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Authors: Antonio Di Benedetto

Tags: #Relato

Zama (4 page)

Me sentí repentinamente ablandado y benigno. Pude sustraerme con facilidad al halago de otras silenciosas miradas estimativas y aferrarme sólo a esa, fugaz, de la mujer del admirable desnudo, que ya evocaba sin sensualidad y prescindiendo de la evidencia de que ella, esa noche y entre las demás mujeres, no parecía superior a ninguna.

En el transcurso de la comida no volvió a ocuparse de mí. Ese despego más me atraía y hasta me condujo a un exceso de copas en procura de animarme a parecer brillante, lo cual, pude comprobarlo, no seducía a Luciana.

Torné a guardar en prudencia y silencio mi ansiedad.

Yo no sabía hasta que punto me había traicionado. Me enteré, no sin inquietud, cuando desplacé la silla para abandonar la mesa, como lo hacían todos, y el oficial mayor Bermúdez, se aproximó a mi oreja, simulando para los demás una confidencia amistosa y risueña y me dijo:

—Alguien, cerca de mí, tuvo una ocurrencia que hemos festejado mucho. Señaló a Luciana Piñares y exclamó: «Es la mujer de cuerpo más hermoso que Zama ha imaginado».

Era como para que en mí se levantase una tempestad de carácter. Pero ocurrió que el imaginador de cuerpos hermosos recibió en ese momento, ni un segundo después, otra mirada de la mujer del cuerpo más hermoso que había imaginado. Una mirada que cantaba este mensaje: «Si mejor os conociera…».

Si de regreso me hubiese dado en la calle con Su Majestad y en sus labios esta propuesta: «Zama, ¿quieres cargo en Buenos Aires, mejor visto y rentado, si es que aceptas partir mañana?», le habría respondido: «Todavía no».

Ningún hombre —me dije— desdeña la perspectiva de un amor ilícito. Es un juego, un juego de peligro y satisfacciones. Si se da el triunfo, ha ganado la simulación ante interesado tercero y contra la sociedad, guardiana gratuita.

7

Esa noche, además, se me presentaba como establecida para el amor con Rita: entraría por la puerta del fondo y le daría caza en el huerto, esta vez implacable y, quizás, amado voluntariamente. La menor de las Gallegos Moyano había pasado para mí a una condición de inferioridad con respecto a Luciana y, en el planeamiento del futuro que me hice asistido por la Luna, a una función meramente accesoria.

Sin embargo, mientras más cerca me sabía de la casa, mayor importancia cobraba para mis ansias urgentes de amar, aunque fuese buenamente. Disponía de anticipada conformidad, mas no podría soportar que el huerto vacío me defraudara.

Me defraudó.

Vino a mí, ni un grado menos, el furor empecinado.

Atravesé los patios sin cuidarme de no hacer ruido y llegué al mío de un solo impulso, dispuesto a golpear la puerta malogrando el reposo y la tranquilidad de Rita.

Mi puerta estaba abierta y la habitación echaba afuera un estable resplandor. Quise que fuese ella aguardándome y sabía que eso era imposible. Maldije mis trancos destructores del silencio y del sueño y procuré remediar el anterior alboroto acercándome con pies de pluma.

Sobre la mesa ardía una vela y junto a la vela se hallaba una caja de latón, secreto depósito de mis monedas de plata.

Un ladrón.

Me desmande de nuevo atropellando, crujiendo de rabia.

Lo primero que me reclamó fue la caja. Tres o cuatro monedas desparramadas sobre la tabla, las demás adentro. Fue una comprobación velocísima, pero más rápido resultó el intruso, a quien no había visto hasta entonces. Salió de las sombras, de mi lecho, me orilló con agilidad y se lanzó hacia la galería sin darme tregua en la sorpresa.

Era un niño rubio, desarrapado y descalzo.

Fui hasta la puerta. Se lo había tragado la oscura galería. Pensé que un niño sólo era poco para tanto atrevimiento y supuse un cómplice aún escondido. Me volvía hacia el interior, ya con el estoque desenfundado, y dando grandes voces de amenaza hacia adentro y de alarma hacia el exterior.

Impetuoso, busqué las sombras y les tiré puntazos, infructuosos. Luego, con la vela inspeccioné mejor y más la parte inferior del lecho.

Mientras, llegaba don Domingo, dispuesta una veterana pistola de rueda, pero con escasa firmeza y vista para que resultase eficaz.

Tres esclavos, que por prisa no habían terminado de ponerse la camiseta, obedecieron nuestras perentorias conminaciones: «¡Buscad! ¡Buscad!», buscando por las galerías, los patios, tras las plantas y botijones, hasta desaparecer. Regresaron sin haberse topado con nada, a tal punto que parecían advertir en ese momento que fueron a descubrir algo e ignoraban qué.

Don Domingo les explicó lo que yo vi, por si alguien podía aportar referencia esclarecedora: «Un niño rubio, espigado, como de doce años; descalzo y casi sin ropas, que ha de haber dormido unas horas aquí, en el lecho de don Diego».

Los esclavos se consultaron entre sí, con la mirada y voces bajas y nerviosas.

Uno de ellos, un zambo, resumió lo que podía considerarse un dictamen:

—Ha de ser un niño muerto, mi amo.

Si Rita, en una de las habitaciones que destilaban luz por las rendijas, estaba escuchando, era preferible que compartiese la idea supersticiosa del negro. De lo contrario, me habría juzgado merecedor de todas las burlas.

En la mañana se repitió la revisación prolija de la casa y sus dependencias. Sólo mi habitación había sido visitada y nada de valor faltaba.

Me poseía la sospecha de una malévola chanza, mas no acertaba a determinar sospechosos. ¿Por qué pensé en Ventura Prieto si nada hacía razonable acto tan fastidioso contra mí? Levantisco y dispuesto a la pendencia, no pude en las horas de despacho, sustraerme a una recatada vigilancia de sus gestos, a un control prevenido de sus posibles alusiones, por si alguna lo delataba. Pero no, ninguna.

En la tarde, mientras cavilaba dónde esconder con mayor seguridad mis escasas monedas de plata, tuve el más deseado convite: de mate cebado por Rita.

Nos sentamos al amparo de un plátano anciano, en sillitas bajas, y me sirvió el primero en silencio. Era azucarado y flojón. Lo sorbí despaciosamente y creo que con el líquido me venía gradual conciencia de cariño, tanto que me anegaba.

Alzó la mirada, como si estuviera al tanto de ese sentimiento nuevo y limpio, y buscó en mis ojos un indicio de que podía tenerme confianza. Yo estaba enternecido: la veía bella y delicada, víctima de un amor consumado en el misterio, con la soledad del secreto y supuse —firme en la convicción— que ella había sido, era y sería de un solo hombre.

Entretanto, no habíamos pronunciado una palabra y yo no sabía como participarle mi disposición afectuosa, repentinamente fraternal. Le dije entonces algo desmañado, apelando a un recurso de vía indirecta. Le dije que sentía inmensa gratitud por ella. Sorprendida, me preguntó por qué. Con ardor le expliqué que si alguien se ocupaba de mí, hombre sin familia y alejado de su tierra, era por una misericordia que conmovía mi pecho hasta ese punto que podía verse. En efecto, resultaba visible mi emoción, porque despuntaba en una ligera acuosidad sobre los ojos.

Ese brote de lágrimas y hasta mis palabras eran desproporcionados con el favor que recibía de Rita, una atención que en múltiples ocasiones me prodigaron sus hermanas. Ha de haberlo comprendido así, debe de haber percibido cuánto era mi desasosiego, por el arrepentimiento, tal vez piedad, que me inspiró con su oculto amor y su tardío pero sumiso acercamiento a mí. Le brotó el llanto, caudaloso, y se mordía los dedos para no gritar. Yo le acariciaba la cabeza, reclinada sobre mi pierna, y procuraba animarla a recuperarse pronto, con justificado miedo de que nos descubriesen en tal situación.

Se calmó. Secó su rostro. Tornó a una actitud serena, pero triste.

Me sirvió un mate, después sorbió uno ella. Dejábamos que la atmósfera luminosa y posesiva nos convirtiese en calmos objetos.

Ella intentó el diálogo, preguntándome por el niño rubio de la noche pasada y aunque empleó un tono diferente vino a acuciar en mí ese resquemor de la probable chanza. En tanto le explicaba cómo saltó del lecho, me esquivó como un pájaro en vuelo y se incorporó a las sombras como si a ellas perteneciera, me atravesó una sospecha urticante: Rita y su hombre prepararon la escena. Quisieron asustarme, tal vez trastornarme, en castigo por mis regresos de alta noche que malograban sus arrullos.

Se contuvo en seco mi enternecimiento y el mayor esfuerzo de corrección que hice se enderezó a no herir demasiado con una acusación. Obstinado en la creencia de que Ventura Prieto andaba por medio en el asalto del niño, se me ocurrió que el amante de Rita era él. No me interesaba si lo era o no; yo quería saber si a Rita debía, aunque fuese en parte, mi grotesco desarreglo nocturno.

Entonces le declaré que me creía con derecho, siquiera, a conocer el nombre de la persona a quien protegía con mi reserva.

Achicó sus ojillos la indignación, apretó los dientes un momento y, acto seguido, los soltó para decir, terminante:

—Oficial mayor Bermúdez.

Y un gemido se fue con ella de disparada, al encuentro de su habitación.

Quedé contemplando tenazmente la sillita baja, vacía, en tanto la calabaza se enfriaba en mi mano.

8

Sólo a esta altura Bermúdez comenzó a ser, para mí, algo definido. Hasta entonces no pasó de constituir un receptor y girante de legajos en la casa de la gobernación.

Para la gente, tengo entendido, representaba algo parcialmente espectacular: del cuello para arriba.

Había sido capitán del rey, pero un tajo hondo a la altura del corazón le vedó para siempre la vida violenta de los militares. Nada le impedía, sin embargo, el uso del casco, el más pulido que vi, y él lo lucía con motivo de cualquier solemnidad, civil, militar o religiosa. Pero ocurría que prematuramente, pues no pasaba de los treinta y cinco años, quedó sin un pelo en la parte superior del cráneo, y la gente decía que, con casco o no, la cabeza le brillaba igual. Esto parecía envanecer a Bermúdez.

Cuando nos reunimos en el trabajo, su presencia excitó mi dolor y arrepentimiento de la víspera. Pensé que, después de todo, ese individuo intrascendente era para alguien razón de pecado, amargura y deleite, e imaginé la pequeña mano de Rita deslizándose en caricia por la bruñida cabeza calva.

Bermúdez, que nunca se me aproximó sino con papeles, o con aquella socarrona confidencia de la fiesta, tuvo ese día un infrecuente rasgo amistoso. Me pidió que comiéramos juntos en la posada a mediodía. Si bien no mencionó causa, me sentí obligado, suponiendo que con prontitud extrema Rita pudo trasmitirle sus pesares por mi conducta.

Renació mi disposición de ser útil a los amantes e incluso me hice la ilusión de llevar sus relaciones a un plano más decoroso. Nada había en el convite de Bermúdez que trasluciese ánimo agresivo, de modo que acudí confiado a compartir su mesa.

Sin embargo, su manera de introducirme en materia me picó. Me dijo que tenía que hacerme una confidencia, en bien de mi seguridad, y me rogaba que no tomase a mal su deseo de prevenirme. Como yo pensaba que él conmigo sólo estaba en condiciones de ventilar la cuestión de sus amores con Rita, supuse que, tras reconocerlos, ya que otra alternativa no le quedaba, me formularía una amenaza. Eché cuentas y consideré que su corazón en peligro no lo facultaba para un duelo, de modo que puede dispensarle el obsequio de mi paciencia hasta escucharlo algo más.

Ni el mejor catador de hombres está en condiciones de saber qué esconde, qué trae el prójimo que pacíficamente devora con él jugosas porciones de carne asada.

Cuando apuré a Bermúdez para que se explicase, me declaró:

—Señor doctor, estáis en un serio compromiso.

Me puse trémulo y apreté los puños: ¿de manera que el compromiso era para mí y no para él?

Pero añadió rápidamente, sin darme lugar a la reacción, el argumento que lo determinaba a pensar por mí: yo, que soy americano, el único americano en la administración de esta provincia, aunque tenía probada mi lealtad al monarca, proclamé, en la fiesta que sólo me conformaba con mujeres españolas. Mi esposa, sobre hallarse lejos, era también americana y, en consecuencia, mis palabras únicamente significaban una cosa: que yo codiciaba o poseía ya a una mujer de la colonia, en franco adulterio, por ser yo casado, y si la hembra también lo estaba, en redoblado delito.

Me encontré, de pronto, elaborando una justificación: yo solamente quise decir mujer blanca, como opuesta a indias, mulatas y negras, que me inspiraban repugnancia, y eso, me atrevía a mentir, en la hipótesis de que se tratara de una licenciosa notoria y de cualquier modo como posibilidad. Estaba totalmente confundido y me envolvía en palabras sin darme salida, porque patente se me representó una situación de disfavor para mi probable traslado. Si el asunto se tomaba como ofensa de un americano contra el honor de los españoles y alguien interesado se encargaba de abultarlo, podría estorbar mis demandas ante el propio virrey.

Estaba desolado, hasta que me reconforté apelando al discurso sobre mi virtud que hizo en la cena don Godofredo Alijo.

—¿Cómo es posible entonces conciliar opiniones tan diversas? Tengo a mi favor la de un respetable ministro de la Real Hacienda.

Percibí que Bermúdez se encontró súbitamente desarmado. Aun en el caso de que la autoridad máxima, el gobernador, se hubiese enterado y pronunciado en contra, no era el oficial mayor persona suficientemente indicada para estar al tanto de su pensamiento.

Arguyó entonces que ciertos caballeros habían hablado, en los días siguientes, sin cuidarse de que su concepto trascendiera, aunque él, Bermúdez, por discreto no me daría nombres, al menos si eso no resultaba imprescindible para las precauciones que yo pudiese tomar.

Aunque la hablilla tuviese base real, me sentía por encima de ella, porque no veía peligro inminente, de modo que aseguré a Bermúdez que no me intranquilizaba y le dije que podía guardar reserva para siempre sobre la identidad de esos caballeros.

Ya no pudo correrme.

Otra imagen, no la del supuesto favor, advino a mi mente: Luciana de Piñares de Luenga varias veces de consulta, desusada en mujeres de su condición, en el despacho del oficial mayor.

Pero esto había sido antes de la fiesta y no le encontraba atadero con el nuevo episodio.

9

Esas jornadas de acontecimientos imprevistos, de agitaciones y tumbos, me apartaron de cualquier intento de encontrarme con Luciana, lo que era difícil hasta otra reunión, y las reuniones se daban espaciadamente. Zama, ofensor, no podía pisar el umbral de Piñares, ofendido. Buscarla en misa era abocarse al laberinto de los oficios, que se daban de a dos o tres por mañana en cada templo y eran arriba de seis, sin contar los de naturales.

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