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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (52 page)

—¿Qué ocurre, Frank?

—Ocurre que soy un idiota, Claude. ¡Un grandísimo idiota! Si no hubiera estado tan ocupado en ser un hombre de mierda, tal vez hubiera recordado cómo ser policía, y mucho de lo que ha sucedido se habría podido evitar.

Morelli seguía sin entender nada cuando llegaron a la puerta de Stricker, que aún conservaba los precintos policiales de plástico amarillo. Frank los arrancó casi con rabia, abrió la puerta y entraron en el piso.

Flotaba en el aire esa sensación de ineluctabilidad que siempre hay en los lugares donde se ha cometido un crimen. El cuadro roto en el suelo, las marcas en la alfombra, las huellas del registro de la brigada científica, el olor metálico de la sangre coagulada recordaba la vana lucha de un hombre frente a la muerte, a la hoja de un cuchillo, a la determinación de su verdugo.

Frank se dirigió sin vacilar a la alcoba. Morelli vio cómo cruzaba el umbral y se detenía a observar la habitación. Habían limpiado la sangre en el suelo de mármol, pero en las paredes aún quedan algunas huellas, único testimonio del crimen que se había ^consumado allí.

Frank permaneció inmóvil durante unos instantes y después hizo algo que a Morelli le resultó incomprensible. Dio dos pasos, se acercó a la cama y se echó en el suelo en la posición exacta en que habían encontrado el cadáver de Stricker, posición cuya silueta había trazado en las baldosas de mármol la brigada científica antes de retirar el cadáver. Se quedó así un momento, sin apenas mover la cabeza. Luego alzó la mirada ante sí para ver algo que evidentemente, solo se podía distinguir desde el suelo.

—Mira, maldición. ¡Mira...!

—¿Que mire qué, Frank?

—Estúpidos, todos hemos sido unos estúpidos, y yo más que nadie. Empeñados en ver las cosas desde arriba, cuando a veces la respuesta debe buscarse desde abajo.

Morelli no conseguía comprender. Frank se levantó de un salto.

—Ven conmigo. Hay algo más que debemos comprobar.

—¿Adonde vamos?

—A Radio Montecarlo. Si he visto bien, la respuesta definitiva está allí.

Salieron del piso. Morelli lo miraba como si no lo hubiera visto nunca. El estadounidense parecía presa de un frenesí que nada en el mundo habría podido calmar.

Recorrieron casi a la carrera el elegante vestíbulo después de haber arrojado las llaves al encargado, que se mostró visiblemente aliviado de ver que se marchaban. Salieron y subieron al coche de Frank, que un agente de uniforme ya tenía en su mira. El policía estaba de pie delante del coche con la libreta de multas abierta en la mano.

—Suelta el hueso, Leduc; estamos de servicio.

El agente reconoció a Morelli.

—Ah, es usted, inspector. Está bien.

Los saludó llevándose la mano al
quepis,
un instante antes que el coche partiera con un chirrido de neumáticos y se metiera en el tráfico sin dar excesiva importancia a las reglas de prioridad. Cogieron a gran velocidad la calle que bajaba a la derecha, pasaron por la iglesia de Sainte-Dévote y bordearon el puerto, donde se había iniciado todo, en una embarcación con una fúnebre carga que se había encajado en el muelle como un buque fantasma.

Si había visto bien, aquella historia concluiría exactamente donde había comenzado. Llegaba el fin de la caza de las sombras sin rostro. Ahora era el tiempo de la caza de los hombres que, como tales, tenían un rostro y un nombre.

Recorrieron a toda velocidad la distancia que los separaba de la sede de Radio Montecarlo, del otro lado del puerto, haciendo chirriar los neumáticos en el asfalto, que un pálido sol entre las nubes ya empezaba a secar.

Detuvieron el coche junto a una barca apoyada en un andamio, a la espera de ser botada. Morelli parecía contagiado de la fiebre que se había apoderado de Frank, que hablaba solo, movía en silencio los labios y decía frases entrecortadas que solo él lograba entender. El inspector solo podía seguirlo, con la esperanza de que aquellos murmullos sin sentido cobraran algún significado.

Llamaron al timbre y, en cuanto la secretaria les abrió la puerta, se precipitaron como un rayo hasta el gran ascensor montacargas, que afortunadamente se hallaba en la planta baja.

Bikjalo los esperaba ya en el umbral, con la puerta abierta.

—¿Qué pasa, Frank? A esta hora...

Frank lo apartó con un gesto brusco y siguió adelante. Morelli se encogió de hombros pidiéndole disculpas por el comportamiento del estadounidense. Frank pasó delante del puesto de la secretaria. Raquel estaba sentada a su escritorio, y Pierrot, de pie al otro lado, recogía una pila de CD que debía ir al archivo. Frank se detuvo en la pared opuesta a la entrada, donde, detrás de las puertas de dos hojas de cristal, estaban los cables de las conexiones telefónicas y los empalmes con el satélite e internet. Se volvió entonces hacia Bikjalo, que, con Morelli, lo había seguido sin entender nada.

—Abra esta puerta.

—Pero...

—¡Haga lo que le digo!

El tono de Frank no admitía réplica. Bikjalo abrió las puertas y un soplo de aire fresco invadió la habitación. Frank permaneció un instante, perplejo, ante el enredo de hilos. Metió las manos y pasó las yemas bajo las placas metálicas que sostenían las conexiones de las líneas telefónicas.

—¿Qué ocurre, Frank? ¿Qué estás buscando?

—Ahora te diré qué estoy buscando, Claude. Nos hemos vuelto locos, en vano, intentando interceptar las llamadas de ese cabrón No lo habríamos logrado nunca, ni aunque lo hubiéramos continuado probando toda una vida, ¿y sabes por qué?

Parecía que había encontrado algo. Sus manos se detuvieron en una de las placas. Se puso a tirar con fuerza, para extraer algo que estaba fijado allí dentro. Al fin lo consiguió; cuando se volvió sostenía en la mano una especie de caja plana de metal, del doble de tamaño de una cajetilla de cigarrillos, de la que salía un hilo que terminaba en una ficha de teléfono. La caja estaba enteramente envuelta en cinta aislante oscura. Frank la mostró a los dos hombres, que lo miraban atónitos.

—¡Aquí tienen por qué no conseguíamos interceptar las llamadas! ¡Ese hijo puta las emitía desde aquí dentro!

Frank exponía sus pensamientos con la agitación del que se encuentra de golpe ante una verdad hecha de muchas palabras y quisiera decirlas todas juntas.

—Les diré cómo sucedió todo. No fue Ryan Mosse quien mató a Stricker. En mi obstinación, tenía tantas ganas de que fuera él el culpable, que ni siquiera me permití considerar otra posibilidad. Ninguno, una vez más, ha demostrado una astucia diabólica. Nos dio adrede un indicio que podíamos interpretar de dos formas: podía dirigirnos tanto a Roby Stricker como a Gregor Yatzimin. Después se quedó tranquilamente esperando a ver qué hacíamos. Cuando pusimos bajo protección a Stricker con todas las fuerzas de que disponíamos, con toda la calma del mundo fue a matar a Yatzimin. Y cuando se descubrió el cadáver del bailarín y nosotros abandonamos la protección de Stricker para correr a la casa de muerto, Ninguno fue a Les Caravelles a matarlo también.

Frank hizo una pausa.

—Ese era su verdadero objetivo. ¡Quería matar a Stricker y Yatzimin la misma noche!

Bikjalo y Morelli parecían petrificados.

—Cuando mató a Stricker, el muchacho se defendió. Durante la lucha, sin querer, Ninguno lo hirió en el rostro. Por eso no llevó su cara: porque estaba estropeada, y para sus objetivos, cualesquiera que sean, ya no servía. Abandonó el piso convencido de que Stricker había muerto, pero el pobre todavía estaba vivo y tuvo tiempo de escribir con su propia sangre un mensaje...

Frank hablaba como si todas las piezas del rompecabezas se ensamblaran a la perfección delante de sus ojos a medida que explicaba cómo se habían desarrollado los hechos.

—Roby Stricker frecuentaba la vida nocturna de Montecarlo y de la costa y conocía a todos los que formaban parte de ese ambiente. Por consiguiente, conocía también a su asesino, aunque quizá en su agonía, y es comprensible, no recordaba el nombre. Pero sabía quién era y en qué trabajaba...

Frank hizo otra pausa para permitirles asimilar lo que les decía. Cuando continuó lo hizo con menos ímpetu, casi subrayando las palabras.

—Tratemos de imaginarnos el lugar. Stricker está echado en el suelo, herido de muerte, con el brazo izquierdo roto. Desde la posición en que se encuentra... y lo he comprobado personalmente... se ve reflejado en la pared de espejos del cuarto de baño, a través de la puerta abierta. Escribe lo que sabe, viendo su propia imagen en los espejos y usando la mano derecha, que nunca usa para escribir. Resulta entonces natural que haya escrito el mensaje al revés y que, lamentablemente, haya muerto sin haber logrado completarlo...

Cogió por los brazos a los dos hombres, que lo miraban mudos, y los arrastró hasta el espejo situado frente a la sala de control. Indicó con el dedo la inscripción en letras rojas luminosas sobre sus cabezas, reflejada al revés en la superficie resplandeciente.

—¡No era «RYAN» lo que quería escribir, sino «ON AIR», la señal que en la radio indica el inicio de una emisión! Encontramos un signo confuso al comienzo de la escritura, y creímos que no tenía sentido, que era un garabato provocado por un espasmo de la muerte. Pero, sí tenía sentido. Stricker murió antes de completa la «O».

—¿Quieres decir que...?

La voz de Morelli surgía de algún lugar donde era difícil creer a los propios oídos y los propios ojos. Bikjalo ocultó la cara entre las manos, pálido como un muerto; solo se veían sus ojos incrédulos. La presión de los dedos los había abierto más de lo debido acentuando la expresión de estupor.

—¡Quiero decir que hemos vivido junto al diablo sin notar siquiera el olor del azufre!

Frank mostró la cajita que tenía en las manos.

—Ya verán cómo, una vez analizado este trasto, comprobaremos que es un obsoleto receptor de radio común y corriente, que jamás habríamos descubierto porque transmite en una frecuencia que jamás habríamos considerado. Ninguno de nosotros habría tenido en cuenta un sistema tan arcaico. Y verán ustedes que aquí dentro hay un temporizador o algo parecido que lo hacía funcionar en el momento deseado. Además, la señal telefónica no se captaba porque este aparato se colocó antes que la centralita que utilizábamos para tratar de interceptar las llamadas. Los detalles nos los darán los técnicos, aunque ya no hacen falta. Ninguno hacía llamadas grabadas con anterioridad, a la única persona que sabía qué preguntas formular o qué respuestas dar, porque ya las conocía...

Frank buscó en el bolsillo y sacó la foto del disco de Robert Fulton.

—Y esta es la prueba definitiva de mi estupidez. El afán de plantearse preguntas a veces lleva a seguir hipótesis obtusas y se olvida de considerar lo obvio. Entre otras cosas, que el cerebro de un niño es siempre el cerebro de un niño, aunque esté en el cuerpo de un muchacho. ¡Pierrot!

La cabeza de Rain Boy asomó de repente como una marioneta por la división de madera que separaba el escritorio de Raquel del lugar donde se encontraban.

—Ven un momento, por favor.

El muchacho avanzó con expresión asustada y con su andar extraño. Había oído las explicaciones precipitadas de Frank sin entender gran cosa, pero su tono le había alarmado. Se acercó asustado, a los tres hombres, como si temiera ser la causa de toda la agitación y esperara una reprimenda.

Frank le puso la foto ante los ojos.

—¿Recuerdas esta foto?

Pierrot asintió con la cabeza, como solía hacer cuando lo interrogaban.

—¿Recuerdas que te pregunté si este disco estaba en el salón, y tú me dijiste que no? ¿Y recuerdas que también te dije que no hablaras con nadie, que debía ser un secreto entre nosotros? Ahora te preguntaré algo y tú debes decirme la verdad...

Frank le dio tiempo para que asimilara lo que le había dicho.

—¿Has hablado con alguien de este disco?

Pierrot bajó los ojos al suelo y guardó silencio. Frank repitió la pregunta.

—¿Has hablado de esto con alguien, Pierrot?

La voz de Pierrot pareció surgir de algún lugar bajo tierra, exactamente de debajo de sus pies, que ahora miraba fijamente.

—Sí... No...

Frank le apoyó una mano en el pelo.

—¿Con quién hablaste?

El muchacho levantó el rostro. Sus ojos estaban húmedos de lágrimas.

—Con ninguno, ¡lo juro! Solo...

Se interrumpió y paseó su mirada asustada por los tres hombres que lo miraban en silencio.

—Solo con Jean-Loup...

Frank miró a Bikjalo y a Morelli. En su rostro se mezclaban en igual medida el abatimiento y el triunfo.

—¡Señores, les guste o no, Ninguno es Jean-Loup Verdier!

Por un instante cayó sobre la estancia el silencio de la eternidad.

A través de los cristales de la sala de control se veía a Luisella Berrino, la locutora del programa que en aquel momento se estaba emitiendo, sentada delante del micrófono como si fuera una ventana abierta al mundo. Por las grandes ventanas de la sala se entreveía la explanada del puerto. Sobre la gente, sobre los árboles todavía goteantes de lluvia, sobre las embarcaciones del fondo y sobre toda la ciudad el sol volvía a brillar. Había palabras, había sonrisas, había música, había personas vivas escuchando el programa, hombres al volante de un coche, mujeres que planchaban, empleados sentados a su escritorio, parejas que hacían el amor, jóvenes que estudiaban.

Allí, en aquella estancia, daba la impresión de que el aire había desaparecido, la luz del sol era un recuerdo sin esperanza, y las sonrisas, un bien precioso perdido para siempre.

Morelli fue el primero en recobrarse. Cogió el móvil y, nervioso, marcó el número de la central.

—Hola, aquí Morelli. Tenemos un código 11, repito: código 11 lugar Beausoleil, casa de Jean-Loup Verdier. Advierte a Roncaille y dile que el sujeto es Ninguno. ¿Has entendido bien? Él sabrá qué hacer. Y ponme enseguida con el coche de servicio delante de la casa...

Bikjalo se desplomó en una silla frente a los ordenadores. Parecía haber envejecido cien años. Tal vez pensaba en todas las veces que se había encontrado a solas con Jean-Loup Verdier sin sospechar que se hallaba en compañía de un asesino de una ferocidad inhumana. Mientras se paseaba de un lado a otro como un león enjaulado, Frank rogó, por el bien de su alma, que no pensara, en ese momento, que el éxito de
Voices
había terminado.

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