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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (48 page)

—¿Tres personas, ha dicho usted?

—Aja. Al hombre y a la mujer los encontraron completamente carbonizados. El cuerpo del chaval, en cambio, lo recuperaron intacto cuando lograron apagar el fuego. Y menos mal que vio el incendio a tiempo, pues de lo contrario se habría incendiado media montaña.

Señaló con un dedo al hombre más joven que había llegado con él.

—Me ha dicho el padre de Bertot, que en aquella época era bombero, que cuando encontraron el cuerpo del chaval estaba en un estado aterrador, hasta tal punto que hubieran preferido encontrarlo carbonizado como los otros dos. Y tenga usted en cuenta que el cuerpo del padre estaba tan cocido que la bala con que se había saltado los sesos se había fundido en el cráneo...

—¿Qué quiere decir con «estado aterrador»?

—El padre de Bertot me ha dicho que ya no tenía cara, no sé si me explico... como si se la hubieran arrancado de la cabeza. Y después que me digan que el tío ese no estaba loco...

Hulot sintió que las entrañas se le anudaban en el vientre, como las plantas trepadoras en los muros ennegrecidos de La Patience.

« ¡Dios santo, el muchacho ya no tenía cara, como si se la hubieran arrancado de la cabeza!»

Como diapositivas infernales, una serie de rostros descarnados pasó delante de sus ojos. Jochen Welder y Arijane Parker. Alien Yoshida. Gregor Yatzimin. Veía sus ojos sin párpados abiertos de par en par, condenando a quien los había matado y a quien no había sabido impedir que aquello sucediera.

Le pareció oír una voz que susurraba en sus oídos, con un aterrorizador efecto estéreo, aquellas dos palabras malditas:

«Yo mato...»

Pese al aire cálido de la tarde de verano, sintió que se estremecía bajo la chaqueta de algodón liviano. Un hilo de sudor se deslizó por su espalda hasta la cintura.

—¿Y después qué sucedió? —preguntó con voz temblorosa.

El hombre se dio cuenta de su alteración, pero la tomó por a reacción normal de tantos otros turistas, que se impresionaban con los hechos de sangre.

—Pues bien, los hechos eran bastante evidentes, por lo que, después de excluir otras posibilidades, archivaron el caso como doble asesinato y suicidio. Ciertamente no ha sido una buena publicidad para La Patience...

—¿No hay herederos?

—Eso es exactamente lo que estaba diciendo. No había ningún heredero, por lo que la finca ha pasado a formar parte del patrimonio público. La pusieron en venta y así sigue todavía, porque ¿quién va a quererla, después de lo ocurrido? Yo no la querría ni regalada. El ayuntamiento ha encargado que la administre la misma agencia que se ocupaba, y se ocupa todavía, del alquiler de la tierra. Con lo que recaudan cubren su comisión y los gastos de mantenimiento. Yo vengo de vez en cuando, para impedir que la maleza devore por completo lo que queda de la casa.

—¿Y dónde están sepultados los cuerpos de las víctimas?

Hulot trataba de dar a sus preguntas un tono de normal curiosidad de hombre de pueblo, pero con aquel sujeto no hacía falta andarse con sutilezas. Estaba tan enfrascado en su relato que con toda probabilidad habría terminado su historia aunque él se hubiera marchado y le hubiera dejado hablando solo.

—Creo que en el cementerio del pueblo, el que está sobre el puerto, en la colina. Si ha dado una vuelta por esa parte, sin duda lo habrá visto.

Hulot recordaba vagamente haber visto un camposanto cerca del aparcamiento donde se había detenido al llegar.

—¿Y cómo se llamaban los que vivían en la casa?

—Ah, eso no lo recuerdo. Era un nombre que empezaba por Le... Le algo, Legrand o Le Normand, me parece.

Hulot miró ostensiblemente su reloj.

—¡Caramba, qué tarde se ha hecho! Es increíble cómo pasa el tiempo cuando se escucha un relato interesante. Mis amigos estaran preguntándose qué me ha ocurrido. Le agradezco la historia.

—No hay de qué.

—Buenas vacaciones.

El hombre se dio la vuelta y fue a unir su ciencia a la de Bertot. Mientras subía al coche, Hulot oyó que lo llamaba.

—¡Eh, usted, oiga! Si esta noche quiere comer buen pescado, vaya con sus amigos a La Coquille d'Or, en el puerto. Si en otra parte lo estafan, después no venga a lamentarse. Recuerde: La Coquille d'Or. Es de mi cuñado. Dígale que lo envía Gastón; lo atenderá muy bien.

«Vaya, hombre, con recomendación y todo. Parece que hoy es mi día de suerte», pensó Hulot mientras ponía en marcha el motor.

Ya camino a Cassis, con la firme intención de ir a visitar el cementerio local, Nicolas Hulot pensó que la buena suerte debería durarle todavía un tiempo, para, saldar ciertas cuentas.

43

Nicolás Hulot retiró el tíquet de aparcamiento del expendedor automático y aparcó el coche exactamente en el mismo lugar donde lo había dejado antes.

Desde allí se veía, a la izquierda con respecto al parking de la Viguerie, un poco más arriba sobre el flanco de la colina, un pequeño cementerio delimitado por cipreses.

Emprendió el camino de subida, que parecía la continuación del callejón que había bajado poco antes. Mientras andaba vio, por debajo del camposanto, una explanada de cemento donde se veían dibujadas en la tierra las divisiones de un par de pistas de tenis y una de baloncesto. Un grupo de muchachos jugaban con una pelota, empeñados en disputar un partido con un cesto solo.

Le resultó extraña la presencia de un campo de juego bajo un cementerio. Extraña, pero en sentido positivo. En el fondo no era una falta de respeto, sino la simple convivencia de la vida y la muerte, sin traumas, sin falsos pudores. Si él creyera en fábulas, diría que aquella proximidad era para los vivos un medio de compartir un poco de vida con los que ya no la tenían.

Llegó al sendero del cementerio.

Un cartel azul, colgado de un farol, advertía que se encontraba en Allée du Souvenir Francais. En la pared excavada en la colina frente a él, un cartel blanco ribeteado en rojo y azul recordaba lo mismo.

Recorrió las pocas decenas de metros de camino de tierra que llevaban a la verja de acceso, bajo un arco de piedra, a la izquierda.

Al lado, colgado de un poste consumido por la intemperie, un cartel advertía que el guardián, en invierno, estaba disponible de 8 a 17 Hulot pasó bajo el arco y entró; la grava crujió bajo sus zapatos.

De inmediato percibió el silencio.

No importaba que un poco mas abajo un grupo de muchacho alborotara en el entusiasmo del juego, que el pueblo estuviera lleno de turistas y de murmullos de verano, que se oyera no muy lejos el rumor de los automóviles.

Parecía que el muro que rodeaba el lugar hubiera sido construido con un material que absorbía los sonidos, que no eliminaba los ruidos sino que cambiaba su naturaleza, como si pasaran a formar parte integrante del silencio que se respiraba allí.

Avanzó despacio por el sendero, en medio de las tumbas. La emoción por sus pequeños progresos se había calmado durante el breve trayecto desde La Patience. Ahora era el momento de ser racional, de conservar la calma y de reflexionar. Ahora era el momento de recordarse que la vida de alguien dependía de él y sus próximos descubrimientos.

El cementerio era muy pequeño; estaba compuesto de una serie de senderos en forma de damero entre las tumbas. A la derecha, para aprovechar mejor el poco espacio disponible, una escalera de cemento subía hacia unas terrazas en las que se adivinaban otras sepulturas, diseminadas en la colina que se elevaba hacia lo alto, más allá de la valla.

En el centro, un enorme ciprés subía hacia el cielo sereno. A la derecha y a la izquierda, apoyadas en el muro que rodeaba el cementerio, había dos pequeñas construcciones con el techo de tejas rojas. La de la derecha, a juzgar por la cruz en lo alto, parecía una capilla. La otra tal vez fuera un cobertizo. Mientras la miraba, la puerta de madera se abrió y salió un hombre. Hulot se dirigió hacia él, mientras se preguntaba qué papel debía representa. Como a menudo sucede a los actores y a los policías, maestros la mentira, decidió dejarse llevar por la intuición y por la improvisación.

Abordó al hombre, al que entretanto se había acercado.

—Buenos días.

—Buenas tardes.

Hulot miró el sol, que se encaminaba hacia un triunfal ocaso y advirtió que las horas habían pasado sin que él se diera cuenta.

—Ya. Tiene usted razón. Buenas tardes. Oiga...

Decidió hacer el papel de turista curioso, y adoptó una expresión inocente.

—¿Usted es el guardián?

—Sí.

—Verá usted, en el pueblo he oído una historia terrible, que sucedió aquí algún tiempo atrás...

—¿Se refiere a lo que pasó en La Patience? —lo interrumpió el guardián.

—Pues sí. Me preguntaba si por casualidad sería posible echar una ojeada a las tumbas.

—¿Es usted policía?

Nicolás, desconcertado, miró al hombre como si de golpe le hubiera salido una segunda nariz. Por su expresión, el otro supo que había acertado, y sonrió.

—No se preocupe; no es que lo lleve escrito en la frente. Pero fui bastante pillo en mi juventud, y tuve algunos encuentros con la policía, por lo que sé reconocerlos...

Hulot ni confirmó ni desmintió nada.

—Así que quiere usted ver las tumbas de los Legrand, ¿eh? Venga conmigo.

No hizo preguntas. Si ese hombre tenía un pasado turbio que lo había llevado a vivir allí, en un pequeño pueblo donde hay gente que quiere saberlo todo y gente que no quiere saber nada, resultaba bastante claro de qué parte había decidido estar.

Lo siguió hasta la escalera que iba a las terrazas. Subieron unos escalones y, llegados al primer nivel, el guardián dobló a la izquierda Y se detuvo ante una hilera de tumbas. Hulot recorrió con la mirada las lápidas apoyadas en el suelo, levemente inclinadas. Cada una llevaba una inscripción muy simple, un nombre y una fecha esculpidos en la piedra.

Laura de Dominicis 1943-1971

Daniel Legrand 1970-1992

Marcel Legrand 1992

Françoise Mautisse 1992

En las tumbas no había fotografías; había observado que había otras que tampoco las tenían. No lo encontró extraño, pero hubiera preferido tener caras para recordar y guardar como referencia.

Pareció que el guardián le hubiera leído el pensamiento.

—En las lápidas no hay fotos porque se quemaron todas en el incendio.

—¿Y por qué solo dos tienen la fecha de nacimiento?

—Son de la madre y el hijo. Las otras dos, creo que no las tuvieron a tiempo para el entierro. Y después...

Hizo un gesto que daba a entender que después ya no hubo nadie a quien le interesara añadirlas.

—¿Cómo sucedió? —preguntó el comisario, sin levantar los ojos de las losas de mármol.

—Una historia fea, y no solo por el hecho en sí. Legrand era un tío raro, un solitario. Llegó al pueblo después de comprar esa finca, La Patience, con la mujer embarazada y una especie de ama de llaves. Se instaló, y enseguida quedó claro cuál iba a ser su actitud: total aislamiento. La mujer parió en la casa, sola, seguramente asistida por él y el ama de llaves.

Señaló la tumba con un gesto.

—La mujer murió unos meses después del parto. Quizá, si hubiera parido en un hospital, no habría sucedido. Por lo menos es lo que dijo el médico que determinó su muerte. Pero ese hombre era así. Parecía que odiaba a la gente. Al hijo no se lo veía casi nunca, no lo bautizaron, no iba al colegio. Debía de tener profesores particulares, tal vez el mismo padre, porque aprobaba los exámenes final de cada curso.

—¿Usted lo vio alguna vez?

El guardián asintió con la cabeza.

—Muy de vez en cuando venía con el padre a dejar flores n la tumbal de la madre. En general era la mujer de la casa la que se ocupaba. Una vez sucedió algo...

—¿Qué?

—Algo insignificante, pero que daba mucho que pensar sobre cómo debía de ser la relación entre padre e hijo. Yo estaba allí dentro...

Señaló con un gesto de la mano la pequeña construcción de donde Hulot le había visto salir.

—Cuando salí, lo vi... al padre, me refiero... de pie delante de la tumba, vuelto de espaldas. El niño estaba al lado, apoyado en el muro, mirando hacia abajo, a los niños que jugaban al fútbol. Cuando me oyó salir, volvió la cabeza hacia mí. Era un niño normal, bastante guapo, diría, pero tenía unos ojos extraños, no sé cómo decirlo... unos ojos tristes. Sí, eso, tristes, diría. Los ojos más tristes que había visto nunca. Debió de haber aprovechado un momento de distracción del padre para llegar hasta allí, atraído por las voces de los otros niños. Me acerqué a hablarle, pero el padre vino hecho una furia. Gritó el nombre del niño y... ¿Me permite decirle algo?

El guardián hizo una pausa. Lo miró fijamente como si no lo estuviera viendo a él sino reviviendo aquel momento.

—Cuando ese hombre gritó: « ¡Daniel!», lo hizo con la voz con que uno grita: « ¡Fuego!» a un pelotón de fusilamiento. El niño se volvió hacia el padre y se puso a temblar. Temblaba como una hoja. Legrand no dijo nada. Se limitó a mirar a su hijo con los ojos muy abiertos, como loco. Temblaba de rabia casi tanto como su hijo temblaba de terror. No sé qué sucedía en aquella casa; solo sé que en ese momento ¡el niño se meó encima!

El guardián bajó por un instante la mirada al suelo.

—Como imaginará usted, años después, cuando pasó lo que paso, no me sorprendió en absoluto saber que Legrand había cometido aquella matanza. ¿Entiende lo que le quiero decir...?

—Según me han dicho, se suicidó después de matar al ama de llaves y al hijo y prender fuego a la casa.

—Así fue, sí. O por lo menos esa fue la conclusión de la policía. No había motivos para sospechar otra cosa, y el comportamiento de ese hombre apoyaba sobradamente esa hipótesis. Pero aquellos ojos...

Miró al vacío sacudiendo la cabeza.

—Aquellos ojos de loco no lograré quitármelos nunca de la cabeza.

—¿Hay alguna otra cosa que pueda decirme? ¿Recuerda algún otro detalle?

—Pues sí, han sucedido cosas extrañas desde entonces. Bastantes, diría.

—¿Como cuáles?

—El robo del cuerpo, por ejemplo. Después, el asunto de las flores...

Por un instante Hulot creyó haber entendido mal.

—¿Qué cuerpo?

—El suyo.

El hombre indicó con un dedo la lápida de Daniel Legrand.

—Aproximadamente un año después de la tragedia, una noche profanaron la tumba. Cuando llegué, por la mañana, encontré la verja forzada, la lápida suelta y el ataúd abierto. Del cuerpo del chaval no había ni rastro. La policía pensó en un maníaco necrófilo que...

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