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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (60 page)

Pero eso no se podía hacer.

Aparte de los riesgos personales que habría corrido y los que habría hecho correr a las personas que le habían ayudado a entrar en aquel baile, significaba coger el mando a distancia y apagar un televisor en el cual se veía la imagen de un magnífico velero que partía las olas con un guapo joven al timón...

No, no había nada que hacer, a pesar de su aversión por Larkin Algo debía soportar si quería obtener lo que deseaba.

«No todo —se dijo—, pero sí mucho, y enseguida.»

Volvió hacia el yate del patrocinador. Las numerosas embarcaciones ancladas las unas junto a las otras estaban en la penumbra, las más grandes un poco más iluminadas, las demás envueltas en la oscuridad y en el reflejo de las otras luces.

Miró alrededor. El muelle estaba desierto. Los bares habían cerrado, las sillas de plástico estaban apiladas, las sombrillas plegadas alrededor de sus soportes. Le resultó raro. A pesar de la hora tardía, era verano, y en las noches de verano siempre hay gente a todas horas. Sobre todo en las noches de la Costa Azul. Acudió a su mente la historia del asesino en serie que le había contado Serena. ¿Sería por eso que estaba solo en el muelle? Quizá nadie quería salir solo, por miedo a tener un encuentro indeseable. Pensó que, en general, las personas, cuando tienen miedo, buscan en lo posible la compañía de otras, en la ilusión de protegerse mutuamente.

En ese aspecto, Hudson se sentía un perfecto ciudadano de Nueva York. Donde él vivía, si se dejara llevar por esos pensamientos no saldría nunca de su casa...

Oyó el ruido del motor de un coche que se acercaba y sonrió. Por fin llegaba Serena. Imaginó los pezones de la muchacha estimulados por sus dedos. Experimentó una agradable sensación de calor en la boca del estómago y un satisfactorio endurecimiento bajo la cremallera del pantalón. Se proponía pedirle con un pretexto cualquiera que le permitiera conducir el coche. Mientras esperaba, había visto en su cabeza una imagen muy seductora. Él con el viento en los cabellos, yendo por la
haute corniche
, inmersa en la oscuridad, conduciendo lentamente un descapotable entre el aroma de los pinos, mientras una simpática muchacha neozelandesa inclinaba la cabeza sobre su regazo, con su pájaro en la boca.

Anduvo hacia las luces de la ciudad, al fondo, del otro lado de muelle, para ir al encuentro de Serena. No oyó los pasos del hombre que se acercaba velozmente a sus espaldas, porque parecía el mismísimo hijo del silencio.

El brazo que le rodeó el cuello, sin embargo, era de hierro, al igual que la mano que le cubrió la boca. La cuchillada, de arriba abajo, fue precisa y mortal, como tantas otras veces.

Le traspasó limpiamente el corazón.

El cuerpo atlético del joven abogado duplicó su peso y se aflojó de golpe en los brazos de su asesino, que lo sostuvo sin esfuerzo.

Hudson McCormack murió con la imagen de la Roca de Monaco en los ojos, sin ver satisfecha una pequeña, última vanidad. No supo nunca que su camisa blanca, además de su bronceado, destacó también el rojo de su sangre.

53

Helena, desde el balcón de la casa, respondió con una sonrisa y un gesto de la mano a la seña de su hijo, que salía por la verja del patio junto a Nathan Parker y Ryan Mosse. El portón volvió a cerrarse con un golpe seco, y la casa quedó desierta. Después de varios días, era la primera vez que la dejaban sola, y le había sorprendido que así fuera. Su padre seguía un designio del que ella era consciente, pero cuyos contornos y manifestaciones le resultaban oscuros. Había sorprendido a Nathan y a su esbirro enfrascados en una conversación que cesó de golpe cuando la vieron aparecer. Desde que había confesado su relación con Frank, su presencia se consideraba sospechosa o peligrosa. Ni siquiera por un instante el general había consentido en dejarla sola con Stuart. Por eso ahora la había dejado en casa sin más compañía que la angustia.

Antes de salir, su padre dio orden de desconectar todos los aparatos telefónicos, que Ryan Mosse encerró con llave en una habitación de la planta baja. Helena no tenía móvil. Luego, Nathan Parker le habló brevemente, con ese tono que usaba con ella y con el mundo cuando no admitía réplicas.

—Nosotros salimos. Tú te quedarás aquí, sola. ¿Necesitas que te diga algo?

Interpretó su silencio como una respuesta afirmativa.

—Bien. Te recuerdo una cosa, por si acaso: la vida de ese hombre, ese Frank, depende de ti. Si tu hijo ya no te importa tanto como para hacerte razonar, espero que esto te convenza de ser buena chica y evitar cualquier acción descabellada.

Mientras el padre le hablaba a través de la puerta abierta del jardín, Helena vio que Stuart y Mosse le esperaban delante de la verja.

—Dentro de poco nos iremos, apenas termine lo que he venido a hacer. Debemos llevar a casa el cuerpo de tu hermana, algo; que no parece importarte mucho. Cuando hayamos vuelto a Estados Unidos, tu perspectiva cambiará, incluido este estúpido capricho por ese inútil...

Días atrás, tras el regreso del general, ella había encontrado el valor para contarle lo sucedido con Frank Ottobre. Nathan Parker se había puesto como loco. No eran celos normales, los celos comprensibles de un padre hacia una hija, ni siquiera por la atracción abyecta de un hombre hacia su hija amante, pues, como le había dicho a Frank, hacía años que no la obligaba a tener relaciones con él.

Ese período, gracias a Dios, parecía terminado para siempre. A Helena le bastaba volver a pensar un instante en las manos de ese hombre sobre ella para sentir un asco que todavía ahora, a pesar de los años transcurridos, le provocaba el deseo imperioso de lavarse. Sus «atenciones» habían cesado poco después del nacimiento del niño, o incluso antes, desde que le había confesado entre lágrimas que estaba embarazada.

Todavía recordaba los ojos de su padre cuando ella le habló de su estado y le dijo que quería abortar.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Nathan Parker con voz incrédula, como si lo abominable fuera la intención de ella, no el embarazo.

—No quiero este hijo. No puedes obligarme a tenerlo.

—Y tú no puedes decirme qué puedo hacer y qué no puedo hacer. Soy yo el que te lo dice a ti. Y tú no harás nada de nada. ¿Entendido? ¡N-a-d-a! —deletreó, con la cara a pocos centímetros de la suya.

Después dictó su condena:

—Vas a tener ese niño.

Helena hubiera querido desgarrarse el vientre y extraer con sus propias manos ensangrentadas lo que llevaba dentro. Quizá su padre, el maldito padre de su hijo, había adivinado sus pensamientos Quizá se los había leído en el rostro. El hecho es que desde aquel momento no la había dejado sola ni un instante.

Más tarde, para justificar ante los ojos del mundo su embarazo y el nacimiento de Stuart, inventó aquella absurda historia del matrimonio. Nathan Parker era un hombre poderoso, muy poderoso Cuando no estaba de por medio la seguridad nacional, se le concedía prácticamente todo.

Muchas veces se había preguntado Helena cómo era posible que ninguno de los hombres que tenían trato con su padre se hubiera dado cuenta del verdadero alcance de su enajenación. Eran hombres importantes, diputados, senadores, militares de alto rango, incluso presidentes de Estados Unidos. ¿Era posible que ninguno de ellos, mientras escuchaba las palabras del general Nathan Parker, héroe de guerra, hubiera sospechado que aquellas palabras salían de la boca y del cerebro de un loco? Quizá la explicación fuera muy simple: un banal
do ut des.

Y aunque el Pentágono o la Casa Blanca tuvieran conocimiento de los aspectos poco edificantes de la personalidad del general, mientras las consecuencias quedaran entre las paredes de su casa podían ser toleradas a cambio de los servicios que prestaba a la nación.

Después del nacimiento de Stuart — ¡un macho, al fin!—, su padre no dejó de manifestar con ambos una actitud posesiva que iba más allá de sus tendencias maníacas, de su modo antinatural de amar. Madre e hijo no eran dos seres humanos, sino una propiedad personal. Eran enteramente suyos. Y destruiría a cualquiera que amenazara esa situación que, en su absoluta alienación, creía perfectamente legítima.

Por eso odiaba a Frank. Se había interpuesto en su camino y tenía una personalidad tan fuerte como la suya. Pese a la historia que Frank cargaba sobre sus espaldas, Parker sabía que su fuerza no era enferma, sino sana. Que no le llegaba del infierno, sino del mundo de los hombres. Y que como tal había osado enfrentarse a él, se había negado a ayudarle y había tenido la audacia de no obedecerle primero y de desafiarle después.

Y, sobre todo, no le tenía miedo.

La prueba de la inocencia de Mosse y su excarcelación, así como haber obligado al agente del FBI Frank Ottobre a admitir públicamente su equivocación, eran hechos que Nathan Parker había vivido como un éxito personal. Ahora solo faltaba capturar al asesino de Arijane para considerar su triunfo absoluto. Y Helena no tenía dudas de que lo lograría. O, en todo caso, lo intentaría. Helena pensó en la pobre Arijane. La vida de su medio hermana no había sido mucho mejor que la suya. No eran hijas de la misma mujer. La madre de Helena, a quien casi no había conocido, labia muerto de leucemia cuando ella tenía tres años. En aquella época, los tratamientos para ese tipo de enfermedades todavía eran experimentales, y a pesar de los recursos económicos de que disponía el marido, en poco tiempo se había ido. De ella habían quedado unas fotos y algunas filmaciones en super 8, unas cuantas imágenes de algunos movimientos algo mecánicos de una mujer rubia delgada, de rostro dulce, que sonreía con una niña pequeña en brazos, junto al marido y señor uniformado.

Todavía ahora, Nathan Parker hablaba de su muerte como de una afrenta del destino. Helena tenía la impresión de que el padre, si tuviera que resumir sus sentimientos sobre el fallecimiento de su mujer, habría empleado una única palabra: intolerable.

Ella había crecido sola, en compañía de una multitud de institutrices que se sucedían a un ritmo cada vez más rápido. Como era apenas una niña, no tenía elementos para sospechar que aquellas mujeres, en cuanto respiraban la atmósfera de la casa, en cuanto descubrían quién era en verdad el general Parker y lo que se podía esperar de él, a pesar de cobrar un sueldo más que aceptable se iban por propia voluntad, cerrando la puerta a sus espaldas con un suspiro de alivio.

Luego, sin previo aviso, Nathan Parker, de regreso de un largo período en Europa como comandante de algo relativo a la OTAN, apareció con una nueva esposa, Hanneke, una alemana morena, de cuerpo escultural y ojos verdes y fríos como el hielo. El padre abordo el asunto con su habitual estilo expeditivo. Le presentó a aquella mujer de piel pálida, una perfecta extraña, como su nueva madre. Y eso había sido siempre. No su madre, sino una perfecta extraña.

Poco después nació Arijane.

Absorbido por su carrera que avanzaba a toda vela, el general dejó el cuidado de la casa en manos de Hanneke, que la administraba con la misma frialdad que parecía haber en sus venas. Las relaciones entre ellos se caracterizaban por una fastidiosa formalidad A Helena no se le permitía ver a su hermana como a una niña. Arijane era otra pequeña extraña que compartía la misma casa, no una compañera con quien aprender a crecer juntas. Para eso estaban las institutrices, las gobernantas y las profesoras particulares.

Después, cuando Helena entró en una espléndida adolescencia, ocurrió el episodio de aquel muchacho, Andrés. Era el hijo de Bryan Jeffereau, el jardinero que se ocupaba del mantenimiento del parque de la gran casa de los Parker. En las vacaciones de verano, cuando no había clases, trabajaba con los obreros para «empezar a practicar», como decía con orgullo el padre cuando hablaba con Nathan Parker. El general se mostraba de acuerdo con la idea y había definido muchas veces a Andrés como «un buen chaval».

Andrés era un muchachito tímido, que la miraba a escondidas por debajo de la visera de la gorra de béisbol que llevaba para protegerse del sol mientras arrastraba al cajón de la camioneta las ramas podadas, para llevárselas.

Helena había notado sus torpes acercamientos, en general solo eran miradas disimuladas y sonrisas cohibidas, que ella aceptaba sin corresponder, aunque la halagaba. Andrés no era lo que se dice un muchacho guapo. Era un joven como muchos, ni guapo ni feo, con una manera de comportarse que, cuando ella se hallaba presente, se volvía de golpe torpe e inútil. Pero para Helena poseía un encanto especial: era el único muchacho al que podía frecuentar. Sus encuentros se reducían a intercambios de sonrisas sonrojadas. Un día, Andrés se armó de valor y dejó una tarjeta escondida entre las hojas de una magnolia, atada a una rama con un alambre de acero cubierto de plástico verde. Ella la cogió y se la metió en el bolsillo de los pantalones de amazona. Más tarde, en su cama, la saco y la leyó; el corazón le latía a cien por hora.

Ahora, tantos años después, no recordaba las palabras exacta; con las que Andrés Jeffereau le había declarado su amor, sino solo la ternura que le había inspirado su letra insegura. Eran las frases inocentes de un muchacho de diecisiete años que, con un amor de adolescente, la llamaba «princesa de la gran casa» y la trataba como tal.

Pero Hanneke, su madrastra, que no vivía según las enseñanzas que impartía, entró en la habitación de improviso, sin golpear. Helena escondió la tarjeta bajo las mantas, con un gesto demasiado rápido para no parecer furtivo.

La madrastra se acercó a la cama y tendió una mano hacia ella.

—Dame lo que tienes ahí debajo.

—Pero yo...

La mujer se limitó a mirarla abriendo mucho los ojos.

Las mejillas de Helena se encendieron.

—Helena Parker, creo haberte dado una orden.

Ella sacó la tarjeta y se la entregó. Hanneke leyó el mensaje sin revelar emoción alguna; luego lo dobló y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta del conjunto que llevaba puesto.

—Creo que este asuntillo deberá ser un secreto entre tú y yo, para no causar dolor a tu padre.

Fue su único comentario. Helena sintió un alivio tan grande que no comprendió que la mujer le estaba mintiendo, simplemente porque en ese momento le divertía hacerlo.

Al día siguiente vio a Andrés.

Se encontraron en la caballeriza adonde Helena iba todos los días a cuidar de Mister Marlin, su caballo. El muchacho estaba allí por casualidad o porque así lo había planeado, sabiendo que antes o después llegaría también ella. Rojo como un tomate, se le acercó. Helena no había notado, hasta ese momento, que su rostro estaba lleno de pecas. Andrés le habló con una voz tan emocionada que ella, por algún motivo que no sabía explicarse, la definió como «llena de pecas vocales».

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