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Authors: Antonio Di Benedetto

Tags: #Relato

Zama (9 page)

El gobernador procedió por su cuenta, sin consultarme, y como en realidad me había favorecido, yo no podía permanecer mudo después de saberlo. Pero no acerté a abrir la boca más que para preguntarle esto:

—¿Él ha elegido nuevo sitio de residencia?

Desconcertado, el gobernador, por mi sequedad y lo que él consideraría ingratitud, me contestó apenas que sí, que Santiago de Chile.

En consecuencia, Santiago de Chile se borraba como posibilidad de un puesto vecino a la tierra de mi esposa y mi madre.

Olvidé los sellos del rey que desde la mesa me fascinaron en la primera mitad de la entrevista. Le pregunté si le era necesario para algo más y, ante su respuesta negativa, pedí permiso para retirarme.

Tuve ante los ojos y no supe ver una providencia real que daba mayor rango y pasaba a la corte a mi gobernador. Él quería enterarme, después de haberme conmovido con su insinuación de favores, y yo debí afectar regocijo y prodigarle zalemas.

Perdí el abogado de mayor predicamento que pude tener en Madrid.

Soporté el enojo; pero de noche, en el lecho, prescindiendo ya de los reproches con que podía atormentarme, caí víctima de una desesperación de otro tipo.

Yo era un animal enfurecido, rabioso. Ignoro qué animal, sólo sé que de cuatro patas y muy forzudo. Necesitaba escapar y todo el obstáculo era una roca. La embestía y en cada embestida me partía más una herida en medio de la cara. Seguí embistiendo, cada vez más débil, más débil, más…

Era, después, un hombre, aunque siempre con la necesidad de superar cierta limitación. Nada tenía ya por delante, sino una extensión lisa sonde estaban abolidas las necesidades. Sólo debía avanzar y avanzar. Pero tenía miedo del final, porque, presumiblemente, no había final.

18

Me convenía, pues, salir de mí mismo.

Cargué mi caudal con ánimo de acrecerlo o quedar en cero en las carreras de caballos.

Fui muy temprano, a mediatarde. El sol estaba bruto y no se animaban al desplayado más que los jinetes de cada prueba y los jueces. Aun éstos se mudaban cada dos o tres corridas.

Nosotros, los apostadores, permanecíamos echados bajo los árboles exteriores del bosque. Como era función para hombres, solamente, el aguardiente no tenía límites de prudencia en su entrada por la garganta y muchos se despojaban de las ropas hasta quedar nada más que con la parte inferior cubierta.

Perdí dos veces, gané una; en otra carrera me abandonó lo recuperado.

Quise darme una tregua prudente y además pensé que malograba mis apuestas porque no veía bien los caballos, desde tan lejos, y era conveniente que esperara el descenso del sol. Al término de la tarde podía flanquearse la pista y resultaba más sencillo considerar las posibilidades.

Sin interés pecuniario en las partidas siguientes, me distraje en conversaciones, caminé cambiando de grupos y por último fui a tenderme bajo una palmera, algo aislado de los demás.

Cerca tenía únicamente a un ebrio, que dormía en el suelo, soplando hacia arriba. Yo lo conocía. Era un hombre de fortuna.

Observé la largada y el comienzo de otra carrera. Luego me adormecí y los párpados se me cerraron.

Dormí nada más que un momento, calculo, porque al abrir los ojos, repentinamente, los caballos volvían al trote del punto de llegada. Pero ese momento de bochorno me resultaba tan evasivo que necesité confrontar la realidad presente con la que había vivido antes de dormirme.

Por eso procuré fijar la atención en todo lo que me rodeaba: al frente, las corridas de ensayo; yo mismo sentado haciendo respaldo en un tronco; allí los demás, acá el ebrio… Algo indefinible aún vivía entre las hierbas próximas a él, algo que avanzaba. Presentí que era una araña de gran tamaño y no pensé en el durmiente sino en mí. Juzgué que la distancia resultaba considerable para cualquier alimaña, por veloz que fuese, antes de que me alcanzara estando yo prevenido.

Luego la vi mejor, distinguí sus patas, largas y muy finas, que apenas doblaban las hojitas débiles del pasto. No sabía si las arañas de patas largas y finas son venenosas. Me dije que no.

La araña se adelantaba hacia el ebrio. Cuando están a un cuarto de vara pueden dar un salto y picar sin que un hombre despierto atine a defenderse si lo han sorprendido. No sentía deseos de moverme. Podía aplastarla con la bota. Postergué hasta el último momento.

Pero cuando se le acercaba a la cabeza quise ver si producía algo fuera de lo común: que el hombre despertara súbitamente, obedeciendo a no sé qué aviso, y la matara. No se despertó. En un instante, el bicho le caminaba por la cabellera. Yo no lo vi subir; lo vi arriba y me pareció que ya nada debía hacer.

Bajó por la frente, orilló la nariz y la boca extendiendo las patas por la mejilla derecha; pasó al cuello. Me dije: ahí pica. No picó. Largó una pata hacia arriba y se encaramó en la barbilla. Como el soplido del yacente le agitaba los pelos de la barba y ésta subía y bajaba, supuse que la araña iba a considerarse atacada y picaría. Allá estaba ella, en sube y baja sobre la punta de los pelos.

Esa situación no podía durar. Terminó como menos lo imaginaba yo: el ebrio lanzó un manotón certero y la araña hizo por el aire más de una vara.

Creí que el hombre había despertado. Temí una increpación, por no haberlo defendido. Pero su brazo había retornado a la posición anterior y todo el cuerpo estaba fofo y en notorio goce del descanso. El soplido mantenía su potencia.

Me levanté para buscar el cadáver de la araña.

Había caído en un retazo de lisa arena roja. No estaba muerta, sí imposibilitada de desplazarse, porque la aventura le costó cuatro o cinco patas. La contemple un momento. Después la destrocé con el tacón.

Hice un repaso del episodio: en ningún momento sentí emoción alguna, excepto cuando supuse que el hombre había despertado y lanzaría contra mí una justificada acusación.

Todo mi dinero pasó a otros bolsillos.

No podía permanecer sin recursos, ignorando como ignoraba cuándo llegaría mi paga.

Vendí el caballo a uno de los carreristas. En este país los caballos abundan y nunca tuve en mucho el mío. En consecuencia, mi precio fue modesto. Me pagaron más pos la montura y demás arreos que por el animal.

Como no tenía en qué regresar y me abochornaba hacerlo caminando, aguardé la salida de algún carruaje de persona conocida.

Entretanto, hicieron correr mi caballo. Yo no sabía que lo pondrían en la pista y menos tan pronto.

Ganó.

Vi dos carreras más, ya de las buenas, las del atardecer. Estaba tentado de apostar y únicamente me sofrenaba pensando en que no me quedaría con que pagar la fonda.

Entonces presentaron de nuevo mi caballo. Había probado ser rápido y seguro. Pero yo no le tenía suficiente confianza.

Ganó otra vez.

Fui a sentarme en una carreta, de espaldas a la pista.

Partió el barco.

A Ventura Prieto no se le permitió recoger ni sus muebles y ropas personalmente. Todo lo suyo fue trasladado a bordo sin su intervención. Él pasó de la prisión a la nave con custodia hasta el momento de soltar amarras.

Al día siguiente, un guardia de la cárcel solicitó que yo le otorgara audiencia.

Me picó la intriga, porque no podía dar en mi imaginación con un motivo válido. Brevemente me encogí con la sospecha de que Ventura Prieto hubiese hecho embarcar a un guardia con sus ropas y él, vestido de guardia, acudía entonces a vengarse.

Por demostrarme coraje, autoricé la entrada del visitante.

Era un carcelero esmirriado y sucio. Se disculpó con parquedad por su atrevimiento y me extendió un billetito.

Era de Ventura Prieto y rezaba: «Me avengo a partir porque no poseo suficiente indignación».

A mí no me faltaba, tenía de sobra indignación por este confinamiento que sufría, sin ventajas ni escapatoria y enmascarado de brillo por la jerarquía de mis funciones.

Pero presentí que Ventura Prieto aludía a otra clase de indignación, la indignación por algo que no es justamente lo que nos afecta a nosotros mismos.

Pensaba en Ventura Prieto representándomelo como el propagandista de algo, si bien ignoraba de qué.

Yo estaba disconforme con mi conducta, aunque achacaba mis desórdenes a potencias interiores irreductibles y a un juego de factores externos inescrutables, invisiblemente montados para provocar mi turbación. Este cerco inductor, pensaba yo, en determinado momento me volcaba en actos no deseados, ocasionalmente seductores y capaces de transformarse, a posteriori, en algo repelente y abominable. Después de este razonamiento me tomaba la duda de que fuese algo meramente de orden moral y sospechaba que si yo hubiese sabido pronunciarme, escoger, antes, no en el momento mismo del acto tentador, sino en la etapa de sus orígenes, podría haberme salvado. Al llegar a este punto, también tachaba la reflexión formulada, convencido de que igualmente en el momento último se puede elegir.

Quise aventar causas, clausurándome.

Recuperé mi afición a las leyes. Me daban fruición todas aquellas que correspondían a las materias de mi preferencia en la Universidad y las nuevas —que por meses había acumulado sin leer— en las que la lógica se imponía párrafo a párrafo, de modo que, conociendo los dos o tres primeros, podía deducir el texto de los siguientes.

Tenía que prepararme para sobresalir en Buenos Aires. Perú seguía en la línea de mis aspiraciones; después, España.

Marta estaba presente en todos estos presupuestos. Marta estaba conmigo, con la antigua bonanza de nuestra vida en común, en esos días de estudio y concentración.

A veces me despegaba de las leyes y, sin apartarme de la banqueta, entraba en complejas asociaciones.

En cierta ocasión, la espada, pendiente de un clavo, me recordó el ataque de los perros. Pensé que era la única sangre que había empañado esa hoja, regalo de mi cuñado cuando embarqué en Buenos Aires. Me llamé mataperros.

Pero aquellos animales despanzurrados estaban para siempre ligados al encuentro en las ruinas del hospital… Lo apetecí. A pesar de mi encarrilamiento, deseé otra noche y otro vuelco semejantes. Aquél me apaciguó; mas un vaso de agua no sacia la sed de toda la vida.

Luciana se introdujo entonces en mi clausura.

En adelante, con harta frecuencia su recuerdo ponía en blanco las hojas escritas y cuando, en mi cama, me visitaba la memoria de sus besos jugosos, bruscamente tomaba los libros, para recuperarme.

No lo lograba.

Por desprenderme de esa tentación, nada hacía en procura de ver a Luciana. Permanecía a la pasiva, con la ansiedad de su llamado.

Quizás el orden que trascendía de mi nuevo modo de vivir, mi aparente corrección recuperada, indujeron a don Domingo Gallegos Moyano a darme participación en su mesa los días festivos. Era una costumbre, largo lapso abandonada, de los primeros tiempos de convivencia en su casa.

Yo disfrutaba de esas comidas de condimentos fuertes y esos dulces numerosos que solicitaban todo el quehacer de las señoritas, aparte de sus costuras. El mayor gusto venía de saberme en una mesa de familia.

Nunca más, desde el episodio del llanto, estuve cerca de Rita. La vecindad de nuestras sillas, en las comidas, obligó a un medido diálogo, en el que yo no advertía signos de aversión, sino una pena general que los demás, creo, no notaban.

Pero el mejor descubrimiento que me permitió aquella proximidad fue la aparición, en la piel de su frente, de los granitos de la virtud.

Padecían mis sentimientos de saberla doliente, ignorando si sufría por abandono del oficial Bermúdez o por sustracción voluntaria a su influencia, a causa de alguna actitud de arrepentimiento y entereza que ella hubiese adoptado.

Después de un almuerzo dominical la invité a caminar por le jardín. No me rechazó.

Era mayor que la mía su necesidad de revolver la llaga.

Sin mirarme, como contándoselo a sí misma, me hizo una confesión en la que su vergüenza cedía ante el valor de mostrarla.

Bermúdez era un individuo exigente y sin respeto, del que ella no podía —ni quería— desprenderse, no obstante haber descubierto su egoísmo y estar en duda sobre la naturaleza real de sus sentimientos.

Rita procuraba darme la sensación de que se torturaba por una duda teórica; pero no me conformó, ni ella, quizá, lograba guardarse para sí solo todas sus inquietudes sin salida. La forcé a completar aquella confesión que pretendía haber terminado.

El oficial Bermúdez estaba desamorado. Dejaba transcurrir semanas sin el menor intento de darse con ella, siquiera en la calle o a la salida de misa; mucho menos, claro está, mediante las furtivas escapadas nocturnas.

Rita me dijo esto crispada hasta el punto de la explosión, y luego con un lloro ahogado, herida y desesperada, se explicó con toda franqueza:

—Bermúdez no es hombre de vivir sin el amor de una mujer.

Rita adivinaba que había sido sustituida.

Mostré indignación y condené al infiel. Mientras procuraba calmar a Rita le ofrecí con sinceridad ayudarla a enderezar su vida, afrontando a Bermúdez, de ser necesario, para que volviese a ella y ya en franca petición de mano. De lo contrario, afirmé, lo abofetearía en público obligándolo al duelo.

Rita se espantó de mis planes, lanzados todos sin respiro y con vehemencia. Me imploró que no interviniera, que no causara daño a su hombre, que no hiciera pública su situación tan humillante. Lloraba y me rogaba tanto que me conmovió hasta humedecérseme los ojos de verla tan rendida a ese sujeto y tan celosa de que él pudiese seguir gozando en libertad de las correrías que le vinieran en ganas.

Rita se mostraba resignada con su infortunio y yo no podía menos que acatar su voluntad. Pero estaba pujante de bríos, y me dolió no responder a ellos en un acto inmediato que diera fe nuevamente de mi carácter retador y de la fuerza de mi brazo.

No obstante, en medio de esta fiesta de hombría que yo me daba, cuando le prometí a Rita no proceder, se filtró en mi espíritu esa tranquilidad que produce el ser eximido de una obligación peligrosa.

19

Algo más poderoso y de más directo interés me sustrajo muy pronto de mi preocupación por Rita, de modo que en adelante con ella mantuve un trato, si más frecuente, no tan íntimo como el de aquella siesta de domingo.

Afecté no querer perturbarla con indagaciones constantes sobre el desenvolvimiento de sus conflictos y dejé que lo soportara sin posibilidad de aquel mínimo respiro que le daba su comunicación conmigo.

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