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Authors: Antonio Di Benedetto

Tags: #Relato

Zama (2 page)

El periodista anónimo que redactó la frase distingue desde luego la literatura experimental con el fin preciso de hacer notar que no vale la pena ocuparse de ella. Ni fantástica ni realista, ni urbana ni rural, ni clásica ni de vanguardia, ni escapista ni
engagée
,
Zama
, justamente por no tener cabida en ningún casillero preparado previamente por los escribientes de nuestras revistas y de nuestras universidades, está destinada a destellar con luz propia y a mostrarnos, de a ráfagas, a cada nueva lectura, zonas secretas de nosotros mismos que el hábito de esas falsas clasificaciones oblitera. Esa narración, que hace como si nos contara hechos transcurridos hace casi dos siglos, nos narra sin embargo a nosotros, sus lectores.
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es, no nuestro espejo, sino nuestro instrumento —en el sentido musical y operacional del vocablo. Aprendiéndolo a tocar oiremos, después de un momento, nuestra propia canción, que no es más que un turbio ronroneo, subjetivo, continuo y universal y que, lleno de sonido y de furia, no significa, no propiamente nada, sino algo preciso, previamente determinado, dado de una vez y para siempre y que pueda dispensarnos del estado de lucidez difícil, mezcla de insomnio y somnolencia, en que se debaten nuestras vidas. Se dirá que todo esto no es más que irracionalidad y escapismo. Yo quiero hacer notar, sin embargo, que si aceptamos por un momento la hueca categoría de novela de América, abstracta y chauvinista, y adoptamos el punto de vista de quienes la manejan, entre todas las novelas que pretenden ese título en los últimos treinta años
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sería la primera en merecerlo, a pesar del folklore, del anecdotario pasatista y del academicismo artero que pululan en la actualidad y que se pretende hacer pasar por una nueva novela.
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no se rebaja a la demagogia de lo maravilloso ni a la ilustración de tesis sociológicas; no se obstina en repetirnos las viejas crónicas familiares que marchitan la novela burguesa desde fines del siglo XIX; no divide la realidad, que es problemática, en naciones; no pretende ser la
summa
de ningún grupo o lugar; no da al lector lo que el lector espera de antemano, porque los prejuicios de la época hayan condicionado a su autor induciéndolo a escribir lo que su público le impone; no honra revoluciones ni héroes de extracción dudosa, y sin embargo, a pesar de su austeridad, de su laconismo, por ser la novela de la espera y de la soledad, no hace sino representar a su modo, oblicuamente, la condición profunda de América, que titila, frágil, en cada uno de nosotros. Nada que ver con
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la exaltación patriotera, la falsa historicidad y el color local. La agonía oscura de
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es solidaria de la del continente en el que esa agonía tiene lugar.

Una última observación: hay un estilo Di Benedetto, reconocible incluso visualmente, del mismo modo que hay un estilo Macedonio, o Borges, o Juan L. Ortiz. Este mérito puede muy bien ser secundario; pero que yo sepa no lo encontramos, en la Argentina, en ningún otro narrador contemporáneo de Di Benedetto.

Juan José Saer

A las víctimas de la espera

AÑO 1790
1

Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría.

Llegué hasta el muelle viejo, esa construcción inexplicable, puesto que la ciudad y su puerto siempre estuvieron dónde están, un cuarto de legua arriba.

Entreverada entre sus palos, se manea la porción de agua del río que entre ellos recae.

Con su pequeña ola y sus remolinos, sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que el no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos.

Ahí estábamos, por irnos y no.

Con ser tan mansa, cuidábame de la naturaleza de esta tierra, porque es infantil y capaz de arrobarme y en la lasitud semidespierta me ponía repentinos pensamientos traicioneros, de esos que no dan conformidad ni, por tiempos, sosiego. Hacía que me diese conmigo en cosas exteriores, en las que, si a ello me resignaba, podía reconocerme.

Esos temas quedaban sólo para mí, excluidos de la conversación con el gobernador y con todos, por mi escasa o nula facilidad para hacer amigos íntimos con quienes explayarme. Debía llevar la espera —y el desabrimiento— en soliloquio, sin comunicarlo. Como me lo decía ese a veces insolente Ventura Prieto, que se me arrimó aquella tarde, por cierto que no buscándome, sino yendo al azar. Consideraba que en esta tierra llana, yo parecía estar en un pozo. Me lo dijo una vez y más de una, lo dijo a otros, descuidándose de lo que todos sabían: que fui gallo de riña o al menos dueño de reñidero.

Apareció precisamente cuando me entretenía el mono y se lo enseñe, para distraerlo y atajar que me preguntara qué esperaba ahí. Y él, Ventura Prieto, que era inferior a mí, caviló un momento, como sí buscara el medio de apabullarme en materia de curiosidades y descubrimientos. Luego me refirió una de esas que él llamaba investigaciones y yo ignoro si lo eran pero que, por sospechosas de insinuar comparación, me desconcertaban, dejándome repercusiones que podían superar lo sufrible.

Dijo que hay un pez en ese mismo río, que las aguas no quieren y él, el pez, debe pasar la vida, toda la vida, como el mono, en vaivén dentro de ellas; pero de un modo más penoso, porque está vivo y tiene que luchar constantemente con el flujo líquido que quiere arrojarlo a tierra. Dijo Ventura Prieto que estos sufridos peces, tan apegados al elemento que los repele, quizás apegados a pesar de sí mismos, tienen que emplear casi íntegramente sus energías en la conquista de la permanencia y aunque siempre están en peligro de ser arrojados del seno del río, tanto que nunca se les encuentra en la parte central del cauce, sino en los bordes, alcanzan larga vida, mayor que la normal entre los otros peces. Sólo sucumben, dijo también, cuando su empeño les exige demasiado y no pueden procurarse alimento.

Yo había seguido con viciada curiosidad esta historia que no creí. Al considerarla, recelaba de pensar en el pez y en mí a un mismo tiempo. Por eso invité a Ventura Prieto a que regresáramos y retuve mis opiniones.

Procuré ocupar la cabeza en el motivo de mi caminata, en el hecho de que yo esperaba un barco, y si un barco entraba, en él podría llegar algún mensaje de Marta y de los niños, aunque ella y ellos no vinieran, ni nunca hubiesen de venir.

2

Puedo apiadarme de mí, sin la vanidad de la maceración, si el temor no es ya de avergonzarme ante los demás, sino de exceder la medida que sin avaricia me concedo. Si admito mi disposición pasional, en nada debo permitirme estímulos ideados o buscados. Ninguna disculpa cabe frente al instinto que nos previene y no respetamos.

Me empujó el sol que, desembarazado ya de las nubes de tantos días sin tormenta, se había encendido hasta el blanco y allí conjugaba su sin color y su tersura fija y ardiente con la arena limpia que da visiones. Pude ver un puma y creerlo estático e inofensivo como una decoración, muy liso, sin detalles, como si no tuviera garras ni dientes, como si las curvas de su cuerpo no denunciaran elasticidad para el salto, sino docilidad y blanda disposición para alguna mano cariñosa. Por este puma no visto pude pensar en los juegos que fueron o pueden ser terribles, no en el momento que se juegan, sino antes o después.

Busqué el reparo frondoso del arroyo y entre los primeros árboles debí quedarme, porque venían libres y confiadas, voces de mujeres excitadas por el goce del agua.

No obstante me adentré y, embozado por la vegetación, vi un instante de frente, desnudos cuerpos, morenos y dorado-oscuros, y de costado, ocultas las facciones, pues sólo distinguía una nuca y pelo recogido arriba, otro que no supe si era blanco o mulato. No quise seguir mirando, porque me arrebataba y podía ser mulata y yo ni verlas debía, para no soñar con ellas, y predisponerme y venir en derrota.

Huí. Pero era evidente que me habían notado y al percibirlo no precisé si entre el alboroto que escuchaba a mi espalda escuchaba alborozo.

Mis piernas se volvieron firmes en la zancada porque algo me advertía que era perseguido. Hombre no podía ser, porque los hombres no cuidan el baño de las mujeres; india sí o mulata, por la rapidez con que andaba fuera del sendero, donde hay maleza y los troncos se ponen delante.

Ella casi me daba alcance y este afán me advirtió que buscaba ver mi rostro, conocerme, que tal debía ser el mandato de su ama y, entonces, resultaba que ella era blanca. Renegué de mi retirada, de haberla previsto apenas privándome de saber quién era. Tenía que volver y enfrentar lo que fuese: descubrirla y descubrirme.

No era posible.

Únicamente podía descargar en la espía el ímpetu que alimentaba mi ánimo defraudado.

Con un súbito giro a izquierda penetré entre los árboles y ella, alelada de sorpresa, no atinó a fugarse. Así como estaba en cueros, la tomé del cuello ahogándole el grito y la abofeteé hasta secar el sudor de mis manos. De un empujón di con su cuerpo en el suelo. Se acurrucó volviéndome la espalda. Le apliqué un puntapié en la nalga y partí.

Conmigo iba la furia atenuada, dando paso a un pensamiento severo contra mí mismo: ¡Carácter! ¡Mi carácter!…¡Ja!

Mi mano puede dar en la mejilla de una mujer, pero el abofeteado seré yo, porque habré violentado mi dignidad.

Aunque esto no fuera, aunque sólo fuese en el empaque el desorden, me sabía sin justificación por entregarme a la ira y a la represión en el prójimo de lo que yo mismo había engendrado en él.

3

Era de nuevo la siesta, que me hacía deseable, pero riesgoso el lecho; era la siesta que, al menos ese día, tan cercano al del baño de las mujeres, no quería repetir a campo.

Era la siesta y ese hombrón terrible se me vino por la calle vacía como un meteoro de sol destinado a mí, entre todos los mortales, por potencias infalibles.

Me tomó de las ropas y yo quise contenerlo con un enérgico «¡Caballero!». No me escuchó, llamándome sin respiro «buscón de mujeres honestas» y «asqueroso mirón que ni se les atreve». En un confuso indignarme y comprender que se trataba del marido y saber quién era ella y tratar de desasirme, me gritó «¡Habrá duelo!», y se fue y me dejó. Me dejó con la necesidad de seguirlo y sacudirlo, engañándome, conteniéndome, con la promesa del desquite futuro, porque, él dijo, habría duelo.

Pero no habría. Por toda la calle no pasaban más que una perra en celo y sus pretendientes de cuatro patas; en consecuencia, ningún testigo le exigiría el cumplimiento de su palabra, un anuncio explosivo que seguramente le bastó para quitarse la gana de darme maltrato. De mi parte, otras flaquezas podía reprocharme.

Sin embargo, me juré que sería la última. Me dije que, si a sufrir esa me avenía, era únicamente comprendiendo la razón de su arrebato, conociéndome culpable. Pero, decíame también, no debió insultarme. «Asqueroso mirón»: son palabras que entran sin alternativa de olvido.

De ser así, de nunca producirse el reclamado duelo, ¿debía deducir que existe una medida para la satisfacción de la ofensa, aun en los individuos aparentemente más brutales? ¿Debía creer que, tal vez, el hombre que defiende con escaso celo a su mujer, más que temeroso es un limitado por secretas motivaciones, que le vedan ocuparse demasiado de ella: un oculto odio, un lejano hastío, un amor extinto y no obstante para nadie evidente, ni para él siquiera?

4

El gobernador me entregó un incomprensible caso. Nada más me solicitaba que consulta y al pedido me atuve. No quise pensar en él, el gobernador tenía o no autoridad para sacar de la cárcel a un reo, convicto de asesinato, y hacerlo ir a mi despacho con sólo un guardián al costado a explicarme «la situación», de modo de ver «por dónde y cómo procede la exención de cargos». Debía atenderlo, no darme por enterado de cómo llegó a mí ni con qué alta recomendación y designios del recomendante. Era preciso que yo cuidase mi estabilidad, mi puesto, justamente para poder desembarazarme de él, del puesto.

Era preciso que oyese al preso, lo cual en pocos momentos se me pintó imposible, por cuanto no es posible oír a quien no habla. Estaba cerrado, no con dureza, sino con ausencia, en callar sobre el meollo de la cuestión, esto es, la trama de su delito.

El guardián, con mucho comedimiento, de atrás del preso me advirtió que debíamos temer una crisis de llanto o no sé qué desgarramiento de orden sentimental.

No era, pues, un individuo temible, sino un quebrantado.

Por ahorrarme la escena que, quizá, yo mismo había provocado con la desnudez del interrogatorio y del fastidio que me sobrevino demasiado pronto, lo dejé solo, con el guardián que, más que vigilarlo, parecía hacerlo objeto de su protección.

En el intervalo, creo que por cambiar de humor, pasé al cuarto donde trabajaba Ventura Prieto. Le narré el caso de mudez que había dejado tras la puerta.

No tuve que arrepentirme, pues Ventura Prieto, con un desdeñoso «Así no andará», me pidió autorización para tratarlo y ayudarme.

Merced a una sonrisa de amigo, que bien podía parecerlo por asemejarse escasamente a lo que se supone sea un funcionario, Ventura Prieto pudo hacer que ese espíritu clausurado se entregara brevemente.

La mirada baja, una respetable pesadumbre gravando el acento de su voz, dijo aquel mozo que fue apuesto y estaba prematuramente marchito:

—Yo era un tenaz fumador. Una noche, con espanto, observé que me había nacido un águila de murciélago…

Se interrumpió.

Con la escasa declaración nos inquietó lo suficiente como para desear que no enmudeciera de nuevo. No lo hizo. Había advertido que las palabras no respondían enteramente a su pensamiento y procuraba, mediante un repaso mental, una justa coordinación. Muy luego, recomenzó y compuso su discurso:

—Yo era un tenaz fumador. Una noche quedé dormido con un tabaco en la boca. Desperté con miedo de despertar. Parece que lo sabía: me había nacido un ala de murciélago. Con repugnancia, en la oscuridad busqué mi cuchillo mayor. Me la corté. Caída, a la luz del día, era una mujer morena y yo decía que la amaba. Me llevaron a prisión.

No habló más.

Compartimos su silencio.

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