Y quedarán las sombras (56 page)

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Authors: Col Buchanan

—¿Crees que se merece todo lo que le estamos haciendo? —preguntó Guan a su hermana.

—¿A qué viene esa pregunta?

—Es uno de los nuestros.

Guan notó la palma de la mano fría cuando Swan se la soltó.

—¿Ahora me planteas esas dudas? ¿Ahora que ha desertado? ¿Ahora que ha demostrado que no nos equivocamos cuando prácticamente lo acusamos de ser un traidor?

Guan sabía que era inútil discutir con ella. Además, algunas verdades poseían la fuerza suficiente para mantenerse en pie por sí mismas.

—Crees que harán lo mismo con nosotros cuando todo esto haya acabado, ¿no?

—¿Y por qué no iban a hacerlo? Nosotros sabemos tanto como él.

—Sí, pero nosotros estamos demostrando con este asunto que somos dignos de confianza. Esto es bueno para nosotros, Guan, lo presiento. Necesitan gente como tú y como yo para hacerles el trabajo sucio. Quienesquiera que sean.

—Esperemos que estés en lo cierto.

La visibilidad era reducida con el humo que flotaba en el aire.

Una figura emergió corriendo de los puestos con una capa de llamas a la espalda. Los soldados más próximos a ella levantaron sus ballestas y las dispararon.

No era más que un perro ardiendo, que aullaba y lanzaba dentelladas a las llamas según corría. Y cuando las flechas impactaron en él, dio unas sacudidas y rodó por el suelo, muerto.

Swan maldijo entre dientes.

—Esta gente abandona a sus perros y los deja morir —aseveró con acritud.

Guan miró a su hermana con algo cercano al asombro por los mecanismos de su mente. Y no era la primera vez. Por muy mellizos que fueran y por mucho que a veces uno acabara la frase que había empezado el otro o se leyeran el pensamiento, había un rasgo que parecían no compartir.

Guan se disponía a recordarle amablemente que no debería tener remordimientos por quemar perros si no los tenía por quemar a personas cuando sintió una punzada en el cuello, seguida por otra mucho más intensa.

Se llevó un dedo al cuello al tiempo que también lo hacía Swan.

—Prepárense —dijo el mellizo dirigiéndose a los soldados desplegados delante de ambos—. Está a punto de salir.

Los soldados apuntaron sus ballestas y Swan sacó la pistola. Los minutos pasaron y el humo siguió filtrándose por entre los puestos ambulantes. El ritmo de las pulsaciones en el cuello de Guan seguía creciendo.

—Ya deberíamos haberlo visto —dijo Swan levantando la pistola hacia las tiendas.

Guan permanecía inmóvil. Algo no iba bien. Ya deberían tener a Ché encima.

—¿No crees que…?

Guan se dio la vuelta y su hermana lo imitó casi de inmediato. Escudriñaron la calle en ambos sentidos, las casas que se levantaban enfrente y las ventanas oscuras.

Guan sacó su pistola y dio un paso hacia un lado.

—Swan —dijo.

Y los hermanos retrocedieron y se sumergieron hasta donde pudieron en la sombra de una pared.

Capítulo 38

El arte de Cali

Ché sabía que nunca abandonarían la persecución. A menos que él mismo se encargara de ellos, así que se aproximó a los mellizos por los tejados. Los hermanos se habían agazapado bajo la sombra de una pared.

Habían alertado a los soldados de su presencia, de modo que éstos reconocían las inmediaciones acompañando con sus armas los movimientos de sus miradas. Ché se mantuvo agachado en el lado oscuro de los tejados inclinados, poniendo mucho cuidado en que su silueta no sobresaliera recortada en el cielo. El destello de una hoja y una tos esporádica le revelaron que otro grupo de soldados merodeaba por las casas y los jardines a su izquierda. Sólo le restaba confiar en que no lo vieran.

Swan y Guan estaban retirándose hacia un templo que había al final de la calle. Más allá de él se distinguía el lago. Resultaba evidente que no les hacía gracia la idea de convertirse en el blanco de un francotirador.

Era una pena que no tuviera consigo una pistola que funcionara.

El templo se alzaba al final de una hilera de tejados. Anexo a él había una vivienda de dos plantas que permanecía en penumbra y donde no se observaba movimiento. Los mellizos se detuvieron para hablar con un pelotón de soldados y, a continuación, los hombres se desplegaron a lo largo de las casas. Ché oyó las patadas en las puertas y cómo registraban con estrépito las viviendas.

Se puso en cuclillas y vio que los hermanos diplomáticos se volvían para examinar las calles, las ventanas y los tejados antes de entrar en el templo y dejar la puerta abierta.

Ché se colgó del borde de un tejado y se dejó caer en el callejón que se extendía entre las casas y el templo. Echó una ojeada a ambos lados y bordeó el edificio para dirigirse a la parte trasera, donde terminaba el anexo y comenzaba un pequeño jardín. Se escondió detrás de un muro bajo. En la ventana apareció el brillo oscilante de una vela encendida dentro.

El diplomático continuó sigilosamente hasta el otro lado de la vivienda dejando atrás el ruido de los soldados. Las hierbas del lago eran una superficie mullida y resbaladiza debajo de sus pies. El ruido de los cañonazos al sur se había intensificado desde la última vez que le había prestado atención. Curl debía estar allí, o eso esperaba él, acudiendo al punto de encuentro.

Pensó en lo extraño de la situación: se hallaba en Tume, en aquel lago de aguas hirvientes, intentando matar a dos de los suyos; y encima albergaba la esperanza de que un enemigo saliera indemne de la ciudad.

Se dio cuenta de lo mal que le sonaba la palabra «enemigo». Parecía una cosa infantil.

Otra bengala estalló encima del lago. Ché cerró los ojos para no desacostumbrarlos de la visión nocturna y esperó a que la bengala regresara al suelo. Vio una ventana en la planta superior hasta la que llegaba un árbol inclinado.

Sacó el cuchillo y lo afirmó entre los dientes mientras la oscuridad regresaba, trepó por la corteza áspera del árbol y se colgó de una rama que llegaba hasta la ventana. Dentro no vio nada más que una ventana vacía y una puerta abierta; allí donde torcía el pasillo que había a continuación de la puerta brillaba una luz tenue.

Ché decidió que no había tiempo para sutilezas. Había que eliminarlos de una manera certera y rápida. Y esperó ser él quien quedara al final. Su viejo contrincante en los entrenamientos en Q’os había tenido razón, pensaba mientras enfilaba hacia la ventana abierta. La técnica roshun del cali formaba parte de él, tanto si le gustaba la idea como si no. Avanzar y atacar era su credo. Descaro, velocidad e imprudencia.

«Ojalá llevara una espada», se dijo Ché; una pistola que funcionara ya era pedir demasiado. Sin embargo, lo único que tenía era un simple cuchillo.

«Improvisa», se animó. Balanceó el cuerpo, se arrojó hacia la ventana abierta y aterrizó con la agilidad de un gato.

Recuperó el cuchillo de los dientes.

Vio una silla; la cogió y la lanzó con fuerza contra la pared. El estruendo que produjo bastaba para despertar a los muertos.

Ché rebuscó entre los pedazos de la silla y agarró una pata que tenía un extremo astillado e irregular, y mientras enfilaba hacia la puerta de la habitación perfeccionó la punta con un par de cortes con el cuchillo.

Estaban esperándolo cuando asomó la cabeza: dos figuras con las pistolas apuntando en su dirección, agazapadas en los huecos de dos puertas una enfrente de la otra.

Ché volvió a esconder la cabeza justo cuando una bala salía rebotada de la pared. Dio un último tajo a la pata de la silla para afilarle la punta y entonces asomó medio cuerpo y la arrojó con todas sus fuerzas hacia la figura que todavía estaba apuntándole.

La pistola escupió su proyectil y Ché sintió una repentina punzada de dolor en el muslo. El diplomático apoyó el peso en la otra pierna, tambaleándose, y se dejó caer contra la pared para no perder el equilibrio. Entretanto, la figura destinataria de su improvisado proyectil se derrumbó en el pasillo. Era Guan. Pateaba el suelo a tientas en busca de un lugar de apoyo, con la pata de la silla sobresaliéndole de la mejilla izquierda.

Ché vio entonces una sombra que cruzaba revoloteando el tramo de suelo iluminado. Se cambió el cuchillo de mano para aferrarlo con la derecha y lo lanzó hacia Swan cuando ésta se asomó al pasillo desde el hueco de la puerta para volver a dispararle.

Ché cayó de espaldas. Sentía un dolor abrasador en uno de los costados de la cabeza, que parecía a punto de estallarle. También Swan estaba tirada en el suelo, sujetando la empuñadura del cuchillo hundido en su muslo. La chica se arrastró hasta su hermano.

—¡Oh, no! —exclamó jadeando.

Puesto que aún respiraba, Ché no prestó atención a la herida de la cabeza y se centró en la de la pierna, que examinó con las manos temblorosas. La bala había atravesado limpiamente el lado externo del muslo. No había alcanzado el hueso, y la sangre manaba de un modo espantoso del agujero. Ché apenas podía mover la extremidad entumecida.

Era la primera vez que le disparaban. Había esperado que el dolor fuera menos soportable.

Arrancó una de las mangas de su túnica y la utilizó para hacerse un torniquete en la parte superior del muslo. Intentó levantarse y se le escapó un alarido de dolor entre los dientes. Las náuseas le nublaban la visión.

La diplomática estaba arrastrando a su hermano hacia la puerta por la que había salido ella. Se detuvo y alargó el brazo hacia la pistola descargada que yacía en el suelo. Ché consiguió dar un paso hacia los mellizos, lo que convenció a Swan de renunciar al arma y esconderse en la habitación con su hermano.

Ché se paró enseguida; le faltaba el aire. Swan cerró la puerta de una patada.

Con una resolución inquebrantable, Ché avanzó dando tumbos y trató de agacharse para recuperar el cuchillo ensangrentado del suelo. La cabeza le daba vueltas y la sangre resbalaba por su rostro. También la bota estaba llenándosele de sangre. Se arrancó la otra manga y la utilizó para vendarse la herida. Apretó fuerte el trozo de tela. Por un momento temió desmayarse.

—¡Sal! —espetó, empuñando con firmeza el cuchillo.

Del otro lado de la puerta llegaban gruñidos y murmullos.

Ché se puso derecho y empujó la puerta con una mano viscosa.

En la habitación no había más que una vela chisporroteando sobre la repisa de la chimenea. Ché se asomó. Había otra puerta abierta dentro de la habitación y el rastro de sangre que se extendía por el suelo continuaba a través de ella. El diplomático entró; apoyó la espalda contra la pared y se deslizó hasta la otra puerta. Se trataba de un dormitorio. Guan yacía muerto en el suelo con los brazos y las piernas abiertos. El trozo de madera sobresalía de su cara como un objeto extraño, apuntando al techo.

Ché oyó un crujido a su espalda y fue lo suficientemente rápido para asir el alambre interponiendo una manos entre éste y su cuello. El alambre se incrustó en los bordes de la palma de su mano. Ché empujó hacia atrás con todas sus fuerzas y obligó a Swan a retroceder por la habitación mientras él iba dando saltitos con la pierna buena. La diplomática chocó contra algo: un pesado armario cuyas perchas y puertas abiertas se sacudieron estruendosamente con el traqueteo mientras ambos forcejeaban aplastados contra su estructura de madera.

El aliento cálido de Swan llegaba hasta su oído en forma de jadeo preñado de ira.

Ché tiró el cuchillo al aire para agarrarlo del revés y asestó una puñalada a la diplomática en el costado. Y luego otra. Hasta que Swan se revolvió y lo lanzó a un lado. El diplomático cayó y se estrelló junto con Swan sobre una mesa que hicieron añicos.

La melliza consiguió cogerle la mano que blandía el cuchillo mientras rodaban por el suelo sin aflojar la presión del alambre con la otra mano, que se hundió en la mano y a ambos lados del cuello de Ché. La sangre salía despedida en todas las direcciones.

—¿Esto es lo que quieres? —cuchicheó Swan cegada por el odio—. ¿Esto es lo que querías, Kush?

La mano de Ché era un objeto inerte atrapado entre su resuello entrecortado y la presión cada vez más intensa del alambre. El diplomático apenas veía ya; apenas respiraba.

Tiró hacia atrás la mano libre y estrujó el rostro de Swan con los dedos. Le hundió brutalmente el dedo pulgar en el ojo. La presión del alambre se relajó ligeramente.

Entonces Ché empujó con la mano emitiendo un gruñido y soportó el dolor abrasador con el fin de separarse el alambre del cuello.

Ambos se levantaron tambaleándose; Swan valiéndose de una silla astillada para apoyarse y luego de la repisa de la chimenea. Ché se volvió justo cuando la diplomática le lanzaba un latigazo con el alambre, que se enrolló en la empuñadura del cuchillo de Ché, de tal forma que se lo arrancó de las manos. Para Ché las cosas estaban poniéndose feas. Swan estaba haciéndolo un poco mejor, a pesar de que su ojo era un revoltijo negruzco del que manaba sangre.

Ché quedó aturdido por un golpe que recibió en la mejilla. Sacudió la cabeza para volver en sí y repelió otro puñetazo, y luego otro. Se colocó en posición de atacar y buscó un objetivo, pero Swan ya se había puesto derecha con el cuchillo en la mano.

Ché retrocedió a la pata coja perseguido por Swan, quien a su vez caminaba arrastrando su pierna herida por el suelo. Ella tenía el cuchillo: un trozo de acero plateado que brillaba a la luz de la vela pero con el que todavía no podía alcanzarle el estómago. Ché sacudió la cabeza para aclararse la visión, cada vez más borrosa, y salieron disparados goterones de sudor.

Retrocedió hacia la puerta del dormitorio con Swan acortando lentamente la distancia. La diplomática se abalanzó sobre él de repente y Ché sólo tuvo tiempo para desviar el cuchillo de un manotazo. Tropezó con el cuerpo tendido boca arriba de Guan y cayó de espaldas, empujando al mismo tiempo a Swan hacia un lado.

Jadeando, Ché tomó impulso para levantarse a la vez que Swan y consiguió apoyar su peso en una rodilla; sacudió la mano a tientas hasta que logró agarrarse a la cama. De nuevo en pie, resoplando y herniado por el esfuerzo, vio el cuerpo de Guan. Siguió perdiendo visión hasta que se tambaleó sumido en la oscuridad de su propia cabeza. Hizo un esfuerzo en el que puso toda su concentración y vio aparecer una grieta de luz como el hueco de una puerta.

Lo atravesó y vio que Swan se cernía sobre él con el cuchillo en la mano.

Dio un paso lateral a la desesperada. Intentó coger el brazo de la diplomática, pero la mano le resbaló por él, y le lanzó una patada. Ambos cayeron al suelo chillando, con Ché montado sobre ella, aplastándola con todo el peso de su cuerpo.

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