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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (58 page)

—Nada ha cambiado. Yo soy uno y ninguno, y nada podrá detenerme. Por eso es inútil hablar conmigo. Todo sigue como antes. La luna y los perros. Los perros y la luna. Solo la música no volverá. Yo todavía sigo aquí, y sabes muy bien lo que hago. Yo mato...

La comunicación se interrumpió. En ese preciso instante Morelli volvió como una furia.

—Lo tenemos, Frank. Llama de un móvil. Ya hay un coche que nos espera abajo, con una instalación para interceptar por satélite.

Frank se levantó y siguió a Morelli a la carrera por el pasillo. Bajaron a pie por la escalera, saltaban los escalones de cuatro en cuatro. Salieron del vestíbulo como furias; casi derribaron a dos agentes que subían.

Todavía no habían terminado de cerrar las puertas y el coche ya salía a toda pastilla. Frank vio que el chófer era el mismo que el de la mañana en que habían descubierto el cadáver del Alien Yoshida. Un excelente conductor; se alegró de que fuera él quien iba al volante.

En el asiento del acompañante iba un agente de paisano, que observaba un monitor en el que se veía el mapa de una ciudad. En el centro de una amplia calle a la orilla del mar se movía un punto rojo.

Morelli y Frank se asomaron por el espacio entre los dos asientos delanteros, tratando de ver lo que podían. El agente indicó con el dedo el punto rojo, que ahora se había puesto en movimiento.

—Es el móvil del que procede la llamada. Lo hemos identificado gracias a las coordenadas del satélite. Se encuentra en Niza, más o menos en la plaza Ile de Beauté. Hemos tenido suerte. Es un barrio que queda del mismo lado desde el cual llegaremos. Primero estaba inmóvil; ahora se mueve, despacio. Por su velocidad, creo que va a pie.

Frank se volvió hacia Morelli.

—Llama a Froben e infórmale de la situación. Dile que nosotros estamos llegando y que vayan también ellos. Manten la línea abierta para comunicarle los desplazamientos del sujeto.

El conductor volaba, literalmente.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Frank.

El agente respondió con voz tranquila, como si estuviera dando un paseo en vez de ir disparado como un misil.

—Xavier Lacroix.

—Pues bien, Xavier, te prometo que, si este asunto termina bien, haré todo lo posible para garantizarte un futuro en el mundo de las carreras.

El agente no respondió pero, quizá por efecto del reconocimiento de sus méritos, apretó aún más el acelerador. Mientras Morelli hablaba con Froben, Frank volvió a ocuparse del punto rojo en la pantalla. En ese momento relampagueaba. ;

—¿Qué significa?

El agente le respondió sin volverse.

—Está llamando.

—¿Es posible oír lo que dice?

—Con este aparato no. Es un simple registrador de señal.

—No importa. Lo importante es saber dónde se encuentra esa mierda.

Recorrieron la
basse corniche
a una velocidad que habría provocado la envidia de cualquier finlandés campeón de rally. El piloto —Frank le juzgaba por entero digno de esta definición— conducía el bólido en medio del tráfico de las calles de la ciudad con una frialdad que revelaba un auténtico talento para el volante.

—Froben pregunta dónde está...

—Está subiendo por la calle Cassini... Ahora se ha detenido. Está haciendo otra llamada.

En la entrada de la plaza había un pequeño embotellamiento. Lacroix lo eludió conduciendo sin pestañear en contra dirección; ahora recorría la calle Cassini como si estuviera en plena competición por el Gran Premio. El agente que vigilaba el monitor le daba indicaciones, que Morelli repetía a los de la policía de Niza.

—Dobla aquí, a la izquierda. Abajo por Emmanuel Philibert.

—Emmanuel Philibert —repitió la voz de Morelli.

—Ahora a la derecha. Calle Gauthier.

—Calle Gauthier —hizo eco Morelli.

Cogieron la curva de la derecha casi en dos ruedas. Cuando llegaron al final de la breve calle, llena de coche aparcados a ambos lados, algunos coches patrulla bloqueaban el cruce con la calle Segurane, dispuestos en abanico. Los agentes de uniforme formaban un círculo a pocos metros de los automóviles. Uno de ellos empuñaba su pistola. Xavier frenó bruscamente y en menos de un segundo Frank y Morelli alcanzaron a sus colegas. Froben los vio llegar. Miró a Frank y alargó los brazos con la expresión de quien acaba de pisar mierda.

De pie en medio de los policías había un muchachito de no más de diez años, vestido con una camiseta roja y unos pantalones hasta las rodillas que le habrían quedado perfectos a Spike Lee, y zapatillas Nike. Tenía un móvil en la mano. Miró de uno a uno a los agentes, sin demostrar ningún temor. Sonrió, mostrando una boca con un incisivo roto, y dejó escapar un comentario entusiasmado.

—¡Hostia! ¡La pasma!

52

Eran casi las dos de la madrugada cuando Hudson McCormack bordeó el muelle del puerto de Fontvieille y se detuvo frente a un gran yate, con las defensas cubiertas con tela azul, amarrado entre dos veleros que lo flanqueaban como dos centinelas. Bajó de la
scooter
y la apoyó en el soporte antes de sacarse el casco. Había alquilado ese vehículo, en vez de un coche, porque lo creía el más conveniente para el tráfico de Montecarlo; en verano la ciudad era ya de por sí un caos y, a pesar de la abundancia de aparcamientos, moverse en automóvil era un auténtico suplicio.

Además, con la regata, el puerto de Fontvieille se convertía en un continuo vaivén de gente y de medios de transporte que iban y venían entre tripulaciones, periodistas, patrocinadores y sus representantes, a quienes se sumaban los inevitables aficionados y curiosos.

Cada desplazamiento se volvía una especie de gincana de duración indeterminada, y la moto era la mejor solución para escabullirse con facilidad de la confusión generalizada. Por otra parte, el casco y las gafas eran una buena máscara para evitar que lo reconocieran y detuvieran a cada paso los que querían saber novedades sobre los barcos.

Mientras contemplaba la imponente embarcación, Hudson McCormack volvió a pensar en la eterna distinción entre barcos de vela y de motor, que desde siempre provocaba airadas discusiones de bar entre los apasionados de unos y otros. Él consideraba que era una distinción ociosa y sustancialmente inexacta. Todos eran barcos de motor, aunque un velero, en lugar de propulsión mecánica, de cilindros, pistones y carburantes situados en alguna parte del casco, utilizaba como motor el viento. Y, como todos los motores, había que comprender su funcionamiento y sus pulsaciones más o menos regulares, para sacarle el mejor partido.

Cuántas veces, siguiendo las competiciones automovilísticas, que era su otra pasión, había visto que el motor de un piloto explotaba en una imprevista humareda blanca; entonces, el bólido se acercaba tristemente al borde de la pista mientras todos los demás lo superaban y el piloto descendía del coche y se inclinaba a mirar para tratar de entender qué detalle de la máquina lo había traicionado.

Con ellos ocurría lo mismo. También un barco de regata estaba sujeto a los caprichos de su motor, el viento, que giraba, cambiaba de dirección, aumentaba o disminuía a su antojo. Así, de golpe, sin previo aviso, uno podía encontrarse con las velas flojas, mientras, a pocas decenas de metros, la embarcación adversaria avanzaba a toda velocidad con el
spinnaker
tan hinchado que parecía que iba a romperse de un momento a otro.

Algunas veces sucedía también que una vela se rasgaba con un ruido semejante a una enorme cremallera. Entonces todos se precipitaban, a las órdenes del capitán, a cambiar la vela dañada, y los miembros de la tripulación se movían como bailarines sobre un escenario que se balanceaba y cabeceaba.

Hudson McCormack no tenía una explicación personal para todo ello; solo sabía que lo amaba. Ignoraba por qué, cuando se hallaba en el mar, se sentía bien, pero no le importaba mucho averiguarlo.

La felicidad no se analiza; se vive. Sabía que cuando estaba en el velero era feliz, y con eso le bastaba.

De repente, le entró la impaciencia por la inminente regata. La Grand Mistral era una especie de anticipación de la copa Louis Vuitton, que tendría lugar a fin de año. Era la ocasión en que se Mostraban las cartas. Se comparaban las tripulaciones y las embarcaciones y se ponían a prueba las novedades que habían aportado los ingenieros para ser cada vez más competitivos. Se hacían los cotejos y se extraían resultados. Luego tendrían todo el tiempo necesario para adaptar las modificaciones antes de la que todos consideraban la reina absoluta de las regatas, la más importante, la más prestigiosa.

Este año estarían todos en la Grand Mistral. Desde los que participaban por primera vez, como los del
Mascalzone Latino
una nueva embarcación italiana, hasta las tripulaciones más conocidas. La única ausente de prestigio era
Luna Rossa,
patrocinada por Prada, que había decidido proseguir los entrenamientos en Punta Ala.

Hudson y su gente habían anclado su embarcación,
Try for the Sun
, con todo el material, cerca de Cap Fleuri, a pocos kilómetros de Fontvieille. Los técnicos y otros miembros del equipo dormían a bordo, en condiciones algo espartanas pero más prácticas para vigilar el velero veinticuatro horas al día y evitar que ojos indiscretos vieran ciertos detalles que eran necesario mantener en secreto. Tanto en la náutica como en el automovilismo, una idea revolucionaria podía representar la diferencia entre el triunfo y la derrota. Las ideas tenían el defecto intrínseco de ser fáciles de copiar, por lo que todos ellos intentaban mantener lo más escondido posible los detalles de las embarcaciones que equivalían a la Fórmula Uno de los veleros.

Claro, tenían la ventaja de que gran parte de su aerodinámica, por llamarla así, estaba sumergida. Pero en un mundo de seres humanos sucedían cosas humanas.

Existían los respiradores, existían las cámaras fotográficas submarinas y en este mundo había tíos sin escrúpulos. Alguien menos listo —Hudson McCormack se felicitó por la pertinencia del termino— tomaría ciertos temores por exceso de prudencia.

De hecho, no se tenía suficiente prudencia en un ambiente como ese, en el que se hallaban en juego intereses económicos más importantes que el honor de la victoria. Por ello, todas las embarcaciones de soporte llevaban a bordo un respirador ARO, de esos que funcionaban con oxígeno y no con aire, inventados durante la Segunda Guerra Mundial y usados por los exploradores submarinos. Se construían de modo que aprovechaban el reciclado del anhídrido carbónico, según un sistema que permitía acercarse a las naves enemigas sin revelar su presencia gracias a las burbujas de aire que subían a la superficie...

Ya no existían las patas de palo, los garfios o los parches negros en los ojos; la bandera negra con la calavera y las tibias cruzadas ya no flameaba en el palo mayor, pero la piratería continuaba. Sus descendientes seguían vivos, navegando todavía por los siete mares.

Ya no había reyes o reinas que apadrinaran carabelas, pero sí patrocinadores que contribuían con millones de dólares. Otros hombres, otros barcos, pero las mismas motivaciones. Simplemente, habían reemplazado con un complejo sistema de previsión del tiempo el dedo humedecido con saliva que se utilizaba para determinar la dirección del viento.

La tripulación del
Try for the
Sun, de la que McCormack formaba parte, se hospedaba en el gran yate con los colores de su patrocinador, anclado en el puerto de Fontvieille. Habían elegido esa solución por motivos de representación. La empresa que financiaba la aventura, una marca multinacional de tabaco, se proponía obtener el máximo beneficio publicitario posible. Honestamente, con lo que desembolsaba, Hudson creía que tenía pleno derecho a ello.

Las fotos de los miembros de la tripulación ya habían aparecido en todos los semanarios más importantes del sector. No había revista de náutica, de vela o
yatching,
que no hubiera publicado un reportaje sobre su embarcación y sus tripulantes.

Con motivo de su llegada a Montecarlo habían comprado, en los periódicos más importantes, páginas publicitarias que debían de haber costado un ojo de la cara. Hudson había notado con cierta satisfacción que las imágenes reproducidas en el humilde papel de los periódicos les hacían justicia y no parecían las tomas que solían hacerse después de una redada de traficantes de droga. Él, en particular, había salido decididamente bien. En su rostro impreso en la página se veía una sonrisa abierta y natural, no con una de esas vacías expresiones de foto de casamiento.

Por otra parte, él tenía efectivamente un rostro y una sonrisa así, de esos que no suelen ser indiferentes al sexo femenino.

La noche de gala de la que llegaba había sido una demostración bidente de ello.

Era la presentación oficial de la embarcación y de la tripulación, en el Sporting Club d'Été. Todos los componentes de la expedición se presentaron con sus coloridos uniformes, mucho más elegantes, según Hudson, que los esmóquines masculinos y los vestidos de noche de las mujeres que había encontrado. En determinado momento, el presentador de la velada pidió la atención del público. Un bonito juego de luces, un redoble de tambor de la orquesta, y ellos salieron corriendo por los dos lados de la sala para colocarse en fila ante el público, mientras en una pantalla gigante montada a sus espaldas se veían imágenes del
Try for the Sun
, con el fondo musical de «We Are the Champions», de Queen, arreglada para la ocasión con el máximo uso de los arcos, que evocaban el soplido del aire en las velas.

Los presentaron y aplaudieron uno por uno; recogieron su ración personal de aplausos mientras cada uno daba un paso adelante en el momento en que se pronunciaba su nombre. Hombres expertos, fuertes, ágiles y astutos: lo mejor que se podía encontrar en ese deporte. Al menos, así los habían definido y, aunque fuera por un rato, era agradable creerlo.

Después de la cena, el grupo fue a una discoteca, Jimmy'z. Eran todos deportistas y en general se comportaban como tales. Sus hábitos y su actitud podían describirse con el dicho «Si quieres vivir sano, acuéstate temprano y levántate temprano».

Sin embargo, al día siguiente no saldrían al mar, de modo que los responsables del equipo pensaron que un poco de diversión serviría para reforzar la moral del grupo.

Hudson aseguró la
scooter
con una gruesa cadena cubierta de plástico transparente rojo, que combinaba con el color de la carrocería. Le habían asegurado que en Montecarlo no existía un solo lugar donde pudiera temer un robo, pero la costumbre era más fuerte que él. Siempre había vivido en Nueva York, donde te topabas con gente capaz de robarte los calzoncillos sin siquiera tocarte los pantalones. Cierto tipo de precauciones no formaban parte a sus costumbres, sino de su ADN.

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