Y quedarán las sombras (55 page)

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Authors: Col Buchanan

—No lo entiendo —dijo Curl moviendo la cabeza con incredulidad.

Ché trepó por el agujero del techo y se deslizó a cuatro pies por el tejado. Tosió y se tapó la boca mientras oteaba el sur de la ciudad con las llamas reflejadas en sus ojos.

—Tenemos que llegar al agua —gritó hacia Curl—. ¡Cuanto antes!

Vio que no estaba lejos. Lo vislumbró a través del humo cuando doblaron la esquina.

—Por aquí —dijo Ché con la boca embozada, y salió disparado hacia el balneario lanzando miradas a izquierda y derecha. No necesitaba echar un vistazo atrás para saber que Curl lo seguía.

Atravesaron una plaza con mesas largas y bancos con un entramado de madera del que colgaban lámparas de papel, todas despidiendo un brillo tenue que no era más que el reflejo de los edificios que ardían detrás. Sus botas hacían un ruido estrepitoso contra las tablas del suelo. Delante, la fachada redondeada del balneario público aparecía empequeñecida por el telón de fondo del fuego, y de su parte superior descubierta salía humo como si también estuviera ardiendo. Ché divisó movimiento en la calle que se extendía detrás, entre las cortinas de fuego que cubrían los edificios.

—¡Oye! —protestó Curl cuando Ché la agarró y tiró de ella para agacharla detrás de una de las mesas.

El diplomático la soltó para echar un vistazo por encima de la mesa. Ya estaba despejado. No había rastro de la figura que acababa de ver. Paseó la mirada en derredor: observó las columnas de humo y el chisporroteo de las llamas que los perseguían, y trató de no sucumbir al pánico.

—¡Vamos! —espetó.

Se levantó y echó a correr de nuevo, esta vez empuñando la pistola.

Se produjo una explosión y una de las lámparas desapareció.

Ché maldijo para sí y siguió corriendo al tiempo que buscaba el origen del ruido. Se oyó otra explosión y una mesa saltó por los aires justo cuando la rebasaban. Giró a la derecha y dejaron atrás la plaza embistiendo una sábana tendida que se interponía en su camino. Ante sus ojos apareció la parte trasera del balneario, donde había una serie de cabañas achaparradas que despedían vapor.

—¡Creo que alguien está disparándonos! —exclamó Curl mientras Ché le hacía entrar en la oscuridad húmeda de una de las cabañas.

El diplomático cerró la puerta enclenque de un portazo y en el tramo de pared que quedó al descubierto detrás de ella apareció, a la altura de la cabeza, un agujero del tamaño de un puño.

Ché se tiró al suelo inmediatamente.

—¡Agacha la cabeza! —espetó obligando a la muchacha a agacharse.

Al segundo siguiente la cabaña se sacudió con la violencia de una tormenta, y una lluvia de astillas procedentes de las paredes se precipitó en la oscuridad.

—¡Haz algo, joder! —le recriminó Curl encogida en posición fetal en el suelo.

—¡Ya estoy haciéndolo! —respondió con el rostro escondido entre los brazos.

Notó cómo se le hundían las astillas en la carne. Su cuerpo había tomado el control de su voluntad siguiendo su instinto de conservación a expensas de los brazos y de las piernas.

Por un momento dejaron de acosarlos con tanta violencia y se oyeron gritos en el exterior.

Ché gateó hasta uno de los agujeros en la pared y escudriñó fuera. Una docena de figuras enfilaba hacia la cabaña. Iban vestidas con pesados trajes ignífugos, con la cabeza totalmente cubierta y los ojos protegidos por unos cristales. En ese momento los desconocidos estaban encorvados recargando con movimientos torpes unas pesadas armas que, por su tamaño, debían de ser cañones de mano.

Ché se enjugó el sudor de la frente y olfateó el aire, que apestaba a sulfuro, aunque distinguió otro olor que le resultaba familiar. Echó un vistazo atrás. En el fondo de la cabaña penumbrosa vislumbró un cesto de lavandería y se puso a examinar a tientas el tramo de suelo que se extendía entre él y el cesto.

Quienesquiera que fueran los de ahí fuera volvieron a abrir fuego. Curl se puso a chillar y Ché se deslizó por el suelo hasta un tirador y abrió una trampilla. Al otro lado apareció un agujero cuadrado perforado en las hierbas del lago, por el que bajaba transversalmente una tabla de madera estriada para lavar la ropa. Ché sintió una punzada de dolor en el oído, y otra en la espalda. Los gritos de Curl eran cada vez más estridentes.

—¡Curl!

—¿Qué?

—¿Estás herida?

—¿Qué?

—¡Nos largamos!

La muchacha contempló la burbujeante agua negra del lago y se volvió a él con los ojos en blanco.

—¿Tú estás loco?

Ché ya estaba quitándose la mochila. Se sumergió en el agua, caldeada como la de un baño.

—Tú simplemente agárrate a mí y nada con los pies todo lo que puedas. Creo que hay un canal al sur. No puede estar lejos.

A Ché no se le escapaba que Curl estaba aterrada, y de repente se dio cuenta de que también él debía estarlo.

La muchacha se zambulló en el agua y asomó la cabeza.

—¿Hacia el sur? —farfulló—. ¿Cómo sabes dónde está el sur?

—Pura intuición —respondió Ché—. ¿Preparada? Coge aire. ¡Allá vamos!

El anciano sacerdote Heelas se quitó la máscara de tela de la boca y aspiró una bocanada del aire nocturno de Tume.

«Menuda peste», dijo para sus adentros. Aquel olor le recordaba al que asolaba Q’os en pleno verano, cuando la hedionda neblina de Baal cubría a veces la ciudad. Aunque había que reconocer que este olor era mucho peor.

Por lo menos no estaba en los aposentos privados de Sasheen en las profundidades de la ciudadela, donde flotaba un pestilente olor a muerte. Heelas siempre había detestado la cercanía de la enfermedad con la misma intensidad con la que temía los espacios cerrados. Lo que más miedo le daba eran los fríos túneles del hipermorum, donde sepultaban a los muertos para su descanso eterno. Y su peor pesadilla era morir y ser enterrado allí para la eternidad.

«Está muriéndose —se repitió mientras atravesaba el puente de la ciudadela y se adentraba en la plaza central—. Sasheen está muriéndose.»

Acababa de dejar a la matriarca en su cámara, sola, salvo por la presencia truculenta de Lucian junto a su lecho. Menuda pareja formaban, había pensado mientras cerraba la puerta al abandonar aliviado la cámara. Costaba imaginárselos cómo habían sido en el pasado: dos amantes encandilados el uno con el otro. Durante algún tiempo, la matriarca y su gallardo general de Lagos fueron inseparables. Sasheen había llegado a hablar de tener hijos con él, de construir un retiro familiar en Brulé.

Heelas caminaba con la cabeza gacha y las manos sepultadas en las bocamangas, haciendo caso omiso a las reverencias de los sacerdotes que pasaban por su lado, todos ellos mujeres y hombres sin ninguna posición de privilegio.

Se detuvo junto al canal y contempló las plataformas de hierbas del lago y los trozos de madera que flotaban en sus aguas. Atisbó ajetreo en el agua, aunque no alcanzó a ver el pez que lo había provocado; únicamente la luz fantasmagórica en su estela.

Los sacerdotes rasos no volverían a saludarlo con una reverencia cuando ella muriera, reflexionó con el ánimo taciturno. Tendría suerte si Romano se limitaba a «marcarlo», arrancarle la nariz y expulsarlo. La historia siempre se repetía cuando un gobernante sustituía a otro: se limpiaba el viejo círculo íntimo para dejar sitio al nuevo. Toda su vida, todo por lo que había trabajado, se había esfumado.

—Disculpe —dijo alguien que chocó con él.

Heelas se volvió enfurecido y al punto sintió la presión de un objeto punzante en la túnica, a la altura del estómago. Ya era perro viejo para preguntarse si se trataría de un cuchillo.

El rostro enmascarado de un acólito se cernió sobre el suyo.

—¿Dónde está? —inquirió una voz profunda desde el otro lado de la máscara.

—¿Quién? —preguntó Heelas en un intento por ganar tiempo.

—Sasheen. ¿Dónde está?

—¿Cómo voy a saberlo yo? —exclamó el sacerdote levantando las manos—. No soy un mensajero.

—¡Baja las manos! —espetó el hombre entre dientes—. Ya sé que intentas hacer pavoneándote, sacerdote. Ahora deja ya de mentirme y responde mi pregunta. De lo contrario te mataré aquí mismo. Ahora.

Heelas se puso derecho. «De modo que así acaba todo —pensó—. Con un cuchillo en la barriga y esta peste a huevos podridos en la nariz.»

—¿Crees que me asustas? —replicó—. Te veo los ojos, extranjero de tierras remotas. Tienes intención de matarme de todos modos. Hazlo, pues. —Se dio unas palmadas fuertes en el pecho—. Estoy listo.

Una mano salió disparada hacia su barriga y él se quedó paralizado tras el espasmo inicial. El cuchillo perforó la túnica y se hundió en su estómago; y un buen tramo de la hoja se quedó ahí alojado mientras Heelas notaba cómo un reguero de sangre que se deslizaba por su vello púbico y después por sus muslos.

Heelas había tenido su buena ración de purgas personales a lo largo de los años, de modo que ya sabía cómo lidiar con el dolor. Y eso hizo. Reunió toda su fuerza de voluntad y se obligó a relajarse mientras recibía sus ráfagas.

—Si grito, una docena de hombres acudirán al momento.

—Entonces, grita.

Heelas miró a su alrededor. Sacerdotes y acólitos iban y venían por el espacio iluminado por las farolas. Un pelotón de tiradores estaba fusilando a un puñado de supervivientes de la Guardia de la Casa de Tume en una pared a cierta distancia. Otro grupo de soldados se arremolinaba en uno de los almacenes próximos, descargando un carro de municiones y transportando cajas de granadas y de explosivos. Podría gritarles, es cierto, pero eso sólo adelantaría su muerte.

«¿Qué más da? De todos modos la matriarca está muriéndose.»

—No podrás llegar hasta ella —dijo Heelas—. Está en el Palacio Sumergido. En las entrañas del peñón.

—Descríbemelo.

Así hizo Heelas, y entretanto se maravillaba de lo que la mente y el cuerpo eran capaces de hacer para aferrarse a la vida un preciado instante más.

«La carne es fuerte», concluyó.

En cuanto terminó su descripción, el extranjero de tierras remotas le propinó otros tres tajos con la rapidez de una serpiente atacando a su presa y se alejó de Heelas mientras éste se derrumbaba sobre las rodillas agarrándose con las manos el estómago desgarrado y ensangrentado.

—Ayuda —jadeó.

Pero nadie lo oyó.

Ya nadie podía ayudarlo, y se desplomó de costado.

Siguió jadeando mientras contemplaba las piedrecitas dispersas como las rocas de un desierto sobre el suelo donde yacía su cabeza.

Una hormiga avanzaba por ese paisaje, y Heelas observó que se detenía un instante, dirigía brevemente las antenas en su dirección mientras él agonizaba tirado en el suelo, y luego reanudaba su camino.

Ché creyó que estaba muerta cuando sacó a rastras su cuerpo del canal y lo tendió sobre las hierbas del lago. Sin embargo, Curl emitió unos ruiditos entrecortados por la boca cuando presionó su estómago; luego giró para ponerse de lado y tosió.

—¿Estás bien? —preguntó el diplomático.

Curl se limpió la boca y se tomó unos segundos para encontrar la voz.

—Creo que sí.

Al otro lado del canal la calle era un infierno atronador. Curl se sentó temblando mientras lo contemplaba, y Ché la abrazó hasta que sus temblores remitieron.

El picor en el cuello de Ché se había convertido en una sensación constante de punzada, y el diplomático miró a su alrededor, hacia los edificios de esa orilla del lago, que resplandecían con el reflejo de las llamas. La calle angosta estaba atestada de los testimonios del saqueo.

«Andan cerca.»

—Ahora tienes que irte —dijo dirigiéndose a Curl mientras la ayudaba con sus manos temblorosas a levantarse.

El agua chorreaba de la ropa de la chica.

—¿Y tú, qué?

—Tengo que acabar algo antes de reunirme contigo.

Curl echó un vistazo hacia la calle vacía con la frente fruncida.

—No te pasará nada —la tranquilizó—. Sólo ten cuidado.

Antes de que sus palabras acabaran de salir por su boca, Ché ya sentía remordimientos por dejarla marchar así.

—Ten —añadió poniéndole la pistola en la mano.

—No he usado una pistola en mi vida.

—Y no tendrás que hacerlo. Está llena de agua. Hay que desmontarla y engrasarla. Si te metes en algún lío utilízala como recurso intimidatorio. Ten esto también. —Se quitó el cinturón de la munición de la cintura y se lo puso a Curl bajo la mirada atenta de ésta—. Con esto serás más convincente. Recuerda, utilízalo para intimidar. No intentes disparar, ¿me has entendido?

—Claro. No soy idiota.

—Entonces, vete —le dijo en un susurro.

Curl permaneció inmóvil, superada por los acontecimientos y temblando. Ché le recorrió la mejilla con un dedo y cuando llegó a la barbilla le alzó la cabeza para mirarla a los ojos.

Ella le cogió el dedo y lo sostuvo en el aire a escasos centímetros de su cara.

—Cuídate, Ché. ¿Me has oído?

A Ché le gustó cómo pronunciaba su nombre.

—Sí.

Se dieron un beso breve, que resultaba raro entre dos extraños que separaban sus caminos.

Curl se alejó caminando de espaldas y luego desapareció engullida por la noche.

Ché volvía a quedarse solo.

La hermana de Guan contemplaba boquiabierta el infierno de llamas que se desataba ante sus ojos. Su cuerpo se mecía ligeramente, como al ritmo de una música interior.

El disparo de un rifle sonó en la distancia. Un oficial salió de la línea de soldados y fue a investigar.

—¿Dónde estará? —preguntó Guan con impaciencia mientras escudriñaba la hilera de tiendas que componían la única sección que no habían incendiado.

—Ten paciencia. Nuestros hombres lo obligarán a salir.

—Eso si no han quedado atrapados dentro. Insisto en que ya deberíamos haber visto algo.

Guan empezaba a albergar serias dudas sobre la eficacia del plan. Era demasiado aparatoso, más espectacular que práctico. Habría sido mejor entrar allí solos para resolver sus asuntos con Ché. Sin embargo, como solía ocurrir, había permitido que su hermana lo convenciera de lo contrario.

Estaban cogidos de la mano, como solían hacer; como habían hecho desde niños. Ella le apretaba la suya como si quisiera tranquilizarlo.

A lo largo de la calle se desplegaba una línea de soldados con los rostros embozados con pañuelos idénticos a los que llevaban los mellizos, y todos escudriñaban a través de las tiendas vacías las llamas y el humo que trepaban por el cielo nocturno. En las calles de detrás había apostado un segundo cordón de soldados que esperaban agazapados.

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