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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (46 page)

Hulot se cuidó de no comentar la opinión de Francis hijo sobre el tema; no valía la pena hurgar en una llaga todavía mal curada. Decidió ser franco. El señor Francis le caía bien, y estaba seguro que podía ponerlo al tanto del asunto, al menos en parte.

—En Montecarlo estamos buscando a un asesino, señor Fraricis.

—Y digo yo... Al llegar a estas alturas de la película, ¿los dos héroes no comienzan a tutearse? Me llamo Jean-Paul.

—Y yo, Nicolás.

—¿Por casualidad te refieres a ese tío que llama a la radio? ¿Ese al que llaman Ninguno?

. —Exacto.

—Entonces te diré que también yo, como millones de otras personas, he seguido toda la historia. Al oír esa voz se me pone la carne de gallina. ¿A cuántos ha matado ya?

—A cuatro. Y de la horrible forma que ya sabes. Lo peor es que no tenemos la menor idea de cómo impedirle que siga haciéndolo.

—Debe de ser más listo que una manada de zorros. Escucha una música pésima pero debe de tener un cerebro de primera.

—En cuanto al cerebro, estoy de acuerdo contigo. Y en cuanto a la música, justamente por eso he venido a verte.

Nicolás buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó las hojas impresas que le había dado Guillaume. Eligió una y se la tendió.

—¿Conoces este disco?

Francis cogió la hoja y la miró. Nicolás tuvo la certeza de verlo palidecer. El viejo alzó hacia él sus ojos azules de chiquillo, llenos de asombro.

—¿De dónde has sacado esta foto?

—Sería muy largo de explicar. Solo puedo decirte que creemos que el disco pertenece al asesino y que se vendió aquí...

Le mostró otra hoja, en la que se veía la etiqueta con el nombre de la tienda. Esta vez la palidez de su semblante no fue ya una impresión, sino una realidad. Las palabras no salían de su garganta.

—¿Pero...?

—¿Reconoces este disco? ¿Sabes decirme qué significado puede tener? ¿Quién es Robert Fulton?

Jean-Paul Francis apartó el plato e hizo un gesto con ambas manos.

—¿Que quién es Robert Fulton? Cualquier apasionado del jaz que vaya más allá de Louis Armstrong lo conoce. Y cualquier melómano daría una mano por tener uno de sus discos.

—¿Por qué?

—Porque en el mundo existen solamente diez, que yo sepa.

Ahora fue Nicolás el que palideció. Francis se sirvió un vaso de vino y se apoyó en el respaldo de la silla. De pronto la lasaña de la señora Sivoire parecía haber perdido todo interés.

—Robert Fulton ha sido uno de los mejores trompetistas de la historia del jazz. Por desgracia, como sucede a veces, musicalmente era un genio, pero estaba más loco que una cabra. Tenía unas ideas muy particulares. Nunca quiso grabar discos, porque estaba convencido de que la música no podía ni debía aprisionarse. Para él el único modo de gozarla era en concierto,
in live
, como se dice ahora. O sea, la música es una experiencia distinta cada vez, y no se puede fijarla de un modo estático, inmutable.

—Entonces, ¿este disco de dónde sale?

—A eso voy. En el verano de 1960 hizo una breve gira por Estados Unidos tocando en clubes con algunos de los mejores músicos de la época. Fueron unos conciertos históricos. En el Be-Bop Café de Nueva York, unos amigos, de acuerdo con una empresa discográfica, organizaron una grabación en directo a escondidas y a partir de esa cinta editaron quinientos discos, en la esperanza de que, una vez hechos, Fulton cambiara de idea.

—Por eso el álbum se llama
Stolen Music
...

—Exacto. Música robada. Solo que los amigos no habían previsto su reacción. Fulton se enfureció y destruyó todos los discos; luego exigió que le entregaran las matrices y las maquetas, y las destruyó también. La historia corrió por el mundillo musical y se convirtió en una especie de leyenda que cada uno enriquecía a su modo cuando la contaba. Lo único cierto es que de todos esos discos se salvaron solo diez, que se vendieron a precio de oro a coleccionistas de grabaciones raras. Y era uno de ellos.

—¿Quiere decir que todavía tiene el disco?

—He dicho «era», no «soy». Pasé por momentos difíciles...

Francis se miró las manos bronceadas, manchadas por la edad. Evidentemente no eran buenos recuerdos los que volvían a su mente.

—Mi mujer enfermó de cáncer, y después murió. El negocio andaba mal en aquella época. Particularmente mal, quiero decir. Yo necesitaba dinero para los tratamientos, y ese disco valía mucho, así que...

Francis dejó escapar un fuerte suspiro, como después de toda una vida de apnea.

—Cuando lo vendí, con todo mi pesar, pegué en la cubierta la etiqueta de la tienda. Una manera simbólica de no perderlo del todo. Ese disco ha sido una de las pocas cosas que he sentido verdaderamente mías en toda mi vida, aparte de mi mujer y mi hijo. Tres cosas son ya una auténtica fortuna en la vida de un hombre.

El corazón de Nicolás Hulot latía como el pistón de un motor de gran cilindrada. Eligió bien las palabras e hizo una pregunta, con el tono de voz de quien teme la respuesta.

—¿Recuerdas a quién se lo vendiste, Jean-Paul?

—Han pasado unos quince años, Nicolás. Recuerdo que el cliente era un tío extraño, de mi edad, más o menos. Iba a la tienda y compraba discos, cosas raras, de coleccionista. No parecía tener problemas de dinero, por lo que te confesaré que algunas veces le cobraba de más. Cuando se enteró de que yo poseía una copia de
Stolen Music
, me persiguió durante meses para que se la vendiera. Yo siempre me negaba, pero al final, como te he dicho... La necesidad hace al ladrón. O al vendedor. A veces, a los dos.

—¿Te viene algún nombre a la mente?

—Soy un hombre, no un ordenador. De ese disco no me olvidaría ni aunque viviera mil años. Pero del resto...

Se pasó una mano por el pelo blanco y levantó la cabeza para mirar hacia el techo. Nicolás se apoyó en la mesa y subrayó:

—De más está que te diga lo importante que puede ser esto, Jean-Paul. Hay vidas humanas en juego.

Se preguntó cuántas veces todavía debería usar esa expresión, cuantas veces debería recordar a alguien la importancia de algo para salvar a otros seres humanos, antes de que toda aquella historia terminara.

—Quizá...

—¿Quizá qué?

—Ven conmigo. Veamos si eres un tío con suerte.

Hulot siguió a Jean-Paul fuera de la cocina; observó su espalda, derecha a pesar de la edad, y su nuca cubierta de tupido pelo blanco, mientras una corriente ligera le llevaba el perfume de su desodorante. En la entrada doblaron a la izquierda, y el hombre enfiló por una escalera que llevaba al semisótano.

Bajaron una decena de escalones y se encontraron en una habitación que debía de ser el cuarto comodín de la casa. En un la que había una lavadora y un fregadero, una bicicleta de mujer colgada en la pared y un banco de bricolaje con una prensa y utensilios para trabajar la madera y el hierro. En el otro, una hilera de anaqueles metálicos con botes de conserva y botellas de vino. Una parte estaba dedicada a archivadores y cajas de cartón de diversas medidas y colores.

—Soy un hombre que vive de recuerdos. Un coleccionista. Y casi todos los coleccionistas somos unos estúpidos nostálgicos, exceptuando a los que coleccionan dinero.

Jean-Paul Francis se detuvo delante de una estantería llena de cajas y se quedó un instante mirándola, con expresión perpleja.

—Mmmm, a ver...

Tras hacer su elección, sacó del estante más alto una caja de cartón azul bastante voluminosa. La tapa llevaba adherida la etiqueta dorada de una vieja tienda de discos llamada Disque a Risque. La apoyó en el banco de trabajo, junto a la pequeña prensa.

Encendió una luz que colgaba de lo alto.

—Aquí dentro está todo lo que queda de mi actividad comercial y de un pedazo de mi vida. Más bien poco, ¿no?

«A veces, con esto basta —pensó Nicolás—. Hay gente que al final del viaje ni siquiera necesita una caja, por pequeña o grande que sea. A veces incluso sobran los bolsillos.»

Jean-Paul abrió la caja y se puso a hurgar dentro; había hojas que parecían viejas licencias comerciales, pequeños programas de conciertos, catálogos de discos de coleccionista.

Al fin sacó una tarjeta azul doblada por la mitad; la abrió y leyó lo que había escrito; después se la tendió a Nicolás.

—Ten. Hoy es tu día de suerte. Esta tarjeta la escribió de puño y letra el comprador de
Stolen
Music.
Me había dejado su número cuando supo que yo poseía una copia. Ahora que lo pienso después de comprar el disco fue a la tienda un par de veces más, después nunca más he vuelto a verlo...

Nicolas leyó lo que estaba escrito en la tarjeta. Una letra decidida y precisa había apuntado un nombre y un número de teléfono:

Legrand 04/4221545.

Hulot encontró extraño aquel momento. Después de tanto correr, después de tantas voces distorsionadas, tantos cuerpos camuflados, pistas desconocidas, pasos sin eco, después de tantas sombras sin rostro y tantos rostros sin cara, por fin tenía en la mano algo humano, lo más banal del mundo: un nombre y un número de teléfono.

Miró a Jean-Paul Francis y se sintió vacío. No lograba encontrar las palabras adecuadas. El dueño de la casa, el que quizá era su salvador y el de otras víctimas inocentes, le sonrió.

—Por tu cara, diría que estás trastornado, pero en un sentido positivo. Si estuviéramos en una película creo que en este momento debería sonar una música emocionante.

—Mucho más, Jean-Paul. Mucho más...

Sacó el móvil, pero su nuevo amigo lo detuvo.

—Aquí abajo no hay cobertura. Ven, subamos.

Subieron la escalera. Mientras la mente de Nicolás Hulot corría a cien por hora, Francis completaba la información con los últimos detalles que lograba evocar.

—Si mal no recuerdo, el hombre era de un lugar no muy lejos de aquí, de la zona de Cassis. Era un tío fuerte, alto pero no demasiado, y daba la impresión de tener un vigor físico fuera de lo común. Tenía aspecto de militar, no sé si me explico... Lo que más me impresionaba de él eran sus ojos; daban la sensación de mirar sin permitir que se los mirara... Sí, no se me ocurre una descripción más justa. Recuerdo que me parecía extraño que un tío así fuera un apasionado del jazz...

—Dices que no eres un ordenador, pero por lo que veo andas muy bien de memoria —comentó Hulot.

Mientras subía la escalera, Jean-Paul Francis se volvió hacia él. Sonreía.

—¿Te parece? Pues no sé por qué, pero comienzo a sentirme orgulloso de mí mismo.

—Creo que tienes muchos motivos para sentirte orgulloso de ti mismo. Lo de hoy es solo uno más.

Volvieron a la planta baja y a la luz del día. En la mesa de la cocina la pasta estaba fría, y el vino, tibio. Un triángulo de sol había alcanzado el suelo del balcón y trepaba como una hiedra por una pata de la mesa.

Hulot miró el móvil. La pantalla indicaba que había vuelto la señal. Se preguntó si podía correr el riesgo. Tal vez su temor a las escuchas telefónicas fuera una simple paranoia. Pulsó el botón para marcar un número almacenado en la memoria y esperó a oír la voz del otro lado.

—Hola, Morelli. Habla Hulot. Necesito dos cosas de ti: información y silencio. ¿Es posible?

—Pues claro.

Una cualidad indiscutible de Morelli era su capacidad de no hacer preguntas inútiles.

—Te daré un nombre y un número de teléfono. Puede que el número ya no esté en servicio. Debería pertenecer a la zona de Provenza, para ser precisos. ¿Me dices a qué dirección corresponde, en cuanto la hayas conseguido?

—Inmediatamente.

Hulot le dictó los datos y cerró la comunicación. Luego se volvió hacia Francis y le pidió una confirmación que en realidad era un simple reflexión.

—¿La zona de Cassis, has dicho?

—Me parece. Cassis, Auriol, Roquefort... No recuerdo bien, pero creo que era esa zona.

—Entonces me parece que deberé darme una vuelta por allí-

Hulot contempló la casa, como si quisiera imprimir cada detalle en la retina, y volvió a mirar a Francis a los ojos.

—Espero que no te ofendas si me voy como un ladrón. Como podrás imaginar, tengo mucha prisa.

—Sé cómo te sientes. Es decir, no, no lo sé, pero puedo imaginarlo. Ojalá encuentres lo que buscas. Ven, te acompaño a la verja.

—Lamento haberte estropeado el almuerzo.

—No has estropeado nada, Nicolás. Al contrario. En los últimos tiempos no me ha sobrado la compañía... Cuando llegas a cierta edad, llegan también ciertas reflexiones. Te preguntas cómo puede ser que si el tiempo pasa tan deprisa haya momentos en los que parece no pasar nunca...

Mientras escuchaba a Jean-Paul, habían atravesado el jardín y llegado a la verja de hierro forjado. Nicolás miró su coche aparcado un poco mas adelante, bajo el sol. Sin duda, por dentro seria un horno. Del bolsillo de la chaqueta sacó una tarjeta de visita.

—Ten. Si vas a Montecarlo, en mi casa siempre habrá para ti una cama y un tazón de sopa.

Jean-Paul la cogió y la guardó sin decir nada. Nicolás sabía que no la tiraría. Quizá nunca más se vieran, pero estaba seguro de que no la tiraría.

Le tendió la mano y encontró su apretón enérgico.

—A propósito... Hay algo más que quiero decirte. Es una curiosidad mía, que no tiene nada que ver con esta historia.

—Dime.

—¿Por qué Disque á Pvisque?

Esta vez fue Francis quien rió.

—Ah, eso... Cuando abrí la tienda, no tenía la más remota idea de cómo me iba a ir. El riesgo no lo corrían los clientes, ¡lo corría yo!

Hulot se fue sonriendo y meneando la cabeza, mientras Francis lo miraba desde la verja abierta.

Cuando llegó al coche, metió la mano en el bolsillo para buscar las llaves y sintió bajo los dedos la consistencia del cartón de la tarjeta azul que le había dado Jean-Paul, con el nombre y el número e teléfono. La sacó y la miró un instante con expresión distraída.

Pensó que Disque a Risque, una tienda de discos raros, acaso hubiera cosechado su mayor éxito algunos años después de haber cerrado.

42

Mientras atravesaba Carnoux-en-Provence rumbo a Cassis, llegó la llamada de Morelli. El dispositivo electrónico del móvil interfirió con la radio, sintonizada en Europe 2, que comenzó a emitir por los altavoces un ligero repiqueteo. Un segundo después comenzó a sonar el móvil. Hulot lo cogió del asiento del acompañante y activó la recepción.

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