostrar un poco más su verdadera personalidad. La risa había acudido con entusiasmo a sus labios y la ternura a sus caricias, y por primera vez en su vida había estado más preocupado por dar placer que por recibirlo.

Curl era sorprendente, y él quería más de ella.

—Anoche… —dijo Ché cuando ella ya enfilaba hacia la puerta.

Curl se paró; estaba sin aliento. Se volvió hacia él.

—Anoche… —repitió, pero entonces vaciló y no fue capaz de encontrar las palabras adecuadas. Meneó ligeramente la cabeza—. Gracias.

Ella se llevó una mano a la cara.

—No hay de qué. Fue divertido.

—¡Espera! —gritó él cuando Curl ya había traspasado la puerta.

Ché agarró la mochila del suelo. Algo le rozó el pie, pero no le prestó atención y salió corriendo detrás de ella. La resaca todavía hacía que la cabeza le diera vueltas.

Curl ya estaba frente a la puerta principal cuando Ché apareció renqueando por la escalera.

Other books

Desperate Souls by Gregory Lamberson
La borra del café by Mario Benedetti
The Fire Inside by Virginia Cavanaugh
Burn by John Lutz
Candlelight Conspiracy by Dana Volney
Delectable Desire by Farrah Rochon
All the Old Knives by Olen Steinhauer