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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (55 page)

Un ruido de pasos interrumpió las palabras de Morelli. La mirada del inspector se fijó en alguien que estaba detrás de Frank.

—Volvemos a encontrarnos, señor Ottobre...

Frank reconoció aquel tono y aquella voz. Se dio la vuelta y se encontró ante los ojos sin vida del capitán Ryan Mosse y su alma condenada, el general Nathan Parker. Morelli se colocó enseguida a su lado. Frank notó su presencia y se sintió agradecido.

—¿Algún problema, Frank?

—No, Claude, ningún problema. Creo que puedes marcharte, ¿verdad, general?

La voz de Parker era más fría que el hielo del Ártico.

—Sí, será mejor así. Si nos disculpa usted, inspector...

Morelli se alejó, no del todo convencido. Frank oyó el ruido de sus pasos en el mármol del pasillo. Nathan Parker y Mosse guardaron silencio hasta que desapareció.

El primero en hablar fue Parker.

—Así que lo ha conseguido, ¿eh, Frank? Ha descubierto a su asesino. Es usted un hombre de muchos recursos.

—Lo mismo se puede decir de usted, general, aunque no son recursos de los que sentirse orgulloso. Por si le interesa, Helena me lo ha contado todo.

Al viejo soldado no se le movió ni un pelo.

—También a mí me lo ha contado todo. Me ha hablado largamente del ardor viril con que se ha aprovechado usted de una mujer que no se halla en posesión de sus facultades mentales. Creo que ha cometido usted una serie de graves errores mientras jugaba a caballero intachable y sin miedo. Si mal no recuerdo, ya le había advertido que no se interpusiera en mi camino, pero usted no quiso escucharme.

—Es usted un ser despreciable, general Parker, y acabaré con usted.

Ryan Mosse dio un paso adelante. El general lo detuvo con un gesto. Sonrió con perfidia.

—Es usted un fracasado y, como todos los fracasados, es también un iluso, señor Ottobre. No es un hombre, sino los restos del hombre que fue. Puedo aplastarlo como a un gusano, sin inmutarme. Escúcheme bien...

Se acercó tanto que Frank notó el calor de su aliento y las leves salpicaduras que salían de su boca mientras silbaba en su cara todo su odio.

—Se mantendrá usted lejos de mi hija. Frank, puedo reducirlo a un estado tan lastimoso que me implorará que lo mate. Y si no le importa su integridad personal, tenga presente que tengo en mis manos la vida de Helena. Si se me antoja, puedo hacerla encerrar en una clínica para enfermos mentales y tirar la llave.

Comenzó a pasearse alrededor de Frank mientras proseguía con su discurso.

—Desde luego, pueden ustedes intentar escapar juntos y unirse contra mí. Pueden intentar escupir juntos su veneno. Pero reflexione. Por un lado estoy yo, un general del ejército estadounidense, un héroe de guerra, y consejero militar de Estados Unidos. Y por otro están ustedes dos, una mujer de comprobada fragilidad psicológica y un hombre que estuvo internado durante meses en un manicomio después de haber llevado prácticamente al suicidio a su mujer. Dígame, Frank, ¿quién les creería? Y además, todo lo que pudieran inventar sobre mí recaería sobre Stuart, y creo que eso es lo último que Helena desearía. Mi hija ya lo ha entendido y ha, prometido que no volverá a verle nunca más. Lo mismo espero de usted, señor Ottobre, ¿me ha entendido? ¡Nunca más!

El viejo soldado se alejó un paso, con un brillo triunfal en los ojos.

—De cualquier modo, independientemente de cómo concluya esta historia, es usted un hombre acabado, señor Ottobre.

El general le dio la espalda y se alejó sin mirar atrás. Mosse se acercó a Frank. En su rostro se podía leer el placer sádico de ensañarse con un hombre vencido.

—Él tiene razón, señor agente del FBI. Eres un hombre acabado.

—Eso ya es algo. Tú, en cambio, ni siquiera has empezado.

Frank dio un paso atrás, esperando una reacción. Cuando Mosse amago un gesto, se encontró con el cañón de la Glock que le apuntaba.

—Adelante, capitán, dame un pretexto. Uno solo. El viejo tiene la espalda cubierta, pero tú no eres ni tan útil ni tan peligroso como crees.

—Antes o después terminarás en mis manos, Frank Ottobre.

Frank levantó los brazos con gesto fatalista.

—Estamos todos en las manos de los dioses, Mosse, pero te garantizo que tú no formas parte de esa categoría. Y ahora mueve el culo y sigue a tu amo.

Permaneció de pie en el pasillo hasta que los dos se marcharon. Guardó la pistola en la funda sujeta a la cintura, apoyó la espalda contra la pared y se deslizó poco a poco hasta sentarse en el suelo de mármol. Se dio cuenta de que estaba temblando.

Escondido quién sabe dónde, había un asesino peligroso y todavía libre. Ya había matado a varias personas con una ferocidad inaudita, entre ellos a Nicolás Hulot, su mejor amigo. Pocos días atrás Frank habría dado los años que aún le quedaban de vida por poder escribir su nombre en un papel.

Ahora todos sus pensamientos giraban en torno a Helena Parker, y no sabía qué hacer.

49

Laurent Bedon salió del café de París acariciando con los dedos el fajo de billetes de 500 euros que le deformaba el bolsillo interior de la chaqueta. Pensó en la increíble suerte de esa noche. Había sido el protagonista absoluto del sueño de todo jugador de ruleta. Pleno al 23 rojo, tres veces sucesivas, con apuesta máxima, el público que aplaudía y la cara del crupier trastornada ante un suceso que más que raro, era único.

Había ido a la caja y había comenzado a sacar de los bolsillos montones de fichas de colores. El empleado se había mostrado impasible ante la magnitud de aquellas ganancias, pero se había visto obligado a pedir más efectivo porque el que tenía en el cajón no bastaba para pagarle.

Mientras retiraba la bandolera de plástico que había dejado en el guardarropa, Laurent pensó que la suerte, cuando se decide a ponerse de tu parte, puede ser incluso embarazosa en su frenesí por reírse de la miseria. Había entrado en el café de París para matar media hora, y en ese tiempo recuperó lo que había perdido en los últimos cuatro años.

Miró el reloj. Era la hora justa.

Permaneció un instante en la acera observando la plaza.

A la izquierda, el Casino Municipal centelleaba con todas sus luces, que destacaban el barroco melindroso de la arquitectura. Al lado de la entrada, del lado izquierdo, había un BMW 750 en un plano inclinado, sabiamente iluminado por una serie de anuncios: era el premio de una carrera que se celebraría pronto.

Enfrente, el hotel de París parecía una consecuencia natural del casino, como si uno no pudiera existir sin el otro. Laurent imaginó a la gente que había dentro. Camareros, botones, conserjes, clientes llenos de vanidad y dinero.

En cuanto a él, las cosas parecían ir al fin por buen camino Gracias al juego. Desde que había comenzado su colaboración con el estadounidense, el viento había cambiado de dirección en todos los aspectos. Se daba cuenta de que ese sujeto, Ryan Mosse, era extremadamente peligroso. Lo había sabido al ver la facilidad con que se había librado de Vadim. Pero era también extremadamente generoso, y mientras siguiera siéndolo lo demás pasaba a un segundo plano. En el fondo, ¿qué le había pedido? Solo que le contara con discreción todas las novedades relativas al caso de Ninguno, toda la información que averiguara mientras frecuentaba a los agentes de policía apostados en la radio a la espera de las llamadas del asesino. Una sinecura que había dado a sus bolsillos dinero suficiente para tapar más de un agujero de su zozobrante economía.

Había experimentado una profunda decepción cuando arrestaron a Mosse, acusado de haber matado a Roby Stricker, aunque ni uno ni el otro le importaban mucho. El estadounidense era a todas luces un psicópata, y él, con franqueza, había pensado que el lugar indicado para aquel fanático era justamente donde le habían metido, una celda maciza en una prisión tan sólida como la de la Roca. En cuanto a Stricker, esa especie de playboy, era un gilipollas cuyo único mérito en la vida consistía en haber salido de un vientre rico. Nadie, y mucho menos su padre, lo encontraría a faltar.

«
Requiescat
como mierda se le antoje. Amén.»

Este pensamiento fue el expeditivo epitafio de Laurent Bedon a la memoria de Roby Stricker.

Lo único que le había preocupado al enterarse del arresto de Mosse era que con ello desaparecía su gallina de los huevos de oro. La viva preocupación por la pérdida de su patrocinador —como le llamaba para sí mismo— había hecho pasar a un segundo plano e temor de una posible acusación por complicidad. Ese tío parecía duro de pelar; los polis deberían sudar la gota gorda para sacan algo. Mosse era duro, y más aún porque contaba con la protección del otro, el general Parker, el padre de la muchacha asesinada. Ese sí que debía de ser realmente un pez gordo. Sin duda era el dueño de la bolsa que Mosse llevaba en la mano y volvía a llenar cada vez que el pobre Laurent la vaciaba.

De un modo u otro, cuando al fin lo pusieron en libertad Laurent soltó un suspiro de alivio y sus esperanzas renacieron. Esperanzas que se convirtieron en una auténtica sensación de triunfo cuando recibió un segundo mensaje de correo electrónico, firmado por el tío de América, en el que fijaba una cita.

No se preguntó qué querría Mosse de él ahora que la identidad del asesino se había descubierto al fin. Lo único que le interesaba era que el flujo de dinero hacia sus bolsillos no se interrumpiera.

Todavía recordaba la expresión atónita de Maurice cuando fue a saldar su deuda. Miró el dinero que le había arrojado en el escritorio —en el despacho de la parte posterior del Burlesque, su sórdido night-club de Niza lleno de putas baratas— como si fuera falso.

Aunque debió de preguntarse de dónde provenía, no dijo una palabra.

Laurent se marchó con una expresión de satisfecho desdén en el rostro, sobre todo cuando pasó ante Vadim, que todavía llevaba esparadrapos en la nariz como recuerdo de su encuentro con el capitán Ryan Mosse. La sospecha de que él contara con la protección de alguien todavía más peligroso que ellos les habían hecho abandonar la actitud despectiva qué normalmente mostraban.

«El señor Bedon ha pagado. El señor Bedon es libre. El señor Bedon os manda a todos a la mismísima mierda. El señor Bedon se va de este asqueroso lugar.»

Laurent se acomodó la bolsa que llevaba colgada del hombro y avanzó. Cruzó en diagonal la plaza en dirección a los jardines del casino.

El lugar estaba repleto de gente. Aparte de los turistas habituales en plena temporada, la historia del asesino en serie que merodeaba por Montecarlo había atraído a incontables periodistas y a una cantidad increíble de curiosos. Reinaba la animación de mejores épocas, aunque, por un extraño juego de palabras, la presencia de tanta vida se debía a la presencia de la muerte.

En toda la ciudad no se hablaba de otra cosa. En los diarios, en las radios, en la televisión, en los salones de las casas cuyas luces llegaban a la calle por las ventanas abiertas.

Volvió de golpe a su mente el rostro de Jean-Loup. A pesar de su cinismo, no consiguió evitar un escalofrío. Pensar que había vivido tanto tiempo codo a codo con alguien capaz de hacer lo que había hecho le ponía la carne de gallina.

¿A cuántas personas había matado? Ocho, si no se equivocaba No, nueve, contando también al pobre comisario Hulot. Hostia. Una auténtica carnicería, obra de un chaval guapo con ojos verdes, voz profunda y aspecto reservado, al que uno imaginaría perseguido por una multitud de mujeres enamoradas, no por toda la policía de Europa.

Recordó que había sido él, Laurent, el que había iniciado la carrera de Jean-Loup. El lo había llevado a la radio, aunque luego eso provocó su creciente exclusión a medida que el locutor demostraba sus dotes.

Ahora también eso había cambiado.

En cuanto a Bikjalo, al que habían afectado profundamente los últimos sucesos, la presidencia de Radio Montecarlo le había retirado gran parte de sus responsabilidades. Ahora fumaba un cigarrillo ruso tras otro y hablaba un idioma que parecía ser el mismo que el de sus cigarrillos. El presidente había preguntado a Laurent si consideraba que estaba en condiciones de hacerse cargo de la dirección de
Voices,
ya que los hechos, lejos de disminuir el interés del público por el programa, habían aumentado la audiencia, con esa extraña y morbosa alquimia que aletea en torno a los delitos de sangre.

«Y ahora qué, pedazos de mierda, ¿por qué no llamáis a vuestro Jean-Loup ahora?»

Laurent, por su parte, había vendido a precio de oro una entrevista en exclusiva a un semanario, y el editor de la revista le había pagado un cuantioso anticipo por un libro en el que ya estaba trabajando, titulado
Mi vida con Ninguno.
Todo eso, sin mencionar las ganancias inesperadas en el café de París. Y la noche todavía no había terminado...

El hecho de que Jean-Loup aún estuviera libre no le preocupaba en absoluto.

El chaval ya no era un problema. Como decía la policía, su detención era cuestión de horas. ¿Adonde podía ir a esconderse un hombre cuya foto estaba en todos los periódicos y en manos de todos los agentes de policía desde allí hasta Helsinki?

La estrella de Jean-Loup Verdier se había apagado para siempre. Ahora surgía el sol de Laurent Bedon.

Hasta había descubierto, para su gran sorpresa, que ya ni siquiera Barbara le importaba un comino. Podía quedarse con su policía, su perro guardián. Se había dado cuenta de que su obsesión por aquella muchacha solo era producto del mal momento que vivía. Tal vez la veía como el símbolo de su fracaso, la representante más significativa de los rechazos de la vida.

Ahora era él quien, sentado en un pequeño trono, tenía el poder de decir sí o no. Lo único que deseaba —si es que todavía quería algo de ella— era verla llegar con el rabo entre las piernas que admitiera el gran error que había cometido al dejarlo. Quería que se humillara y le suplicara que la perdonara y que volviera con ella otra vez.

Todo esto solo para tener la posibilidad sublime de soltarle a la cara la verdad. Que ya no la necesitaba. Ni volvería a necesitarla nunca.

Se sentó en un banco del lado derecho del parque, la parte más sombría. Encendió un cigarrillo y se apoyó en el respaldo mirando el mundo que giraba a su alrededor, sintiendo al fin que no estaba de más allí.

Poco después surgió de las sombras un hombre que se sentó a su lado. Se volvió a mirarlo. Sus ojos, esos ojos que parecían sin vida, como los de un animal embalsamado, no le daban miedo. Para el ese hombre solo significaba más dinero.

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