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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (45 page)

Hulot pensó en Frank, montando guardia sentado en Radio Montecarlo, esperando que sonara el teléfono y temiendo que esa voz, desde su limbo, anunciara una nueva víctima.

«Yo mato...»

Casi sin querer apresuró el paso. Llegó ante el toldo azul con letras blancas del Café des Arts et des Artistes. El negocio marchaba bien, a juzgar por la cantidad de clientes. En la terraza no había ni una sola mesa libre.

Entró y tardó unos instantes en adaptarse al cambio de luz. Detrás de la barra se veía una actividad frenética. Un cantinero y un par de muchachas de unos veinticinco años se afanaban en preparar aperitivos y bocadillos.

Ordenó un Kir Royal a una muchacha rubia, que contesto al pedido con un movimiento de cabeza mientras abría una botella de vino blanco. Poco después le llevó un vaso lleno de un líquido rosado.

—¿Podría hablar con el propietario? —preguntó Hulot mientras se lo llevaba a los labios.

—Está allá.

La muchacha señaló a un hombre de unos treinta años, pelo ralo, que salía por una puerta de cristal donde ponía «Privado», en el fondo del local. Nicolás se preguntó cómo justificar su presencia allí y sus preguntas. Cuando el propietario del Café des Arts y des Artistes se acercó, ya había optado por la versión oficial.

—Disculpe...

—¿Sí?

Hulot le mostró su credencial.

—Soy el comisario Hulot, de la Süreté Publique del principado de Monaco. Necesitaría hablar con usted, ¿señor...?

—Francis. Robert Francis.

—Aja. Pues bien, señor Francis, sabemos que en este local hubo en otro tiempo una tienda de discos que se llamaba Disque á Risque, y que el propietario era su padre.

El hombre miró a su alrededor con expresión inquieta. En sus ojos surgió toda una serie de preguntas.

—Sí, pero... La tienda se cerró hace unos cuantos años...

Hulot sonrió, tranquilizador. Cambió el tono de voz y la actitud.

—Tranquilícese, Robert. No le traigo malas noticias, ni para usted ni para su padre. Tal vez le resulte extraño, pero sepa que esa tienda podría ser la clave de una investigación importante. Solo necesito encontrar a su padre y hacerle unas preguntas, si es posible.

Robert Francis se relajó. Se volvió hacia la muchacha rubia que estaba detrás de la barra y le señaló el vaso que Nicolás tenía en la mano.

—Sírveme uno también a mí, Lucie.

Mientras esperaba la copa, se volvió otra vez hacia el comisario.

—Mi padre se jubiló hace unos años. La tienda de discos no rendía mucho. Es decir, nunca fue demasiado rentable, pero en los últimos tiempos era un verdadero desastre. Además, mi viejo es muy testarudo; supuestamente vendía discos raros, pero eran más los que pasaban a engrosar su colección personal que los que ponía a la venta. Esto lo convertía en un buen coleccionista pero en un pésimo comerciante...

Hulot soltó un suspiro de alivio. Francis hablaba de su padre en tiempo presente, lo que significaba que todavía vivía. Cuando había añadido «si es posible» contemplaba la desafortunada posibilidad de que hubiera muerto.

—Hasta que al final nos pusimos a hacer cuentas y decidimos cerrar el negocio. Luego yo abrí esto...

Abarcó con un gesto circular el local lleno de clientes.

—Al parecer, el cambio ha sido ventajoso.

—¡Vaya que sí! Y le garantizo que las ostras que servimos son fresquísimas, no de otras épocas, como los discos de mi padre.

Lucie empujó un vaso hacia su jefe. Francis lo cogió y lo levantó en dirección al comisario, que imitó el gesto.

—Por su investigación.

—Por su local y los discos raros.

Bebieron un sorbo y Francis dejó el vaso en la barra.

—A estas horas, seguro que mi padre está en casa. ¿Ha venido usted desde Montecarlo por la autovía?

—Sí.

—Entonces solo deberá seguir las indicaciones para volver a tomarla. Cerca de la carretera de enlace con la autopista está el Novotel. Justo detrás hay una casa de dos plantas, de ladrillos rojos, con un pequeño jardín y unos rosales. Es la casa de mi padre. No puede usted equivocarse. ¿Puedo ofrecerle algo antes de que se marche?

Hulot levantó el vaso con una sonrisa.

—Gracias. Con esto ya ha sido más que suficiente.

Tendió la mano y Francis se la estrechó.

—Le agradezco su amabilidad. No imagina usted cuánto.

Al salir del
bístrot
vio a la derecha a un camarero que estaba abriendo unas ostras y otros frutos de mar. Con gusto las habría probado, de ser cierta la frescura de que se había jactado Francis, pero no tenía tiempo.

Desanduvo el camino que había recorrido poco antes. Del quiosco de Tattoo continuaban saliendo cavernosos ataques de tos. Los dos jugadores de ajedrez ya no estaban. La librería había cerrado. Todos hacían una pausa para almorzar.

Mientras se dirigía al coche volvió a pasar por el bar donde había tomado el café. Bajo el plátano, el gato Hulot ocupaba ahora el lugar del gato Roncaille. Sentado con absoluta tranquilidad, meneaba lentamente el rabo oscuro y peludo, paseando los ojos soñolientos por el mundo y sus habitantes.

Hulot pensó que no había ninguna razón para no interpretar aquella revancha felina como un buen augurio.

41

Jean-Paul Francis enroscó el tapón del pulverizador de plástico y accionó muchas veces el émbolo de la bomba para obtener la presión suficiente para rociar el insecticida. Cogió el utensilio por el mango y se acercó a un macizo de rosas rojas, cerca de la red metálica cubierta de plástico verde que servía de valla. Examinó los tallos y las hojas. Estaban cubiertos de parásitos que habían formado una especie de pelusa blanca.

—Ya que queréis guerra, ¡la tendréis! —exclamó con voz solemne.

Apretó una pequeña palanca y del aparato salió un chorro de insecticida mezclado con agua. Comenzó desde la base y fue subiendo a lo largo del tronco, distribuyendo el líquido de manera uniforme por todo el macizo.

Como había previsto, el insecticida tenía un olor espantoso. Se felicitó por haberse protegido con una mascarilla para no inhalar el producto, que, como ponía en la etiqueta, podía ser «tóxico en caso de ingestión. Manténgase alejado del alcance de los niños».

Al leer la advertencia había pensado que, si era tóxico para los niños, a su edad no podría hacerle demasiado daño ni aunque se lo inyectara en las venas.

Mientras fumigaba vio por el rabillo del ojo el Peugeot blanco que se detenía a cierta distancia de la entrada para vehículos. No era frecuente que un coche se detuviera allí, salvo cuando el hotel de enfrente estaba lleno y no quedaba lugar en el aparcamiento. Bajó un hombre alto, de unos cincuenta y cinco años, con el pelo cano y recién cortado, de aspecto cansado, que miró alrededor un momento y después se dirigió, decidido, hacia la verja de su casa.

Jean-Paul dejó su pulverizador, se bajó la mascarilla y fue a abrir la puerta de barrotes de hierro forjado, sin darle tiempo a llamar.

El hombre con el que se topó sonreía.

—¿Es usted el señor Francis?

—El mismo.

El recién llegado exhibió una identificación en un portadocumentos de piel. Se veía su foto protegida por una lámina transparente de plástico rígido.

—Soy el comisario Nicolás Hulot, de la Süreté de Monaco.

—Si ha venido a arrestarme, sepa que ya vivo preso en este jardín. Una celda sería una buena alternativa.

El comisario rió, a pesar suyo.

—¡Pues a eso le llamo yo no temerle a la policía! Pero... ¿indica una conciencia tranquila o una vida acostumbrada al mundo del crimen?

—Es culpa de las mujeres crueles que tantas veces me han destrozado el corazón. Pero, mientras lloro por mis desdichas personales, ¿qué le parece si entra usted? Los vecinos podrían pensar que pretende venderme una enciclopedia.

Nicolás entró en el jardín y Francis padre cerró la verja a sus espaldas. El dueño de la casa llevaba unos vaqueros desteñidos y una camisa azul de tela ligera; en la cabeza, un sombrero de paja; colgada del cuello, una mascarilla que se había bajado para hablar con el. Debajo del sombrero asomaba el pelo blanco y tupido. Los ojos azules, que destacaban en el rostro bronceado, parecían los de un chiquillo. El conjunto de sus rasgos hacían que el rostro pareciera simpático y fino.

Hulot tendió la mano, y el viejo se la estrechó cordial y vigorosamente.

—No he venido a arrestarlo, si eso lo tranquiliza. Y le robaré apenas unos minutos.

Jean-Paul Francis se encogió de hombros mientras se quitaba el sombrero y la mascarilla. Nicolás pensó que habría podido ser un buen doble de Anthony Hopkins.

—Estaba ocupándome del jardín no por elección sino por aburrimiento. No esperaba más que un pretexto para dejarlo. Venga vayamos a la casa, que está más fresca.

Atravesaron el minúsculo jardín, en el que un sendero de cemento, estropeado por la intemperie y el tiempo, unía la verja de entrada y la puerta de la casa. No era una vivienda de lujo —estaba a años luz de muchas mansiones de la Costa Azul—, pero estaba ordenada y limpia. Subieron tres escalones y entraron. Al fondo una escalera llevaba a las plantas superiores y dos puertas opuestas se abrían de modo simétrico a derecha y a izquierda.

Nicolás, acostumbrado a analizarlo todo a simple vista, tuvo enseguida la impresión de que, si bien el ocupante de aquella modesta casa no era un hombre rico en dinero, sí lo era en cultura, buen gusto e ideas.

Lo supo por la cantidad de libros, los adornos, los pocos cuadros y los carteles enmarcados, reproducciones de pinturas famosas o relacionados de algún modo con el mundo del arte.

Pero lo que más impresionaba eran los discos. Parecían ocupar todas las superficies libres. Hulot miró por la puerta de la derecha entreabierta y vio una sala que albergaba un enorme equipo estéreo, quizá la única concesión al consumismo. También allí, como en la entrada, todo el espacio disponible en las paredes estaba ocupado por estanterías cubiertas de viejos elepés de vinilo y de CD.

—Al parecer, le gusta a usted mucho la música.

—Nunca he sido capaz de elegir mis pasiones, así que he tenido que aceptar que ellas me eligieran a mí.

Francis le precedió y entró por la puerta de la izquierda. Le hizo pasar a la cocina, al fondo de la cual, por una puerta entornada, se entreveía una despensa. En la parte opuesta había un pequeño balcón que daba directamente al jardín.

—Aquí, como ve, nada de música. Estamos en la cocina y no se deben mezclar dos clases distintas de alimentos. ¿Le apetece beber algo? ¿Un aperitivo?

—No, gracias. Ya me ha ofrecido una copa su hijo.

—Ah, ha estado con Robert.

—Sí, ha sido él quien me ha enviado aquí.

Francis notó las manchas de sudor bajo sus axilas. Con la sonrisa lista de un niño que acaba de inventar un juego nuevo, miró el Swatch que llevaba en la muñeca.

—¿Usted ya ha comido?

—No.

—Le hago una propuesta. La señora Sivoire, mi ama de llaves...

Se interrumpió y frunció el entrecejo con expresión perpleja.

—En realidad es la mujer de la limpieza, pero si la llamo ama de llaves ella se siente halagada y yo me siento más importante. La señora Sivoire, de origen italiano y una magnífica cocinera, me ha dejado lasaña al pesto lista para meter en el horno. Desde un punto de vista estético la señora Sivoire deja mucho que desear, pero le aseguro que sus lasañas están por encima de toda sospecha.

Nicolás no pudo evitar reír otra vez. Ese hombre era una fuerza de la naturaleza. Desbordaba simpatía por todos los poros. Con ese carácter extraordinario, su vida debía de ser un continuo disfrute... o por lo menos eso parecía.

—No tenía intenciones de quedarme a almorzar, pero si está en juego el orgullo de la señora Sivoire...

—Estupendo. Mientras se calienta la lasaña, yo subiré a darme una ducha. Si no, temo que, cuando levante los brazos, de mis axilas se dispare una descarga de ametralladora. Y después, ¿cómo podría justificar el cadáver de un comisario en mi cocina?

Jean-Paul Francis extrajo del frigorífico una fuente de cristal y la puso en el horno. Reguló la temperatura y el reloj. Por la manera en que manipulaba los electrodomésticos, Nicolás pensó que aquella era la casa de un hombre apasionado por la cocina o de un hombre solo. En todo caso, una cosa no excluía la otra.

—Listo. Comeremos en diez minutos. Quizá quince.

Salió de la cocina y desapareció silbando por la escalera. Desde abajo, Hulot oyó poco después el chorro de la ducha y la voz de barítono de Jean-Paul Francis que entonaba «The Lady is aTramp».

Cuando volvió, iba vestido del mismo modo que antes, pero con un pantalón y una camisa limpios. Tenía el pelo, todavía húmedo, peinado hacia atrás.

—Ya he vuelto. ¿Me reconoce usted?

Nicolás lo miró, perplejo.

—Pues sí.

—Qué raro. Después de la ducha me siento otro hombre. Se nota que es usted un comisario de verdad.

Hulot rió una vez más. Ese hombre tenía la capacidad de contagiar el buen humor. El dueño de la casa preparó la mesa en el pequeño balcón que miraba al jardín. Le alcanzó una botella de vino blanco y un sacacorchos.

—Mientras retiro la comida del horno, ¿qué le parece si abrimos esta?

Nicolás dio cuenta del corcho en el mismo instante en que Jean-Paul Francis depositaba sobre el salvamanteles colocado en el centro de la mesa la fuente humeante de lasaña al pesto.

—Aquí está. Póngase cómodo.

Le sirvió una abundante ración de pasta humeante.

—Empiece, por favor. En esta casa, la única etiqueta que se observa es la de las botellas de vino —dijo mientras se servía una ración idéntica.

—Deliciosa —comentó Hulot con la boca llena.

—¿Qué le había dicho yo? Aquí tiene la prueba de que, sea lo que sea lo que venga a preguntarme, soy un hombre que dice la verdad.

Esas palabras dieron a Nicolás Hulot pie para plantear el motivo de su presencia allí, y era un motivo que quemaba mucho más que cualquier plato recién sacado del horno.

—Tenía usted una tienda de discos hace algún tiempo, ¿no? —dijo mientras cortaba con el tenedor un cuadrado de pasta.

Por la expresión del hombre se dio cuenta de que había tocado un punto sensible.

—Así es. La cerré hace siete años. Por estas tierras la música de calidad no ha sido nunca un buen negocio...

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