Y quedarán las sombras (28 page)

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Authors: Col Buchanan

Se levantó la manta de la cara y se quedó mirando atónito el rostro ceñudo de un soldado imperial.

—En pie, abuelo.

Ash gruñó y volvió a esconder la cabeza debajo de la manta. La bota le dio unas pataditas más fuertes.

Ash refunfuñó y se levantó con la espada en la mano.

—¿Qué pasa? —espetó, ganando un segundo precioso para evaluar la situación.

Tres soldados lo rodeaban. Otros miembros del ejército imperial estaban despertando a la gente repartida por las dunas para interrogarlos. Ash se relajó una pizca. No sabían a quién estaban buscando, o al menos desconocían su aspecto.

Aun así, el trío de soldados que estaban con él habían advertido la confianza con la que sujetaba la espada y habían apoyado la mano sobre el pomo de su acero.

—¡Capitán Sanson! —gritó el hombre con la simpática bota con la punta de hierro.

Otro soldado enfiló hacia ellos, miró de arriba abajo al anciano extranjero de tierras remotas y entrecerró los ojos.

—¿Te gusta pasear de noche, abuelo?

—¿Es una invitación?

El capitán tensó los músculos. Ash vio por el rabillo del ojo que otros soldados se llevaban a rastras a un hombre que debían de considerar sospechoso.

—Está conmigo —dijo una voz a su espalda.

Los soldados bajaron simultáneamente la mirada y vieron aparecer a la señora Cheer de debajo de la manta y limpiarse la arena de las caderas mientras se levantaba embutida en su pesado camisón.

El capitán Sanson lanzó una mirada gélida a la mujer.

—¿En calidad de qué, señora?

—Es mi guardaespaldas —respondió, rodeando el brazo de Ash con el suyo—. ¿Qué había imaginado ya?

—¿Cuándo lo contrató?

La señora Cheer se volvió fugazmente al roshun.

—Hace dos años. No sé por qué le puede interesar eso. ¿Qué significa todo esto, por cierto?

El capitán Sanson desvió su atención de la señora Cheer un momento y lanzó otra mirada escrutadora a Ash antes de volverse hacia las tiendas donde las chicas seguían durmiendo.

—Le pido disculpas —dijo dirigiéndose de nuevo a la señora Cheer e inclinando la cabeza—. Es posible que anoche hubiera exploradores enemigos por la zona. Estamos realizando una batida de seguridad por la playa. Eso es todo.

Se alejó a trancos e hizo un gesto fugaz con la mano para que el trío de soldados lo siguiera.

—Gracias —dijo Ash cuando ya no podían oírle.

La señora Cheer empezó a temblar con la fría brisa matinal y se soltó del brazo del roshun.

—Pago mis deudas, eso es todo. ¿Hay algo que quiera contarme, Ash?

—Ya ha oído lo que ha dicho el capitán: exploradores enemigos.

La señora Cheer desvió la mirada un instante y luego clavó sus ojos en los de Ash.

—Sé que estuvo fuera casi toda la noche, antes de que yo viniera y me metiera debajo de su manta.

Ash apretó los labios y bajó la mirada a la arena que le rodeaba.

La noche anterior, cuando por fin había regresado de su chapucera misión, se había desplomado por el agotamiento junto a las cenizas de la hoguera del pequeño campamento de la señora Cheer y las chicas. Un rato después se había despertado ligeramente, confundido y todavía medio en sueños, y había descubierto que tenía una manta encima y el cuerpo blando de la señora Cheer apretado contra el suyo.

—Si así es como quiere que se hagan las cosas… —dijo la señora Cheer en un tono cortante. Su cólera era evidente. Se alejó unos pasos antes de volverse a Ash—. Me da igual que estuviera robando o haciendo cualquier cosa peor anoche. Pero no puedo tener un guardaespaldas que no está donde debe estar cuando se le necesita. Ni tampoco un embustero cuyos secretos desconozco. Ya he saldado mi deuda con usted. Sírvase comida caliente cuando se levanten las chicas y después le pagaré lo que le debo. Da igual la simpatía que le tenga, Ash, si es que ése es su verdadero nombre, creo que lo mejor será que se marche después de desayunar.

Ash se dio cuenta de que había perdido su confianza. La señora Cheer era una mujer que tenía muy en cuenta las viejas traiciones.

El anciano roshun repasó mentalmente las primeras horas de la mañana; los largos besos que se habían dado bajo la manta, las nubes en el firmamento, su tierna y lenta pasión. Había sido la primera mujer con la que Ash se había acostado en varios años, y le había servido para darse cuenta de lo mucho que lo echaba de menos; las relaciones íntimas, el librarse por un rato de su soledad.

Consciente de que ella no cambiaría de opinión, inclinó la cabeza.

—Usted y las chicas… ¿estarán seguras?

—No tengo ninguna duda de que encontraremos otra espada hambrienta a la que contratar en esta playa en el culo del mundo. Estaremos bien.

Ash inclinó de nuevo la cabeza y le plantó por sorpresa un beso apasionado en la boca. El contacto con el labio con la cicatriz resultaba extraño, pero vibraba pegado a los suyos.

—Buena suerte, extraño anciano de Hoshu —se despidió la señora Cheer alejándose de Ash.

Ché regresó de la letrina con la sensación de que no había descansado lo suficiente después de la velada de la noche anterior, que se había prolongado hasta la madrugada. Sin embargo, agradeció no tener resaca como muchos de los hombres y mujeres con los ojos inyectados en sangre y los rostros lívidos con los que se cruzaba en el campamento.

El día había amanecido ventoso, y el viento en la cara le producía una sensación refrescante y revitalizadora. En la cabeza notaba el roce de la capucha de la túnica con el cabello incipiente. Ché había decidido no afeitarse la cabeza mientras estuviera en Khos con vistas a la misión que pudieran encomendarle, por si lo obligara a mezclarse con la población autóctona. La sensación de volver a tener pelo le resultaba agradable.

Alarum, el jefe de los espías, estaba atando un saco de dormir a la silla de montar de un zel en la explanada despejada que se extendía delante de la tienda de la matriarca.

—¿Sale a dar un paseo? —preguntó Ché cuando se detuvo junto al jefe de los espías.

Esa mañana Alarum tenía el aspecto de un vulgar bandido local. Iba vestido con ropas sencillas de civil: unos pantalones de montar con adornos de piel, una chaqueta de lana verde y un pañuelo atado que le cubría la cabeza afeitada. Se había quitado los ornamentos faciales y los había sustituido por una anilla de oro en la oreja derecha. Dos largas cuchillas curvas sobresalían de su ancho cinturón de piel.

El sacerdote se volvió a Ché con un pie en el estribo. Dio unos saltitos para tomar impulso, pasó la otra pierna por encima de la silla y se puso derecho mientras el zel resoplaba y daba un paso atrás.

—Sacerdote Ché —dijo, tirando de las riendas con sus manos enguantadas. A su espalda tenía atada otra pareja de zels cargados con equipo y suministros—. En efecto, un poco de trabajo de campo —dijo respirando con un poco de dificultad, algo alterado por la emoción.

—¿Solo?

—Créame, lo prefiero así. Es mucho más seguro.

El zel se tranquilizó y Alarum posó las manos sobre la perilla de la silla y miró largamente a Ché con una extraña expresión escrutadora.

—Dígame, Ché, ¿su madre le ha hablado alguna vez de mí, por casualidad?

—Me ha hablado de muchos hombres. Ya he perdido la cuenta.

Alarum reflexionó un segundo.

—Es sólo que… yo conocí a su madre hace mucho tiempo, antes de que usted naciera.

—¿Sí?

—Sí. Y es una buena mujer. En una ocasión me ayudó cuando estaba en apuros. La próxima vez que la vea dígale que pregunté por ella con cariño.

Ché asintió sin realizar comentario alguno. Le incomodaba aquella conversación sobre su madre, y como le ocurría siempre que se sentía incómodo su mano empezó a rascar inconscientemente uno de sus sarpullidos.

—Ese problema dermatológico que tiene —dijo Alarum—. Debería venir a verme cuando regrese. Tengo uno ungüentos que podrían serle de ayuda.

—Se lo agradezco, pero yo también tengo alguno. —Soltó una palmada en la ijada del zel y retrocedió—. Le deseo buen viaje.

Alarum levantó una mano y espoleó el zel hasta ponerlo al trote, seguido por el resto de las monturas que llevaba atadas con una cuerda. Ché se quedó unos instantes mirándolo mientras se alejaba y después se volvió de nuevo con el viento golpeándole la cara.

De vuelta en su minúscula tienda, Ché devolvió el manojo de hojas de raf que llevaba en la mano a la mochila abierta que estaba en el suelo, y luego miró el catre de campaña pegado a una pared, y el taburete, y la sencilla palangana.

Permaneció de pie sin hacer nada un momento. Había algo que lo perturbaba.

Recorrió la tienda con la mirada y escrutó uno a uno los elementos que se hallaban en ella hasta que sus ojos se detuvieron en su copia de
El libro de las mentiras
. No estaba en el mismo lugar sobre la cama en el que la había dejado; se encontraba casi en el mismo sitio, pero no exactamente, tal vez uno o dos centímetros más allá.

Ché abrió el volumen forrado de piel y lo ojeó rápidamente. Un trozo de papel cayó de él y aterrizó a sus pies.

El diplomático echó una ojeada por encima del hombro antes de agacharse para recogerlo.

«SABES DEMASIADO, AMIGO.»

No reconoció la letra y el mensaje no iba firmado. Ché hizo una bola con la nota y se asomó fuera. Luego regresó a su catre, se sentó con el trozo de papel aplastado en el puño y se puso a pensar.

Al cabo se metió la nota en la boca y empezó a masticar.

Esa mañana la I Fuerza Expedicionaria partió hacia la guerra.

Atrás dejaba un contingente de soldados, comerciantes y esclavos porteadores que permaneció en las sucias arenas de la cabeza de playa con la tarea de desembarcar y transportar el resto de los suministros hasta el ejército. Luego la flota zarparía con destino a Lagos, un enclave mucho más seguro. Sin las escuadras adecuadas de buques de guerra era demasiado peligroso permanecer allí, y los puertos naturales más cercanos en el sur eran una opción demasiado arriesgada mientras los convoyes mercianos siguieran realizando las travesías de ida y vuelta entre Zanzahar y las islas que resultaban vitales para su supervivencia. Al menos el ejército contaba con algo de apoyo aéreo, ya que tres pájaros de guerra imperiales habían conseguido reunirse con ellos. El resto seguía desaparecido.

Para la mayor parte de los integrantes de la fuerza expedicionaria desmantelar los campamentos fue lento, y les llevó casi toda la mañana conseguir que todo el mundo, incluidos los civiles que acompañaban al ejército, se pusiera por fin en marcha. Los animales de tiro debían ser enganchados a los carros y había que convencerlos para que avanzaran por un terreno sin caminos. Además, también había que guiar el ganado y las manadas de zels por el vasto suelo del valle.

En la vanguardia, la caballería ligera recorría los campos buscando contingentes enemigos y objetivos civiles que quemar y saquear. La tarea era sencilla, ya que las tierras altas del este de Khos apenas si estaban habitadas y sus defensas eran pobres; además, la mayoría de la gente que vivía en ellas se había escondido en los refugios rocosos de la región. Tierra adentro, los exploradores de élite purdah deambulaban acompañados de sus enormes perros lobo y empleaban sus técnicas habituales de ocultación para evitar ser detectados. Los purdah estaban explorando la ruta que debería seguir el ejército a través de las tierras altas para llegar a la Caída y al río Canela, y después seguir hasta la Cuenca.

Desde el cuerpo principal de la fuerza expedicionaria las compañías de refriegas se desplegaron por los flancos para formar un escudo que protegiera a las tropas que avanzaban lentamente en columnas. La infantería ligera, la pedrasa, marchaba en la vanguardia de la procesión; se trataba de un cuerpo internacional formado por soldados procedentes de todos los rincones del imperio, que destacaban por sus capas brillantes y sus armaduras de piel. Además llevaban los escudos y los yelmos terciados a la espalda mientras iban abriendo camino apisonando las hierbas y el brezo que crecían libremente. Detrás de ellos marchaban los predoré, la infantería pesada, el núcleo del ejército, la mayoría de cuyos integrantes exhibía los rostros blanquecinos de los oriundos de Q’os y del istmo de Lans. Ellos llevaban los carros cargados con picas envueltas en fundas de lona tratadas con grasa. A continuación iban los acólitos, salmodiando en voz baja mientras caminaban; sus millares de voces añadían un curioso componente armónico a las pisadas de tantos miles de pies, marcando un ritmo acompasado con el balanceo del palanquín que transportaba a la matriarca en el centro de la formación.

En la cola de la columna, bajo el barro pisoteado, el tren de suministros formado por los carros y los civiles se extendía bulliciosa y caóticamente: herreros con forjas portátiles, cazadores de las tierras interiores con el pelo alborotado, pastores con sus rebaños, rancheros, pistoleros a lomos de sus veloces ponis de zel, mercaderes cárnicos y carniceros, comerciantes de esclavos y esclavos porteadores, bordadores, carpinteros, comerciantes a la búsqueda de oportunidades, compañías privadas de militares, curanderos, cirujanos, carroñeros profesionales, poetas, prostitutas, astrólogos, historiadores… todo cuanto pudiera imaginarse que seguiría a un ejército imperial que se proponía una conquista.

De modo que cuando la inercia lenta y pesada de una fuerza tan poderosa se puso en funcionamiento, se mantuvo tenazmente en marcha durante los siguientes tres días, y el ejército se adentró en las escarpadas tierras del este de Khos siguiendo los rastros que los purdah les iban dejando.

La fuerza expedicionaria acampaba en los parajes elegidos por los exploradores al empezar el día. Los soldados montaban las tiendas y encendían hogueras con la leña que encontraban. Los acólitos levantaban las tiendas de mayores dimensiones del campamento de la matriarca y después las cercaban con las estacas de la empalizada que transportaban en pesados carros. Los civiles se las arreglaban con lo que tenían o encontraban.

En las tierras altas la temperatura bajaba drásticamente durante la noche, y Ash se acurrucaba debajo de la capa privado del lujo de una hoguera, pues la poca leña que se hallaba en los estériles bosques de pino amarillo solía ser recogida a primera hora para satisfacer las necesidades del ejército. Para conseguir comida, el roshun utilizaba las monedas que le había dado la señora Cheer como paga —una suma más que generosa por el trabajo que había realizado para ella—, y adquiría todo lo que necesitaba de los vendedores de comida que acompañaban al ejército. Los precios eran exorbitados, por supuesto, y Ash no tardó en recurrir al monedero que llevaba colgado por dentro de los leotardos de piel.

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