Y quedarán las sombras (31 page)

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Authors: Col Buchanan

El joven Coop salió disparado y trastabillado una vez más para vomitar.

—¡Vaya desperdicio de buen vino! —gritó Milos a su espalda.

Aquellos sanitarios de las Operaciones Especiales con los que Curl había ido a parar formaban una pandilla extraña. La mayoría de ellos se había pintado símbolos y palabras en sus atuendos negros de piel: el símbolo daoista de la unidad, o citas procedente de toda clase de fuentes, algunas incluso mannianas. Algunos llevaban el pelo largo y otros corto, y todos exhibían cicatrices en el rostro. Eran de sangre caliente y hacían gala de un humor impredecible. Habituados a trabajar en los sistemas de túneles bajo las murallas del Escudo, componían un grupo de individuos alocado e inquieto, y Curl enseguida había congeniado con ellos.

Kris estaba preparando otra ronda de bebidas, haciendo alarde de su inventiva a la hora de crear brebajes.

—¿Un poco más, señora?

—Gracias —dijo Curl, que aceptó la jarra y le dio un buen trago.

El vino era fuerte, aun así Curl fue capaz de apreciar la presencia de semilla de san, una droga líquida que se empleaba habitualmente como analgésico con los heridos.

—¡Si hubiera sabido que podía conseguir esta mercancía gratis me habría alistado mucho antes! —exclamó Curl.

—Por eso mismo se alistó el viejo Jonsol —dijo bromando Milos—. ¿No es cierto, Jonsol?

El canoso Jonsol miraba con lascivia a Curl desde el otro lado de la mesa. No obstante, Jonsol miraba con lascivia a todas las mujeres que se le ponían a tiro, y el gesto ceñudo de Curl era de guasa. Jonsol se inclinó hacia atrás y aulló hacia el techo de lona como un perro abandonado.

Curl había tenido suerte desde el primer momento gracias a que le precedía la historia sobre su arrebato en la oficina de reclutamiento. El cuerpo sanitario de los Especiales había supuesto que se trataba de una zorra con malas pulgas con la que más valía no meterse, y ella no había encontrado ningún motivo para sacarlos de su error.

—Voy —dijo voz en grito Jonsol, y arrojó un par de monedas de cobre.

Sólo quedaban él y Curl jugando esa mano, y la última carta yacía boca arriba en la mesa. Un Rey Supremo.

Curl desplegó boca arriba sobre la mesa las tres cartas que tenía en la mano, y otra oleada de risas estalló cuando los jugadores descubrieron que había vuelto a ganar. Curl agradeció sus muestras de admiración y sus abucheos mientras arrastraba hacia sí el montoncito de monedas.

—Eres idiota, Jonsol. Has vuelto a caer.

—Será todo lo cría que queráis, pero sabe jugar. Eso es indudable.

Era cierto. Curl sabía jugar decentemente a las cartas. Si bien esa noche en realidad estaba haciendo trampas por puro placer. Cada vez que le tocaba repartir las cartas utilizaba uno de los innumerables trucos para barajar que su ex novio le había enseñado para arreglar la baraja de un modo que le fuera favorable. Y estaba saliéndole bien. De hecho sólo uno de los presentes parecía haberse percatado de ello, Kris, y ella simplemente observaba la partida con la expresión divertida en los ojos de quien ha descubierto algo que los demás ignoran.

Todos levantaron la mirada cuando la puerta de la tienda se abrió y Koolas, el corresponsal de guerra, entró.

—¿Os importa si me uno a la fiesta? —resopló.

Un abucheo general exageradamente estridente estalló en la tienda.

—Esta noche deben de estar jugándose un centenar de partidas de rash por todo el campamento —dijo alegremente Milos—, y tú tienes que venir a la nuestra.

—Bueno, verás —respondió Koolas mientras buscaba una silla libre alrededor de la mesa—, eso es porque los médicos tenéis las mejores drogas.

Las burlas y las rechiflas envolvieron al corresponsal. Kris le obsequió con una reverencia y se puso a prepararle un cóctel de vino y de semilla de san. Andolson cambió de canción, improvisando la letra a medida que cantaba con voz suave la historia de un gordo corresponsal de guerra que estaba tan enamorado de la batalla que cabalgaba hasta ella sólo para contemplarla.

—Además —añadió Koolas—, estoy pensando en escribir una historia basada en vosotros, el personal sanitario. Los héroes anónimos que se pasean solos por el campo de exterminio buscando personas a las que salvar, o a las que robarles las joyas si ya no tienen salvación.

—¡Más bien chalados anónimos! —gritó Milos en medio del abucheo general.

—Bueno, como sea. Si las imprentas me pidieran la verdad escribiría sobre ello —dijo—. Gracias —añadió cuando Kris le plantó delante la jarra.

Koolas estaba recibiendo una nueva lluvia de rechiflas cuando el mayor Bolt apareció en la tienda.

—Sí que somos populares esta noche —masculló Milos cuando se hizo el silencio dentro de la tienda.

Kris escondió el frasco de semilla de san detrás de la espalda.

—Relájense —dijo Bolt—. Sólo he venido a ver cómo estaban. A preguntarles si necesitan algo.

—Estamos bien, mayor. Estamos bien —respondió lánguidamente Andolson con el jitar en las manos.

Bolt recorrió con la mirada uno a uno los rostros de todos, y sus ojos se detuvieron un momento en Kris, que escondía las manos en la espalda.

—En ese caso continúen.

Cuando dio media vuelta para marcharse, miró de soslayó a Curl y le hizo una indicación sacudiendo la cabeza.

La muchacha hizo oídos sordos a los comentarios que brotaron a su alrededor y siguió al mayor fuera de la tienda.

En el exterior hacía frío, y Curl experimentó un extraño momento de transición. De repente había regresado al campamento militar, y el recuerdo de lo que estaban haciendo allí y la conciencia de lo que aún les aguardaba fueron ganando presencia gradualmente en su interior. En algún lugar allí fuera estaba el ejército imperial.

Un escalofrío le recorrió la espalda y se le puso la carne de gallina. Se apretó un brazo contra el pecho.

—¿Cómo estás? —preguntó Bolt—. Parece que has encajado bastante bien.

—Son buena gente —respondió Curl, levantando fugazmente la mirada hacia el mayor.

Siempre se sentía nerviosa en compañía de aquel hombre, pues nunca alcanzaba a discernir lo que estaba pasándole por la cabeza.

—Ten —dijo Bolt ofreciéndole algo.

Curl bajó la mirada y vio en su mano tendida un puñado de hojas de graf envueltas.

—Me he fijado en tus marcas —dijo mirando su nariz, que estaba mucho menos enrojecida desde que habían dejado la ciudad y su suministrador de escoria había huido—. Sólo es un poco de muscado, pero te ayudará a calmarte.

—Estoy bien —repuso Curl—. De verdad.

—Cógelo —insistió Bolt, y Curl obedeció y deslizó las hojas dobladas a un bolsillo—. Agradecerás tenerlo cuando entremos en acción, y estamos empezando a quedarnos escasos de esos frascos de semilla de san.

Curl lo miró a los ojos grises.

—Gracias.

Bolt se la quedó mirando fijamente.

—Será mejor que vuelva —dijo la muchacha.

El mayor Bolt no asintió inmediatamente. Tenía una expresión inescrutable en el rostro. Al cabo, sin añadir más, dio media vuelta y se alejó a trancos.

Se reunieron de la tienda de mando, cuyo interior se mantenía caliente gracias a una estufa negra de hierro instalada en un rincón y de la que partía un conducto de ventilación que desaparecía en el techo. En el centro de la tienda había una sencilla mesa cuadrada atestada de mapas desplegados y anotaciones sobre la marcha del contingente. Bahn los retiró apresuradamente para que el emisario manniano no tuviera la oportunidad de verlos. Creed, por su parte, liberó al pie de su peso sentándose es su silla de mimbre. Halahan se sentó en el borde de la mesa y su pierna ortopédica crujió. Era evidente que el coronel nathalés estaba haciendo un esfuerzo para contener su ira.

Momentos después se permitió la entrada del embajador manninano. Los guardias lo habían desnudado antes de examinar los orificios de su cuerpo. El manniano no se había afeitado desde hacía varios días, y ocultó su desnudez envolviéndose en una capa roja que le dejaron y con la que adquirió un aspecto de mendigo harapiento. Sin embargo, eso sólo era una apariencia, pues en todo momento mantuvo una actitud de confianza en sí mismo; apenas si parecía preocupado por hallarse en el corazón del campamento enemigo.

—Al parecer, nuestros espías estaban en lo correcto —dijo con un acento marcadamente q’osiano—. Aunque me cuesta creerlo. Aquí no deben de tener ni diez mil hombres.

Creed se llevó la mano a la barbilla y desvió fugazmente la mirada hacia Halahan.

—Exponga el motivo de su visita, embajador —dijo Halahan en un tono abiertamente hostil, quitándose el sombrero de la cabeza y dejándolo sobre la mesa.

—Por favor, llámenme Alarum. —Y, dirigiéndose a Creed, preguntó—: ¿Les importa si me siento?

El general alzó una mano para darle su consentimiento.

El manniano se sentó en una silla y dejó escapar un largo suspiro de cansancio.

—La cabalgada ha sido dura. Tal vez podríamos compartir un poco de comida y de vino mientras hablamos, ¿no les parece?

La silla de Creed crujió estridentemente cuando el general se incorporó.

—¿A qué ha venido, fanático?

Alarum inclinó la cabeza y escudriñó al general con sus ojos oscuros.

—Me envía la Santa Matriarca para ofrecerle un acuerdo.

—¿Quiere rendirse?

Una sonrisa fugaz asomó a los labios del manniano.

—Todavía están a tiempo, lo saben, ¿no? Incluso ahora, después de todos estos años, podemos resolver nuestras diferencias de otro modo.

—Ya —espetó Halahan—. Pueden recoger sus ejércitos y volver a casa.

—Vamos… —repuso el hombre—. Ustedes saben tan bien como yo que eso supondría un conflicto de reputaciones. No podemos retirarnos sin más. Lo que sí podemos hacer es lo siguiente: ofrecerles las vidas de sus compatriotas a cambio de que nos entreguen Khos y acepten convertirse en un estado dependiente de Mann.

—¿Cómo? ¿Abrirles las puertas como Serat, para que puedan diezmar a la población con sus purgas y esclavizar al resto? —Halahan estaba hecho una furia, y Bahn veía como iba poniéndose cada vez más rojo—. ¿Ha hecho todo este viaje para esto?

—Si no aceptan mataremos hasta el último hombre, mujer y niño de Bar-Khos. Y es una promesa que no les hago a la ligera.

Halahan se puso en pie con los puños apretados, y Creed levantó la mano para tratar de apaciguarlo sin apartar la mirada de los ojos del embajador.

—Todavía tienen que vencernos —le recordó en un tono comedido.

—He dejado atrás cuarenta mil soldados, general.

—Sí. Y esos hombres están lejos de casa. Su flota se ha marchado. Sus suministros se limitan a lo que han traído consigo y a lo que obtengan de los saqueos. Si no se dan prisa llegará el invierno y quedarán atrapados sin los alimentos necesarios ni el refugio adecuado. Yo no aseguraría que gozan de una posición ventajosa, embajador. De lo contrario, ahora no estaría usted aquí.

Alarum respondió levantándose lentamente de la silla con la capa colgándole holgada sobre el cuerpo. Lanzó una mirada a Halahan cuando el coronel dio un paso hacia él. Bahn notó cómo repentinamente aumentaba la tensión en la atmósfera de la tienda y cerró inconscientemente el puño alrededor del pomo de su espada.

—Si me permiten —dijo Alarum con una sonrisa afable y prudente en los labios—, la Santa Matriarca me ha hecho traerles un obsequio por si acaso fallaba el sentido común.

Creed hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y uno de los guardias de la entrada entró portando en las manos un objeto que entregó a Bahn, la persona que se hallaba más cercana a él.

Bahn examinó la daga enfundada que tenía entre las manos. Era una hoja curva no más larga que su dedo pulgar; la funda estaba profusamente decorada con oro y diamantes y contaba con un cordón que permitía colgársela del cuello.

—¿Qué es? —preguntó el asesor del general, y levantó la mirada del objeto justo cuando Halahan asestaba un puñetazo brutal en la cara al embajador, que se desplomó de espaldas encima de la silla, y la emprendía a patadas con su cabeza mientras el manniano intentaba levantarse.

—¿Con qué derecho? ¿Con qué derecho exigís a los demás que se postren ante vosotros si no quieren morir?

—¡Coronel! —bramó Creed—. ¡Halahan!

El coronel retrocedió al fin, jadeando. Nada en el mundo habría podido arrancarle la mirada de Alarum mientras éste se levantaba vacilante y con el labio ensangrentado.

El emisario se subió la túnica para cubrir su repentina desnudez y lanzó una mirada fulminante a Halahan mientras se frotaba la boca con un pliegue de la túnica

—¿Con qué derecho? Con el derecho que nos otorga la ley natural. ¿Con cuál, si no? ¿Es que tengo que explicárselo como si fueran una panda de niños? ¿Cuál es la naturaleza del hombre, si no ejercer el poder siempre que tenga ocasión? Los fuertes hacen lo que les place. Los débiles deben aguantar lo que les toque aguantar. No nos culpen a los seguidores de Mann de que la vida sea así. Culpen a su Madre Mundo. Culpen a su Dao.

Creed apoyó las manos a ambos lados de su silla y se levantó lentamente para encararse con el embajador.

—En los Puertos Libres tenemos una máxima, embajador. Una máxima que dice que el poder siempre debe fluir hacia fuera, sobre todo en el caso de aquellos que más lo ostentan. La idea proviene de Zeziké. Supongo que los mannianos no leen demasiado a nuestro célebre filósofo, ¿me equivoco?

Alarum se limitó a ladear la cabeza sin abrir la boca.

—Seré sincero con usted. Yo no siempre estoy de acuerdo con él, pero hizo algunas apreciaciones interesantes, especialmente en aquellos puntos que coincide con la filosofía de los mannianos. Si la memoria no me falla, Zeziké afirmó que el comportamiento humano es resultado tanto del entorno como de la sangre que corre por las venas del individuo. Y ese entorno a su vez es el resultado de nuestra decisión sobre cómo queremos ser. Y eso es tan cierto como que la Tierra y el cielo giran.

Creed se inclinó hacia delante con los ojos clavados en el rostro del embajador.

—¿Será que no le gusta la idea? Los seguidores de Mann quieren modelar el mundo a su imagen y semejanza. ¿Por qué? Yo le responderé. Porque conocen esa verdad tan bien como lo hizo Zeziké. Saben que para gobernar de una manera absoluta deben controlar esas elecciones de las vidas de la gente que permiten modelar a cada uno el entorno a su gusto. ¿No es cierto?

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