Y quedarán las sombras (27 page)

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Authors: Col Buchanan

En el centro del campamento se levantaba el complejo de la matriarca. Entre las estacas de la empalizada se había tendido en espiral un alambre con pinchos. La zanja que se extendía debajo no era visible desde su posición, pero lo más probable era que estuviera llena de abrojos para que se clavaran en las plantas de los pies de los incautos. Ash al menos tenía una mejor vista de la entrada del campamento de la matriarca, que estaba cerrada con una puerta de tablas de madera. Mientras la observaba, vio cómo la abrían hacia un lado para permitir la entrada de un acólito.

Había que tomar una decisión sobre si estaba acometiendo un simple reconocimiento o un intento real de llegar hasta Sasheen. Ya había visto bastante para comprender que sólo había una manera de entrar en el complejo de campaña de la matriarca.

Permaneció tumbado en la hierba fría y apoyó la barbilla sobre las manos. Intentó que la respuesta fluyera en su interior. Tenía una oportunidad delante de los ojos, si bien era arriesgado. Además no había manera de saber, al menos desde su posición, qué protocolo seguían los que los guardias apostados en la entrada con quien pretendía entrar.

«Vamos a averiguarlo», se dijo.

Eligió al centinela que tenía más cerca, una figura solitaria que en ese momento estaba bebiendo de una cantimplora. Estudió la complexión del soldado y le pareció adecuada.

Durante otra media hora, Ash estuvo deslizándose a rastras, oculto en la negritud de la noche, en dirección a la figura. La tarea de mover las extremidades una fracción minúscula cada vez sin hacer ruido resultaba ardua y le exigía una concentración absoluta. Llegó un momento en el que empezó a sentir un dolor abrasador en el pecho por el esfuerzo que le suponía respirar superficialmente.

Cuando lo separaban menos de dos metros del centinela se quedó paralizado al oír una tos cercana que rompía el silencio y que despertó en él las ganas de toser. Su pecho empezó a sufrir convulsiones. Se llevó una mano a la boca y trató de sofocar la necesidad hasta que se le pasó. Vio que el acólito se volvía en su dirección.

Ash apretó el cuerpo contra la hierba y prácticamente contuvo la respiración. Cerró los ojos.

Pasó una eternidad, al menos el tiempo suficiente para que un mosquito se posara sobre su mejilla tiznada. Ash notó su presencia, pero permaneció completamente inmóvil y el insecto desapareció volando sin picarle.

Entreabrió los ojos y vio a través de las pestañas que el acólito miraba ahora hacia otro lado. Ash reanudó su avance. Como un gato al acecho de su presa, levantaba y bajaba los brazos con una lentitud concienzuda, recortando la distancia con su objetivo centímetro a centímetro. Cuando lo tuvo al alcance de la mano, las cuentas de sudor habían proliferado en su piel.

Estaba tumbado a los pies mismos del acólito.

El soldado olfateó el aire y miró en derredor. Advertía el olor a sudor de Ash.

El roshun se levantó como un resorte y hundió los pulgares en el cuello del centinela, que empezó a jadear intentando emitir un sonido y lanzó un zarpazo a la cara de Ash. Éste apretó los dedos sin apartar la mirada del destello blanco de los ojos de su víctima a través de la máscara.

Ash acompañó la caída del cuerpo flácido del soldado, sin relajar la presión que le ejercía en la garganta hasta que estuvo seguro de que estaba muerto.

—¿Cuno? —exclamó una voz desde la penumbra, a su izquierda.

Ash se quedó petrificado, todavía con las manos alrededor del cuello del acólito. El olor del alcohol que se había derramado de la cantimplora del soldado le asaltó la nariz. Tragó aire y forzó un eructo.

—¿Sí? —dijo en la lengua franca, y esperó el inevitable grito de alarma.

—Nada —respondió la voz sin rostro—. Me pareció haber oído algo.

Ash se apresuró. Su víctima era más corpulenta de lo que le había parecido en un principio, y Ash tuvo que reconocer que la armadura y la túnica le iban demasiado grandes.

Entonces comprendió que en realidad era él quien había menguado. Había perdido peso durante el viaje.

Se echó la capa por encima de la armadura con la esperanza de que eso fuera suficiente para disimular la holgura del atuendo en su cuerpo y la forma curva de su espada.

Acto seguido se puso la máscara, que también le cubría el cuero cabelludo como si fuera un yelmo. Sólo una vez miró la cara contraída que había permanecido oculta debajo de ella hasta entonces; era un hombre de mediana edad con la cabeza afeitada y con la parte inferior de los carrillos protuberante en un rostro duro. Ash se inclinó sobre el cadáver y le cerró los ojos.

A esa hora reinaba el silencio en el campamento. La mayoría de los acólitos ya dormían. Si bien se oían risas y música procedentes de la tienda la matriarca, de mayores dimensiones y más iluminada. El campamento se había montado ordenadamente en parcelas cuadradas, y Ash enfiló a trancos como uno más por las sendas que se extendían entre las tiendas y las hogueras que empezaban a perder intensidad, sin prestar atención a los acólitos que se cruzaba o que estaban agachados junto a las llamas.

Según se acercaba al complejo de la matriarca los ruidos ganaban en volumen. Oyó un chillido estridente de placer y luego el tañido de una campaña.

Delante de Ash, un acólito se acercaba a la empalizada acompañado por un explorador con ropa de camuflaje que caminaba renqueante. Ambos se detuvieron frente a la puerta de madera y alambre de la entrada. Ash apretó una pizca el paso y se dirigió a la entrada ensayando mentalmente unas palabras.

Pero entonces el corazón le dio un vuelco. El acólito se había detenido en la entrada y había mostrado el muñón de su dedo meñique amputado a los guardas apostados al otro lado de la puerta de tablas.

Ash maldijo entre dientes y aminoró el paso mientras veía cómo deslizaban la puerta para que el acólito y el explorador entraran.

Si echaba a correr en ese momento podría colarse dentro antes de que volvieran a cerrarla.

¿Y luego qué? ¿Abrirse paso con la espada por una masa compuesta por un centenar de hombres?

Sintió una convulsión en el pecho y sufrió un acceso de tos bajo la máscara. Se detuvo por completo y se dobló en dos. Vio que los guardias de la entrada se volvían para mirarlo mientras deslizaban la puerta.

Ash se puso derecho y se alejó de la entrada consciente de que debía tener un aspecto sospechoso a los ojos de los centinelas. Habría salido corriendo; sin embargo continuó caminando con calma y manteniendo un paso constante, a la espera de que lo abordaran en cualquier momento.

—¡Eh! —espetó una voz masculina.

Ché levantó la mirada cuando oyó que gritaban su nombre.

Era Sasheen, que lo llamaba desde el sofá sobre el que estaba tendida, completamente desnuda, salvo por el yeso grisáceo que le envolvía el brazo roto. Sin embargo, la matriarca ya había devuelto su atención a la muchacha que estaba postrada de rodillas frente a ella en una de las alfombras de pieles y le lamía los voluminosos pechos. La matriarca acariciaba la cabeza afeitada de la joven y le susurraba algo mientras sostenía un pequeño cuenco con sustancias narcóticas debajo de la nariz de la muchacha.

El doctor Klint deambulaba por los márgenes de la tienda con una campanita de la felicidad en una mano y una botella de vino en la otra. Cada vez que oía un grito de placer proferido por una de las figuras que se contorsionaban debajo de sus pies y que iba pisando cuidadosamente, tañía arrebatadamente la campanita sin interrumpir su salmodia de juramentos de devoción. Se detuvo frente a una de las hornacinas que había en la pared de la tienda, donde la cabeza de Lucian permanecía encima de un pedestal. La cabeza le devolvió la mirada pestañeando débilmente y Klint le agitó la campanita en la cara.

—¡Libérate y obtendrás todos tus deseos! —le espetó con una sonrisa de oreja a oreja.

Sasheen se echó a reír incitando al médico a continuar. Esa noche la matriarca estaba eufórica. Todos lo estaban. La I Fuerza Expedicionaria por fin había desembarcado tras el largo viaje, y estaban vivos, y ahora lo celebraban a lo grande.

Un chillido desgarró el aire cargado de humo de la amplísima tienda. En un rincón de la estancia, unos cuantos sacerdotes estaban dando cuenta de una de las esclavas recién capturadas —su primer bocado de Khos—, y uno de ellos soltó un grito mientras se echaba un trapo sobre el hombro y se dejaba caer encima de la mujer.

Ché se frotó los ojos. Estaba sentado en una butaca encajada en una hornacina. Se preguntó cuándo le daría permiso la matriarca para retirase e irse a dormir. Nunca había sido uno de los pasionistas de la orden. Quedaba expuesto de un modo que iba mucho más allá de lo puramente físico y que lo obligaba a bajar la guardia en presencia de sus colegas sacerdotes.

El suelo que se extendía delante de él parecía un mar de cuerpos fundidos. La atmósfera estaba tan cargada de narcóticos que le costaba concentrarse. Escuchaba el rasgueo de voces y de respiraciones y veía brazos y piernas entrelazados embadurnados de aceite, el destello fugaz de las miradas, lenguas de color rosa, dientes, sonrisas y ceños fruncidos, labios articulando palabras, genitales.

«Todo en el nombre de la divinidad de la carne», pensó con acritud.

Todos los que pertenecían al círculo íntimo y el séquito de Sasheen se encontraban allí. Los dos generales, que se miraban como perros de pelea mientras acariciaban a sendas esclavas y compartían frutos secos y vino; el médico de Sasheen, Heelas, chupándosela a uno de sus jóvenes sementales; Alarum, el jefe de los espías, rodeado de admiradores, entre los que se encontraba Sool.

Alrededor de esas figuras centrales había repartidos otros sacerdotes, individuos de menor rango que competían por escalar posiciones y que se encontraban en el último escalafón de la corte de Sasheen. Y en el último lugar dentro de este grupo estaban los asesores y los acoplados. También los mellizos Guan y Swan se hallaban en la tienda de la matriarca, retozando separados por el cuerpo de otra mujer.

Alrededor de todos ellos, la guardia de honor de Sasheen vigilaba con sus guantes con pinchos enfundados, ligeramente relajados y con los brazos cruzados en el pecho y los ojos ocultos tras unas gafas como de vidrios ahumados.

«¿Y quién vigila a los vigilantes?», se preguntó distraídamente Ché, y miró detenidamente a los sacerdotes que estaban sentados como él en las hornacinas de los márgenes de la tienda y que conversaban o contemplaban el espectáculo sin perderse detalle, algunos demasiado mayores, demasiado cansados o aburridos para participar. Tres sacerdotes de la orden Monbarri, los más fanáticos de Mann, estaban sentados en una hornacina enfrente de él. El más corpulento de los tres, que ocupaba la posición central, tenía el rostro plagado de cicatrices y le faltaban los labios; su piel lucía las marcas del ácido en lo que resultaba una declaración de intenciones extrema incluso para un inquisidor monbarri.

El sacerdote estaba observando a Ché desde el otro lado de la tienda.

Ché miró despreocupadamente al hombre sin rostro. Una pareja de cuerpos entrelazados a sus pies seguía acercándose a él, mientras respiraban agitadamente. Una de las cabezas le rozó la bota. Ché posó la suela de su zapato en el cráneo terso y empujó hasta que los cuerpos se alejaron rodando. En ese mismo momento vio de refilón a Swan y descubrió que la muchacha estaba mirándolo desde la distancia.

Ché le dedicó un saludo con la cabeza y ella le respondió con una sonrisa. Ese momento de conexión animó a Ché, que sintió un escalofrío recorriéndole la espalda.

El mombarri seguía observándolo desde el otro lado de la tienda.

Ché decidió que necesitaba despejarse un poco y se puso en pie. Se detuvo un momento para cruzar su mirada con la de Swan con el deseo de que lo siguiera, y luego se dio la vuelta y enfiló con paso firme hacia la entrada. El mombarri no apartaba sus ojos de él.

El diplomático salió de la tienda y aspiró una bocanada de aire limpio. Los centinelas no le prestaron atención; después de todo sólo era otro sacerdote del séquito de Sasheen. Ché miró a su izquierda, donde las llamas de una hoguera trepaban altas en el cielo nocturno. Dos acólitos estaban arrojando al fuego otra caja vacía de vino, una de tantas que los sacerdotes ya habían agotado.

Era de esperar, supuso Ché, que la matriarca y su estado mayor quisieran liberar tensiones tras el éxito de la travesía y de haber salvado tantas naves después de la tormenta de la noche anterior. Al observarles esa noche, mientras se daban aquel festín y se atiborraban de toda clase de delicias, Ché había comprendido que nadie había creído sin reservas en las posibilidades de la empresa hasta que no hubieron pisado tierra firme con el grueso de sus tropas intacto.

Ché se alejó un poco más del jaleo de la tienda. Mientras aguardaba esperanzado a que Swan emergiera del recinto, una suave brisa barría el valle con una muestra del invierno que aún estaba por llegar. Deberían darse prisa si querían apoderarse de Bar-Khos antes de que cayeran las primeras nieves.

Un acólito apareció por la entrada de la empalizada escoltando a un explorador, un purdah exhausto de mediana edad, cubierto de barro y que cojeaba. No se veía su perro lobo por ningún lado. Ché entrecerró los ojos. Otro acólito había enfilado resueltamente detrás del mensajero y del explorador hacia la entrada de la empalizada, y se había detenido de repente para doblarse en dos abatido por un ataque de tos cuando los centinelas habían empezado a deslizar la puerta de tablas. Luego, una vez recuperado, había reemprendido la marcha en una dirección completamente diferente.

«Qué raro», pensó Ché.

—¡Eh! —espetó el diplomático hacia los guardias de la puerta, que se volvieron para ver quién estaba gritándoles.

Otro chillido desgarró la noche y recordó a Ché el sonido de un grito procedente de un calentador de agua con agua hirviendo y el pitido que lo había sepultado.

Los ojos de Ché siguieron al acólito que se alejaba.

—No pasa nada —dijo a los guardias.

Se volvió hacia la puerta de la tienda. Swan no había salido para reunirse con él. De modo que echó a andar solo en dirección a su tienda.

Capítulo 19

Antiguos deseos

Ash se despertó por los golpecitos que le propinaba una bota con la punta de hierro en las costillas.

Abrió los ojos, empañados por las escasas horas de sueño que había podido arañar a la noche, y sintió un cuerpo caliente apretado contra el suyo.

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