Y quedarán las sombras (35 page)

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Authors: Col Buchanan

El coronel observó el fantasmagórico brillo azul del guante de la vigía en la penumbra. El guante estaba impregnado de una tintura que se extraía de las hierbas del lago del lago Hirviente. A cada indicación de la vigía le seguía una respuesta en forma de descarga de los propulsores o un crujido de cabos que indicaba que se estaba ajustando la posición de una de las espadillas.

Halahan palmeó al sargento en la espalda y continuó su camino por entre la masa que formaban sus hombres. Ninguno de los tripulantes apostados en la proa lo saludó cuando se detuvo junto a ellos. Ambos estaban mirando por encima de la barandilla con una concentración máxima. Apestaban a sudor, pero eso les ocurriría a todos a bordo, incluido el propio Halahan. Pero peor eran las ventosidades que escapaban de sus intestinos descompuestos.

«Nos descubrirán por el olfato antes de vernos», pensó irónicamente el coronel.

Las luces del campamento imperial brillaban cada vez con más intensidad delante del skud. Hasta los oídos de Halahan llegaron unos gritos que expresaban sorpresa o pánico. Un estrépito sordo anunció la carga de la caballería khosiana.

El skud fue perdiendo altura rápidamente a medida que se aproximaba a las posiciones enemigas y ganando velocidad en el descenso. Halahan se dio la vuelta y miró hacia el lado opuesto adonde se encontraban sus hombres en la cubierta. Más allá de la popa de la nave divisó el solitario fogonazo de luz en el cielo nocturno de uno de los otros skuds, que estaba realizando una maniobra para mantenerse en la trayectoria de su estela. Siete pelotones de Chaquetas Grises en total, diez hombres en cada uno de ellos. Halahan esperaba que fuera suficiente para apoderarse de la cresta y mantener la posición.

El pilotó dejó escapar brevemente otra llamarada de los propulsores, pero entonces la vigía levantó la mano y la cerró en un puño.

El piloto apagó los propulsores y descendieron en silencio.

Ya sobrevolaban los límites del campamento. Halahan distinguió a su izquierda la carretera cubierta por la nieve pisoteada y las posadas para los viajeros y las casas de campo alrededor de ella, con todas las ventanas iluminadas, además de los incontables destellos del campamento a lo largo y a lo ancho del valle. En el campo se vislumbraba el revoloteo de unas sombras: los Especiales, corriendo hacia las líneas enemigas en sus característicos pelotones de cuatro unidades.

Una nube descubrió la luna, que de nuevo alumbró la superficie del valle. Las riostras chirriaban mientras el artillero inspeccionaba el cielo encima de la aeronave, buscando pájaros de guerra mannianos. El hielo crujía al tensarse los cabos. La brisa escoraba ligeramente la nave durante su descenso, y el piloto entornó los ojos tratando de atisbar el guante luminoso de la vigía, pero ésta no lo movía y continuaba con el puño firme.

Ahí estaba. La cresta de una loma que se extendía por el flanco sur del campamento imperial, con las laderas moteadas por árboles dispersos y escuálidos. El skud se aproximaba siguiendo una trayectoria oblicua que los conducía hacia el punto más occidental de la loma, donde se elevaba como un escabroso risco desarbolado. En el suelo, directamente debajo de la nave, había movimiento de tropas. Los mannianos estaban levantándose y haciendo acopio de armas, aunque parecía que tenían los cinco sentidos depositados en los ataques que estaba sufriendo el campamento principal.

El skud proseguía su descenso. La copa de un árbol rozó la parte inferior del casco. Halahan se asomó por un costado de la nave relamiéndose ante la perspectiva de lo que lo aguardaba abajo.

«Un minuto», anunció con sus indicaciones la vigía.

Los Chaquetas Grises de Halahan se agolparon en las barandillas, junto a las escaleras de cuerda todavía recogidas. El morro de la nave se niveló y el skud empezó a aminorar la velocidad. No obstante, la brisa continuaba escorando la aeronave. Halahan atisbó varios rostros vueltos hacia él, pero sus gritos se perdían en el fragor de la confusión. El skud se deslizó por encima del arroyo helado y entonces la nieve que cubría el suelo se quebró en montones irregulares, y placas blanquecinas de hielo quedaron al descubierto entre las frondas de la vegetación de la ciénaga que se extendía hasta la base del risco. No había nadie en los alrededores.

Se produjo un destello en lo alto del risco: un disparo pasó rozando el casco del skud seguido inmediatamente por otro.

La vigía se volvió a los hombres de la cubierta con los ojos ocultos tras los búhos e hizo un gesto con el dedo pulgar hacia abajo.

Todos a una, los Chaquetas Grises arrojaron las escaleras de cuerda por la borda de la nave y emprendieron el desembarco. El sargento Jay fue el primero en pisar tierra firme. Halahan se compuso el sombrero y bajó detrás de él. La cuerda se balanceaba debajo de sus botas.

El coronel aterrizó sobre una delgada placa de hielo que se rompió bajo su peso, y los pies se le hundieron en el agua hasta los tobillos.

«Genial —dijo para sus adentros—. Ahora tendré los pies mojados toda la noche.»

Con las lunas ocultas detrás de la elevación del terreno, allí la oscuridad era más acentuada. Halahan oía a su alrededor el ruido de los disparos impactando contra el agua. Se agachó entre las frondas mientras sus hombres se desplegaban en una línea de escaramuza y empezaban a responder al fuego enemigo.

El skud se elevó bruscamente liberado del peso de la carga, y un par de hombres de los Chaquetas Grises tuvo que saltar al suelo desde el extremo de las escaleras. Una segunda aeronave llegaba en ese momento, y otra partida de los Chaquetas Grises desembarcó por las escaleras de cuerda. Halahan divisó el tercer skud sobrevolando el arroyo. Desde la cima del risco, los tiradores estaban disparando a los skuds, y uno de los disparos trazó una estela fulgurante, como el destello que aún ve el ojo después de que una luz intensa se apague.

—¡Tiradores! —bramó el sargento Jay sujetándose el yelmo con una mano—. ¡Esperaba que sólo nos encontráramos arqueros!

Los primeros skuds exprimieron la potencia de sus propulsores y remontaron el vuelo por la derecha, con sus cañones giratorios escupiendo llamas y metralla contra las tropas defensivas de la cresta.

Halahan vio cómo un pino amarillo de la colina se desplomaba partido en dos y algunos fragmentos de madera salían volando por los aires. El coronel esperó hasta que la tercera aeronave hubo desembarcado a todos los hombres, consciente de que no había tiempo para esperar a los demás, y entonces dio la señal para que el segundo y el tercer pelotón avanzaran hacia el risco, mientras el primero les proporcionaba fuego de cobertura durante la operación de aproximación.

Halahan echó un vistazo atrás, en dirección al arroyo. Las tropas imperiales estaban congregándose y enfilaban hacia su posición. El resto de las aeronaves llegaba a toda máquina, con sus propulsores dejando estelas de fuego. Los Chaquetas Grises a bordo disparaban desde las barandillas a los mannianos que se dirigían hacia sus camaradas.

El sargento Jay se volvió a Halahan mientras los pelotones de asalto pasaban junto a él con el equipo tintineando, con los rifles a la espalda y blandiendo espadas cortas; unos pocos además iban armados con pistolas o pequeñas ballestas. Sus botas chapoteaban en el lodo de camino que conducía la cresta, entre el ruido de los disparos.

—¡Nos vemos en la cima! —gritó Jay en dirección al coronel.

El sargento desenfundó la espada y salió detrás de los hombres.

Halahan le deseó suerte.

—¡Date prisa, hombre! —gruñó Sparus cuando su ayuda salió corriendo de la tienda del archigeneral, seguido por dos esclavos cargados con las piezas de su armadura.

Sparus aguardaba en paños menores sin sentir apenas el frío mientras contemplaba el caos que se había desatado en el campamento de abajo.

La caballería khosiana estaba arrasando el tren de suministros. Momentos antes había irrumpido desde la penumbra como una hueste fantasmagórica, mientras el grueso de la fuerza expedicionaria dormía en sus tiendas o se levantaba demasiado estupefacta como para reaccionar. Aunque el ataque hubiera acabado ahí, el desastre ya habría sido considerable. Sin embargo, seguían propagando el infierno por el campamento estrecho y alargado que se extendía entre el lago y la lejana loma, de modo que ahora las llamas consumían los carromatos del círculo desprotegido del tren de suministros.

Fuerzas de refriega khosianas llegaban en la estela de la caballería y luchaban dentro de los límites mismos del campamento. Eran buenos, quienesquiera que fueran, y Sparus observó cómo grupos de figuras luchaban entre sus tropas sorprendidas, evitando aquellos oasis de orden donde sus oficiales bramaban a sus hombres y los animaban a adoptar algún tipo de formación.

—¿Es una incursión? —preguntó el joven sacerdote que se detuvo medio adormilado a su lado. Se trataba de Ché, el diplomático personal de Sasheen.

—No —respondió Sparus, y dirigió la mirada hacia el oeste, donde el destello de unas puntas de lanza destacaba en el valle a la luz de las lunas.

El diplomático siguió la trayectoria de su mirada y se quedó mirando los brillos sin hacer ningún comentario.

—¿Está despierta la matriarca? —preguntó Sparus a uno de los criados que estaba ayudándolo a ponerse la armadura.

—Más o menos —respondió atribulado el criado—. Había tomado una pócima que le ayudara a conciliar el sueño. Muy fuerte, según dicen.

—¿Y Romano?

El criado estaba a punto de responder cuando estalló un rugido dentro de la tienda de Romano; y cuando todas las miradas se volvieron hacia ella, un acólito salió volando de su interior y aterrizó sobre la nieve. A continuación emergió él, desnudo y con la mirada enardecida, empuñando una espada corta. El joven general dio un par de pasos vacilantes por la nieve hasta que por fin se puso derecho y vio a Sparus, que estaba abrochándose las correas de su coraza.

—¿Esta noche? —bramó en dirección al archigeneral—. ¡Dígame que estoy soñándolo, por favor!

—Está soñándolo —dijo Sparus arrastrando las palabras—. Todos estamos soñándolo.

Romano se frotó un ojo y maldijo entre dientes.

—¿Dónde está mi armadura? —rugió, y regresó dando tumbos al interior de su tienda.

El general Sparus se ajustó la última correa de su coraza y cogió uno de los guanteletes que sostenía el criado. Echó otro vistazo al campamento; las llamas se reflejaban intensas en su ojo.

«Nos atacan —reflexionó en silencio—.Y de noche.»

—Estos khosianos tienen pelotas —dijo el diplomático a su lado como si leyera el pensamiento del archigeneral, sin apartar la mirada de la chartassa que avanzaba hacia el campamento.

El panorama al que se enfrentaba el coronel Halahan mientras ascendía hacia la cima del risco era descorazonador. Allí arriba habían sido apostados tiradores y soldados de la infantería imperial para custodiar los morteros, y lo cierto era que estaban dando guerra.

Un soldado imperial salió de la oscuridad y se lanzó corriendo hacia el coronel, gritando arrebatadamente. Halahan sacó una pistola de la bandolera, tiró del percutor que perforaría el cartucho de agua y de pólvora, y apuntó al hombre a los ojos. Apretó el gatillo y vio por entre la nube de humo que el manniano caía de espadas sin la mitad de la cabeza.

Abrió distraídamente la pistola para sacar el cartucho gastado y sustituirlo por uno nuevo, y la volvió a cerrar.

Divisó a otro soldado corriendo desde su izquierda, donde los Chaquetas Grises se habían enzarzado en un tumultuoso cuerpo a cuerpo, y disparó de nuevo. Tampoco falló esta vez.

El coronel evaluó el progreso de la lucha y consideró que todavía era demasiado pronto para pedir refuerzos. A su espalda, a los pies del risco, los pelotones de la retaguardia disparaban contra las fuerzas imperiales que cruzaban el arroyo y enfilaban hacia ellos. Sin la más mínima muestra de preocupación, Halahan se volvió entonces hacia la llanura nevada que se extendía al oeste, y distinguió el resplandor de los aceros alrededor de un núcleo poco nutrido de antorchas titilantes: la chartassa khosiana avanzaba para entablar batalla con el ejército imperial.

Recargó la misma pistola, a pesar de que tenía otras cuatro ceñidas a la bandolera, y esperó donde estaba; y aún tuvo tiempo para sentirse orgulloso de los hombres que comandaba en medio de la atrocidad de la lucha. La ira que acumulaban se notaba en cómo peleaban. Para ellos se trataba de un asunto personal: tenían deudas que cobrarse, familias que vengar, recuerdos que extirpar de su memoria con la punta afilada de una hoja.

Las tornas empezaban a volverse en su favor. Halahan lo vio en cuanto ocurrió, y mientras esperaba a que todo concluyera no sentía alivio ni sorpresa, sino simplemente impaciencia.

Mientras daban buena cuenta del último puñado de soldados imperiales, Halahan emergió a trancos de entre los Chaquetas Grises con la vista puesta en los médicos que acudían para auxiliar a los heridos. Un hombre maldecía a viva voz y se frotaba los ojos cegados mientras sus camaradas intentaban mantenerlo tendido en el suelo. Otro había perdido una mano y miraba torvamente la parte amputada de su brazo, tirada en la nieve pisoteada, como si se tratara de una esposa que lo hubiera abandonado por otro.

Dos hermanos pathianos se ensañaban aparte con sus cuchillos con un soldado imperial. Estaban divirtiéndose con él, arrancándole sollozos de los labios. Halahan no se lo impidió.

Por el contrario, sacó una cerilla y se encendió la pipa.

La cresta era suya.

Ahora lo único que tenían que hacer era conservarla.

Unas llamas altísimas rugían en su escalada por el cielo. Un jinete derribó a Ash golpeándolo con la vara de una lanza. El roshun no se lo pensó dos veces y con un tajo de abajo arriba partió la lanza en dos. El jinete viró su montura y se alejó hasta perderse en las profundidades del tren de suministros.

Ash siguió corriendo hacia los carromatos que ardían en el perímetro, pero se topó con el camino bloqueado por un grupo de civiles que habían sido testigos de su destreza con la espada. La gente se apelotonó a su alrededor empuñando sus propios cuchillos y porras improvisadas, claramente decididos a permanecer tan cerca de él como les fuera posible. Ash forcejeó para librarse de aquella muchedumbre y se abrió paso gruñendo y apartando a la gente con la parte plana de la hoja de la espada.

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