Y quedarán las sombras (24 page)

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Authors: Col Buchanan

No había nada que ver salvo las casas de enfrente, un carrito empujado por la calle por un anciano harapiento y un puñado de niños que lo adelantaban corriendo en silencio. No se veía a chicas de la calle por ningún lado. Muy probablemente estaban en la avenida de las Mentiras, haciendo negocios apresurados con los soldados que salían de la ciudad en dirección a los centros de reunión al otro lado de las murallas septentrionales.

Curl se sintió aliviada por no tener que volver a hacer la calle. No estaba orgullosa de la facilidad con la que había asumido su profesión, ni de la popularidad de la que gozaba entre la clientela que visitaba de vez en cuando la zona. No obstante, en sólo un par de meses de trabajo había conseguido un número estable de clientes de confianza, así que podía citarlos directamente en su cuarto y además cobrarles un poco más por ello.

Recordó que tenía una cita esa noche con ese viejo verde de Bostani: el aliento le apestaba a grindela y a alcohol y la piel a sudor rancio, y tenía unos ojos de cerdito que parecían ajenos a todo, incluso al placer. Curl había tomado por costumbre no pensar en ese tipo de cosas durante su tiempo libre. Regresó a la cama, volvió a ponerse la caja abierta sobre el regazo y la observó atentamente y sin pestañear.

El polvo gris era algo de lo que tampoco se enorgullecía. También se había aficionado a él con demasiada facilidad, pues la ayudaba a sobrellevar los largos días y las aún más interminables noches. «Una prostituta adicta a la escoria», pensó. A su tía y a sus hermanas se les rompería el corazón si pudieran ver en qué se había convertido. En cuanto a su madre, su aliada…

Curl apartó la mirada de la cajita de escoria con un brillo repentino en los ojos.

Se preguntó por qué había acabado en Bar-Khos. La ciudad portuaria de Al-Khos estaba más cerca del campamento de refugiados del norte. Sin embargo, un impulso la había llevado a recorrer a pie y haciendo autostop todo el camino desde el sur de la isla, descalza y sola, a menudo esquivando los problemas gracias a un golpe de suerte o a la amabilidad de los extraños.

Desconocía el motivo, pero había una parte de ella que necesitaba ir a Bar-Khos y al Escudo; la ciudad eternamente sitiada cuyos habitantes habían aguantado firmes contra las fuerzas de Mann, y así seguirían, incluso entonces, mientras un ejército imperial se congregaba en la costa oriental con la intención de conquistarlos.

Había llegado a apreciar a los khosianos y sus costumbres. Al principio había desconfiado de la ayuda que habían prestado a sus compañeros refugiados, recién llegados con ella en la barca desde Lagos. Pero enseguida se había dado cuenta de que ese espíritu de generosidad era un rasgo que honraba al pueblo khosiano, y también su humildad, aunque resultara paradójico dados su orgullo y su severidad.

Como pueblo parecían propensos a la melancolía; aunque también eran románticos. Hasta tal punto que incluso los soldados podían ser poetas y amantes con la misma facilidad que borrachos con tendencias suicidas. Disfrutaban de su libertad, pero también cultivaban la cooperación y la colectividad. Su prioridad era la familia y la vida sencilla y pacífica por encima de cualquier otra cosa. De los que disfrutaban de riquezas y de poder, como los nobles Michinè, a menudo se hablaba con una especie de compasión amarga, como si los hombres y las mujeres de rostros maquillados sufrieran una enfermedad del espíritu, alterado por sus deseos de tratar a los demás con prepotencia.

De sus conversaciones con otros refugiados que vivían en la zona y que habían viajado por las Islas Mercianas y las conocían bien, Curl había aprendido que ocurría lo mismo —si no de una manera más acusada— con toda la gente de los Puertos Libres, en los que no existía la nobleza.

Curl miró de nuevo la escoria que tenía en el regazo. Durante el desayuno, otro inquilino había dicho que los invasores imperiales pertenecían al VI Ejército, el mismo que había arrasado Lagos.

Pensó en un una ciudad envuelta en llamas y en un cielo pálido oculto por el humo. Los gritos de su familia se fundían con los de muchas otras víctimas. Le resbalaron las lágrimas por las mejillas y continuó sentada en la cama largo rato, temblando y con un dolor lacerante en el corazón, tapándose la cara ardiente con una mano.

Cuando un sollozo se abrió paso desde su pecho hasta el exterior, Curl se puso derecha y meneó la cabeza como reprendiéndose. Se sorbió los mocos y se pasó una mano por la mejilla como si estuviera quitándose una telaraña de la cara. Se volvió hacia su minúsculo altar dedicado a Oreos y sintió cómo arraigaba en su interior una decisión.

—Mierda.

El interior del Estadio de Armas era mucho más vasto de la idea que Curl se había formado a partir de la fachada de columnas y de muros ondulados.

Contempló el caos apenas contenido que reinaba en el lugar desde la entrada principal, pegada a un lado para no entorpecer el paso apresurado de los soldados en ambos sentidos. Había cientos de hombres repartidos por el suelo de arena del anfiteatro donde todos los días del Necio se celebraban las carreras de zels y el resto de los días hacían maniobras los reclutas.

Había fuerzas de la Guardia Roja, de los Chaquetas Grises y de los Voluntarios Libres. La mayoría de los hombres de edad avanzada lucían ropa de civil. Incluso había quien iba vestido con harapos sucios y a quienes estaban retirando los grilletes de los tobillos. Diseminados entre ellos se veía a soldados encorvados por el peso de los equipos que iban apilando en montones dispersos a lo largo y a lo ancho del estadio. Parecía reinar el más absoluto desorden. Sin embargo, había hombres vociferando órdenes como si conocieran el terreno que estaban pisando.

Curl se pegó un poco más a la pared cuando una compañía de la Guardia Roja se puso en marcha; algunos hombres le soltaron piropos y le silbaron cuando pasaron por su lado con su paso marcial, a pesar de que iba vestida con las mismas insulsas prendas masculinas que había llevado puestas a su llegada a la ciudad. Curl agachó la cabeza y enfiló rápidamente por la amplia arcada que se extendía debajo de las gradas.

Un zel que un grupo de hombres intentaba enganchar a un carro se había parado a dos patas bajo los arcos, y sus cascos chacolotearon contra el suelo de piedra. Los herreros descargaban sus martillos sobre espadas y puntas de lanza. Y los soldados pasaban rozándola sin prestarle atención o pidiéndole de mala manera que se apartara. Curl notó que la sangre le empezaba a hervir en medio de la confusión reinante. Detuvo a un muchacho con una sonrisa improvisada en los labios y le preguntó dónde podía encontrar la oficina de reclutamiento.

El joven pensó en un primer momento que estaba tomándole el pelo, pero Curl se lo quedó mirando con cara de pocos amigos hasta que el chico se la tomó en serio.

—A la derecha —respondió, recorriendo el cuerpo de Curl con la mirada y sacudiendo con desgana una mano—. Ve por aquella puerta y luego continúa hasta la segunda de la izquierda.

Curl siguió las indicaciones del muchacho y recorrió un pasillo muy animado que desembocaba en las letrinas, donde a lo largo de una pequeña depresión se desplegaba una hilera de soldados enfundados en armaduras que charlaban mientras orinaban. En un abrir y cerrar de ojos, una docena de rostros se pusieron a gritarle desde los confines claustrofóbicos de la hedionda habitación y se propusieron reventarle los tímpanos con sus chiflidos. Curl hizo caso omiso de sus insinuaciones, y se limitó a enarcar una ceja y marcharse mascullando una retahíla de improperios.

Cuando por fin llegó a la puerta de la oficina de reclutamiento estaba sudando y aturullada. La oficina resultó estar más concurrida que cualquiera de los lugares por los que había pasado. Curl se deslizó junto a un hombre que salía precipitadamente por la puerta y fue abriéndose paso hasta el centro de la sala, donde había un escritorio atiborrado de montones de papeles. Detrás de la mesa había un hombre sentado que tenía toda la pinta de estar sufriendo un auténtico ataque al corazón, y que tenía el rostro más rojo que Curl había visto jamás, con el sudor resbalando a raudales por su tez.

—¡Me da igual! —espetó con la voz ronca y ahogada a otro hombre inclinado a su lado que parecía muy nervioso—. ¡Si pueden caminar, irán!

—Pero tienen el equipo dañado por las inclemencias del tiempo —repuso el hombre, nervioso—.Todo el equipo.

—¡Me da igual! ¡Haga lo que sea necesario para que se pongan en marcha!

Curl esperó a que el hombre recuperara el aliento antes de acercarse a él.

—Disculpe —dijo la muchacha, que se inclinó para que el hombre la oyera mejor, posando las manos sobre el escritorio con cuidado de no desbaratar los papeles ni tocar la pluma ni el tintero—. Disculpe —repitió alzando la voz.

El oficial levantó sus ojos redondos y Curl vio como giraban en las órbitas trazando un ocho en el aire.

—¿Y ahora qué pasa? —gruñó—. ¿Quieres darle un beso de despedida a tu novio?

Las manos diminutas de Curl se cerraron y se apretaron en un puño sobre el escritorio.

—He venido para alistarme.

El oficial abrió la boca y ya no la cerró. Un silencio fue propagándose a su alrededor hasta que la sala al completo enmudeció y todos los hombres se volvieron hacia ella.

—Vuelve a casa, jovencita —replicó el oficial haciéndole un gesto despectivo con la mano—. Créeme, ya no necesitamos más putas en el campamento. Te lo aseguro.

Curl no se lo pensó dos veces: agarró el tintero y lo lanzó contra el oficial, y vio cómo rebotaba en su frente al tiempo que iba tomando conciencia de lo que acababa de hacer.

—¡Maldita zorra! —espetó estupefacto el oficial llevándose la mano a la frente.

Curl cogió también el bote donde estaba la pluma y levantó el brazo con la intención de acabar lo que había empezado.

Pero entonces le agarraron la mano por detrás y le arrancaron de ella la pluma.

Curl se dio media vuelta hecha una furia y se topó con la figura imponente de un hombre enfundado en una armadura de piel negra y con el cuello y la cara barbada plagados de cicatrices.

—Eres una chica mala —dijo el hombre—. Has estado a punto de sacarle un ojo.

—Eso pretendía —respondió jadeando Curl.

El hombre se echó a reír e, inmediatamente, el resto de las personas que se encontraban en la oficina también rió entre dientes.

—¿Decías en serio que querías alistarte?

—Esto es la oficina de reclutamiento, ¿no?

El hombre se volvió al oficial sentado al escritorio y luego miró detenidamente a Curl un momento.

—¿Sabes coser heridas?

Curl recordó entonces a su padre, médico, y la herida en la cabeza que había tenido que coserle una vez; y recordó también que su padre le hablaba mientras ella daba puntadas con los dedos temblorosos.

—Lo suficiente —respondió—. También sé algo sobre medicamentos tradicionales caseros… Hierbas y ungüentos.

—Dale tus datos a Hooch. Tal vez puedas ser de alguna utilidad a nuestros médicos. Por cierto, soy el mayor Bolt.

Curl sonrió y abrió la boca para darle las gracias, pero el mayor se le adelantó.

—No, no me des las gracias, muchacha —dijo Bolt levantando una de sus poderosas manos—. Puedes maldecirme si quieres cuando llegue el momento… pero, por favor, no me des las malditas gracias.

Capítulo 16

El Ojos

La gente apenas si recordaba el nombre original con el que había sido bautizado el viejo fuerte de la colina, y todo el mundo lo llamaba el «Ojos», un nombre que hacía referencia a los rostros mugrientos que podían verse a todas horas apretados contra los sólidos barrotes de las ventanas, y cuyas miradas preñadas de desesperación contemplaban un mundo que transcurría ajeno a su confinamiento.

Hacía tiempo que el Ojos había dejado de funcionar como fuerte. Estaba situado en la cima de una colina del distrito Barbecho, y se alzaba como una figura inquietante desde donde se dominaban la muralla oriental y las casas y los talleres de la zona. En el presente se utilizaba únicamente como residencia para los veteranos de guerra, muchas veces tan traumatizados por las experiencias del asedio que se habían convertido en un peligro para sí mismos y para los demás. Sobre todo, los miembros del cuerpo de los Especiales, al menos aquellos que habían luchado en los túneles que se extendían debajo de las murallas.

A veces, habitualmente cuando en la ciudad reinaba una atmósfera de tensión, los internos gritaban a los soldados de la Guardia Roja apostados en la muralla oriental y se mofaban de ellos o les soltaban obscenidades, o interpelaban a los vecinos del distrito, personas comunes preocupadas por sus asuntos y demasiado educadas como para levantar la mirada hacia los locos de la colina.

Esa noche, Bahn no fue capaz de discernir si todos los internos gritaban agolpados en las ventanas, pues el grupo de soldados de la Guardia Roja estaba armando un barullo ensordecedor junto a las puertas de barrotes de hierro de la institución, de modo que no se oía nada más que sus gritos. Se abrió paso entre la muchedumbre y cuando llegó a las puertas descubrió que éstas permanecían cerradas. Al otro lado había un grupo de carceleros vestidos con gruesos mandiles de cuero y armados con porras que respondían a sus gritos con la misma vehemencia.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —espetó Bahn al teniente del pelotón de la Guardia Roja que lo rodeaba.

—¡El director de la institución ha ordenado que se nos impida la entrada! —respondió a voz en grito el oficial, haciendo bocina con una mano en la oreja de Bahn.

—¿Saben a lo que han venido?

—¡Claro que lo saben! Por eso mismo no quiere que entremos.

—Está bien. Diga a sus hombres que se tomen un descanso.

Bahn se volvió hacia los carceleros. El barullo a su alrededor empezó a debilitarse.

—Soy el asesor del general Creed y sus instrucciones son claras. Abran ahora mismo la puerta y échense a un lado.

Bahn advirtió movimiento entre los hombres, y un par de carceleros se apartaron para que un hombre con el pelo cano pasara entre ellos y se plantara enfrente de él.

—Yo soy Plais, el director —aseveró—, y por la autoridad que me ha concedido el consejo, soy el responsable de esta institución. Le repito lo que ya le he dicho a su colega oficial. Entre estos muros no hay un solo hombre en condiciones de luchar. De haberlo, le aseguro que no estaría aquí dentro.

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