Y quedarán las sombras (36 page)

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Authors: Col Buchanan

—¡Atrás! —les gritó, pues veía que sus opciones de llegar hasta Sasheen mermaban por momentos.

El roshun soltó un puñetazo en la nariz a un hombre que no necesitó más para dar con sus huesos en el suelo. A otro le asestó una patada en la rótula, y Ash oyó el crujido de la articulación incluso en medio del fragor que lo rodeaba. La multitud retrocedió atónita.

Miró a los hombres tendidos boca arriba en el suelo mientras trataba de recobrar el aliento y vio la sangre oscura sobre la nieve medio derretida. Ambos tenían las manos levantadas en actitud defensiva para tratar de rechazar otro ataque.

Ash notó que su ira remitía y se convertía en vergüenza.

«No tengo tiempo para esto.»

La multitud se escindió en dos y el roshun salió corriendo entre las dos mitades sin volver la vista atrás.

Capítulo 25

En un apuro

La línea de la chartassa emergió de la oscuridad con las puntas de las lanzas levantadas y los escudos entrelazados. Los soldados exhibían sus ojos y sus dientes resplandecientes enmarcados por el contorno curvilíneo de los yelmos con penacho, profiriendo gritos al ritmo de los tambores que los ayudaban a mantener el paso.

Los Hoo marchaban con sus capas púrpura a la cabeza del ejército khosiano, formando la chartassa en la punta misma de la formación de ojiva, mientras que la Guardia Roja formaba los flancos en la cola. En las dos primeras filas de cada chartassa, los hombres blandían cuchillas de apuñalar con los aceros en forma de hoja de árbol, diseñadas especialmente para la escabechina de distancias cortas propia de la primera línea. En las filas posteriores las espadas iban enfundadas, y los hombres empuñaban unas larguísimas chartas que se elevaban alto en el cielo, prestos para calarlas en cuanto el enemigo estuviera lo suficientemente cerca.

Detrás de la línea de falanges, y en los espacios que mediaban entre ellas y que recibían el nombre de «canaletas», los sargentos de paso corrían arriba y abajo blandiendo unos bastones y abroncando a quienes perdían el paso general de la formación; y fustigaban con el bastón a las secciones de hombres que se adelantaban y rompían la cohesión de su chartassa. Del mar de cabezas sobresalían las banderas de mando, y por toda la formación sonaban silbidos estridentes.

El hirsuto bosque de lanzas cayó con un «hoo» colectivo.

Los gritos de pánico resonaban entre los soldados mannianos que se dispersaban delante de la chartassa khosiana, que se abrió paso por el campamento imperial con el mismo ímpetu firme e incontenible de una nave escindiendo las aguas del mar.

El tiempo tenía una importancia crucial, y todos lo sabían. Cada paso que avanzaba la chartassa los adentraba un poco más en el caótico campamento dejando un manto de muertos y heridos en su estela. Si concedían tiempo a los mannianos, éstos serían capaces de organizarse y la predoré imperial cargaría contra los flancos de la chartassa. En las primeras líneas ya había comenzado la acción. Entretanto, las banderas de batalla imperiales empezaban a asomar por todas partes y los hombres formaban en filas y columnas.

Bahn marchaba detrás de la chartassa de reserva central, sin separarse del capitán de la formación ni del general Creed. Se enjugó el sudor de los ojos y observó las tres aeronaves que se deslizaban por el cielo arrojando granadas sobre las tropas imperiales congregadas debajo. Todo el cuerpo —desde la cabeza hasta el dedo gordo del pie— le temblaba debajo de la armadura. Era su reacción habitual a las situaciones de violencia. Sus movimientos eran poco elegantes, torpes incluso. Adentrándose en el campamento imperial se sentía como dentro de un sueño, como si estuviera introduciéndose en el mar hasta que sus pies perdían el contacto con el fondo y él quedara a merced de la corriente; demasiado tarde para dar media vuelta y escapar.

Al menos el general Creed se encontraba en su elemento. El Señor Protector estaba rodeado por su escolta personal, que avanzaba con los escudos levantados para protegerlo de las flechas que pudieran caer sobre él. No obstante, Creed no les facilitaba la tarea. Llevaba un par de búhos en los ojos, como el resto de los oficiales del ejército, y se movía de un lado al otro de la chartassa para asomarse por las canaletas entre las formaciones y examinar el terreno que se extendía delante.

—¿Qué pasa con los Especiales? —preguntó Bahn cuando el general regresó a su posición.

Los ojos de Creed abandonaron la lucha intensa que se libraba delante y se posaron en su lugarteniente.

—¿Qué? —gritó en medio del barullo.

—Los Especiales, señor —repitió Bahn, que a punto estuvo de tropezarse con algo… el cuerpo de un soldado imperial—.Ya deberían estar dirigiéndose a la retaguardia.

—No hay rastro de ellos —respondió distraído el general. Estaba buscando algo entre las masas imperiales.

—¡Nidemes! —gritó al comandante de los Hoo.

El viejo general, que estaba correteando de un lado al otro de la línea de la chartassa de un modo muy parecido a como lo hacían Bahn y Creed, se volvió al oír su nombre.

El general Creed hizo un gesto como cortando el aire para indicarle que llevara a sus hombres hacia la izquierda. Nidemes asintió con la cabeza y bramó las instrucciones. Los portaestandartes indicaron con las banderas el cambio de dirección en nombre de sus capitanes, y en cuestión de segundos los silbidos para informar a los hombres se extendieron por la chartassa. Toda la línea empezó a girar.

Bahn echó un vistazo delante y vio hacia dónde se encaminaban. Había una pequeña elevación del terreno iluminada; eran los diminutos destellos de las tiendas de campaña sobre las que ondeaba el estandarte personal de la matriarca: un cuervo negro sobre fondo blanco.

El general estaba conduciendo al ejército directamente hasta la matriarca Sasheen.

Ché vio que sobre la llanura de Chey-Wes la fuerza expedicionaria por fin empezaba a formar ordenadamente gracias a la llegada del archigeneral Sparus. Mientras la formación khosiana se abría paso por el campamento como una ojiva resplandeciente, las formaciones cuadradas predoré los acosaban por todos los flancos, obligándola a estirarse y presionándola para desbaratarla. A pesar de que estaban rodeados, la khosianos persistían en su avance hacia la posición de la matriarca, pues era evidente que era allí adonde pretendían llegar y que era a Sasheen en persona a quien deseaban enfrentarse.

—Dejadme —dijo la voz somnolienta de Sasheen en medio de un ruido de chapoteos.

Los criados la sacaron a la fuerza de la bañera de madera que habían llenado con nieve derretida.

—Matriarca —insistió Sool—. ¡Nos están atacando!

—Sí, ya te he oído la primera vez —farfulló Sasheen.

La matriarca estaba desnuda sobre la alfombra, con el yeso que le envolvía el brazo húmedo. Se tambaleó todavía medio dormida mientras la secaban bruscamente con toallas en un intento desesperado por espabilarla.

—Aceite de junco —dijo dirigiéndose a Heelas, su médico—. Tráeme aceite de junco.

Heelas ya tenía un bote de aceite de junco en la mano. Lo abrió y se lo dio a la matriarca. Sasheen se frotó los labios con la crema blanca con el rostro torcido en una mueca.

Ché estaba delante de la entrada de la enorme tienda de la matriarca, con la espada ceñida al cinturón, así como un cuchillo largo y una pistola que ya había cargado para efectuar un disparo envenenado.

En el exterior, los acólitos y los sacerdotes corrían de un lado a otro por el campamento de la matriarca. Su guardia de honor, presta para la batalla, ya se había reunido con sus monturas. Uno de ellos sujetaba las riendas del zel blanco de batalla de Sasheen. El animal piafaba con impaciencia.

—Por mi hijo —oyó decir Ché a la matriarca. Su voz sonaba un poco más firme—. Dedicaré esta victoria a mi hijo.

Alarum llegó con paso brioso a la tienda, envuelto en una pesada capa de lana, y dio un golpecito afable a Ché en el brazo, como si de verdad se alegrara de verlo.

—Han tenido que elegir esta noche, ¿eh? —dijo mientras pateaba el suelo para sacudirse la nieve de las botas.

Ché se lo quedó mirando mientras el jefe de los espías entraba para hablar con la matriarca y luego devolvió su atención a la llanura. Observaba con atención la acción que se desarrollaba en la lejanía, aunque con indiferencia, debido a la distancia y a su carencia de emociones. Se sentía como un espectador en el Shay Madi asistiendo a un combate entre dos gladiadores que compiten por la victoria y la vida. Lo que lo tenía fascinado era la destreza y la disciplina evidentes de los khosianos. Él tenía ciertas nociones sobre lo que suponía mover a tantos hombres al unísono y hacerlos luchar al mismo tiempo, y más difícil aún debía ser hacerlos cambiar de dirección durante la batalla.

Se había quedado boquiabierto y el pulso se le había acelerado cuando poco antes los había visto gruñir y variar la trayectoria de la marcha. Nunca había creído que algo así fuera posible.

«Me da igual quién gane esta batalla», pensó Ché con un sobresalto. Y entonces comprendió sobrecogido que eso era mentira. Tenía un favorito.

El único problema era que se había equivocado de bando.

Algo rebotó en el yelmo de Toro, y cuando echó un vistazo por encima del escudo vio que el hombre de su izquierda caía en la oscuridad y desaparecía bajo la apretada masa de hombres que componían el vientre de la chartassa.

Toro meneó la cabeza para sacudirse el sudor de los ojos. Otro hombre se adelantó para ocupar el lugar dejado por el camarada caído y tropezó con éste mientras apoyaba el escudo contra el soldado de la Guardia Roja que tenía enfrente; se inclinó sobre su espalda y empezó a empujar. El amplio escudo de Toro lo cubría en parte, y cuando el soldado se volvió al ex luchador y lo reconoció, se lo quedó mirando con gesto de sorpresa y esbozó una sonrisa arrebatada mostrando los dientes.

Toro hizo un gesto inclinando la cabeza a modo de saludo.

Él también empujaba el escudo contra la espalda del joven Wicks mientras los pies se le deslizaban por el denso barro. Los proyectiles estallaban a su alrededor, y el muchacho se encogía como si una granizada lo hubiera sorprendido desnudo en la calle, de modo que ofrecía poca protección a Toro, que era casi medio metro más alto que el chico.

Su estatura siempre había sido un problema en las filas interiores de la formación. Tenía que agacharse mucho para cobijarse convenientemente en el escudo del hombre que tenía al lado, así que la espalda estaba doliéndole terriblemente. No como en los viejos tiempos, pensó con amargura. En aquel entonces había gozado de la confianza necesaria de sus superiores para que éstos lo colocaran como punta de lanza: el hombre que marchaba al frente de todos y de quien no se dudaba que aguantaría y lucharía hasta el final. Incluso al final lo habían empleado como controlador de columnas: el líder de la columna que permanecía en la cola y se encargaba de mantener el orden de la formación.

Al menos ahora su posición ventajosa le permitía ver lo que estaba ocurriendo en el frente, si bien en ese momento un banco de nubes estaba ocultando a las Hermanas de la Pérdida y la Añoranza y su visión se veía reducida. Durante los últimos minutos la lucha había ganado en fiereza.

Por encima del borde de bronce de su escudo, Toro sólo distinguía a los tres hombres que lo antecedían en la columna. Wicks asestaba tajos con su charta a ciegas a diestro y siniestro, por encima de los hombros de los compañeros que tenía delante, con tanto peligro para sus camaradas como para la infantería enemiga. El hombre que había delante de Wicks empleaba la charta con más criterio, como si ya fuera un veterano en esas lides. Y el hombre de la primera fila, únicamente una figura imprecisa en la oscuridad, se había encaramado al guardia cuyo hueco había ocupado, y su yelmo y su espada brillaban con el reflejo de las llamas lejanas mientras lanzaba tajos y golpes de los que dependía su vida.

Toro apenas si vislumbraba algo de la masa de infantería enemiga que se extendía más allá, salvo las puntas de las lanzas con las que aguijoneaban y atizaban a los hombres que los rodeaban. Aun así, por encima del fragor de la batalla podían oírse los gruñidos y los enfrentamientos que estaban teniendo lugar más adelante. El enemigo, quienquiera que fuera, estaba causando estragos. Pasó por encima de tres hombres en una rápida sucesión, todos ellos muertos y con los yelmos y los escudos en el suelo, con los rostros triturados y los brazos tiesos como ramas. Lo mismo ocurría en las columnas que tenía a ambos lados. Las filas iban adelantándose a un ritmo mayor incluso del movimiento general de la chartassa.

La luz de las lunas se filtró momentáneamente por un claro que se abrió entre las nubes. «¡Oh! Gracias», pensó Toro mientras atisbaba una figura demasiado alta para ser real y que sólo fue visible un instante fugaz antes de que volviera a engullirlo la oscuridad.

Y de nuevo la columna se adelantó bajo la presión de Toro, y una vez más tuvo que esquivar un cuerpo tirado en el suelo; esta vez un hombre de la Guardia Roja con una abolladura en el yelmo del tamaño de su cabeza.

El joven Wicks echó un vistazo por encima del hombro con la boca completamente abierta. Sólo un soldados se interponía entre el muchacho y el enemigo. Toro caló la charta por encima del hombro del chico y aguardó un momento a que la punta se estabilizara con el contrapeso de la punta de la base que se conocía como el «prendedor del dedo». El soldado de la Guardia Roja a la espalda de Toro hizo lo mismo.

Ahora pudo verlos. Eran tres gigantes —no había una palabra mejor para describirlos—, tres hombres codo con codo que casi alcanzaban los dos metros y medio de estatura. Las crestas rubias que lucían reforzaban aquella sensación de que eran extraordinariamente altos. Toro comprendió que se trataba de hombres de las tribus del norte al ver las pinturas de guerra en sus rostros. Se decía que algunos alcanzaban aquel tamaño.

A Toro le ocurrió algo que no le sucedía desde que era un joven recluta en el ejército: se quedó paralizado por lo que veía. Con la boca seca contempló cómo un gran martillo de guerra se alzaba en el aire, se precipitaba como un árbol y el hombre al que iba dirigido desaparecía debajo de él.

La punta de la charta del hombre que Toro tenía a su espalda desgarró la mejilla de Wicks cuando el muchacho empujó hacia atrás a Toro. Wicks había perdido su arma y se cobijaba bajo su escudo mientras el gigante enarbolaba su martillo por encima de la cabeza.

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