Zapatos de caramelo (29 page)

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Authors: Joanne Harris

—¿Que un día qué? ¿Que recobraría la sensatez? ¿Que viviría a salto de mata, de día en día y de un lugar a otro como tú y las demás ratas de río?

—Prefiero ser rata a pájaro enjaulado.

Me pareció que se enfadaba. Su tono siguió siendo suave, pero su entonación sureña se tornó más pronunciada, como suele ocurrir cuando se cabrea. Pensé que tal vez yo quería cabrearlo y obligarlo a entrar en una confrontación que nos dejaría exhaustos. Pensarlo fue doloroso, pero tal vez era cierto. Es posible que Roux también lo notase porque me miró y sonrió.

—¿Y si te digo que he cambiado? —inquirió.

—No has cambiado.

—No lo sabes.

Claro que lo s
é
.
Me duele el alma ver que es prácticamente el mismo de siempre. Soy yo la que ha cambiado. Mis hijas me han cambiado. Ya no puedo hacer lo que me da la gana y lo que quiero es...

—Roux, me alegro de verte, me alegro de que hayas venido, pero es demasiado tarde. Estoy con Thierry. Te aseguro que, cuando lo conoces, resulta encantador. Ha hecho tanto por Anouk y Rosette...

—¿Estás enamorada?

—Roux, por favor.

—Te he preguntado si estás enamorada.

—Por supuesto.

Se encogió nuevamente de hombros, con deliberado desdén, antes de declarar:

—Felicitaciones, Vianne.

Dejé que se fuera. ¿Qué más podía hacer? Pensé que volvería, tenía que volver. De momento, no ha aparecido; tampoco ha dejado absolutamente nada, ni una dirección ni un número de teléfono, aunque lo cierto es que me sorprendería que Roux tuviese teléfono. Por lo que sé, jamás ha tenido ni siquiera un televisor porque, según dice, prefiere mirar el firmamento, espectáculo que jamás lo aburre y que nunca se repite.

Me pregunto dónde se aloja. Le dijo a Anouk que vivía en un barco. Lo más probable es que se trate de una gabarra que transporta mercancías Sena arriba. También es posible que haya comprado una barcaza barata, una cáscara de nuez, un desecho que repara en su tiempo libre, lo remienda y lo adapta a sus necesidades. Con los barcos Roux tiene una paciencia infinita, mientras que con las personas...

—Mamá, ¿Roux volverá hoy? —preguntó Anouk durante el desayuno.

Había esperado toda la noche para hablar. Lo cierto es que Anouk casi nunca toma la palabra impulsivamente; cavila, reflexiona y por último se expresa con actitud solemne y bastante cautelosa, como un detective de televisión que está a punto de desentrañar la verdad.

—No lo sé. Depende de él.

—¿Quieres que vuelva?

La persistencia siempre ha sido una de las características más marcadas de Anouk.

Suspiré.

—Es difícil responder a esa pregunta.

—¿Por qué? ¿Ya no te gusta? —Percibí desafío en su tono.

—No, Anouk, no es por eso.

—En ese caso, ¿a qué se debe?

Estuve a punto de echarme a reír. Anouk se las apaña para que todo parezca sencillo, como si nuestras vidas no fueran un castillo de naipes y cada decisión y elección estuviesen minuciosamente contrastadas con una multitud de otras elecciones y decisiones, como si las cartas no estuvieran precariamente apoyadas unas sobre otras y se inclinasen, se ladearan con cada suspiro...

—Escucha, Nanou. Sé que aprecias a Roux. Yo también. Me gusta mucho, pero tienes que recordar... —Busqué las palabras adecuadas—. Roux hace lo que quiere y siempre lo ha hecho. No permanece mucho tiempo en el mismo sitio. Todo eso me parece bien porque está solo, pero nosotras tres necesitamos algo más.

—Si viviéramos con él, Roux no estaría solo —replicó Anouk con gran sensatez.

Se me partió el alma, pero tuve que reírme. Por extraño que parezca, Roux y Anouk son muy parecidos. Ambos piensan en términos absolutos y son testarudos, reservados y terroríficamente resentidos.

Intenté explicárselo:

—Le gusta estar solo. Vive todo el año en el río, duerme al raso y ni siquiera se siente cómodo en una casa. Nanou, nosotras no podemos vivir así. Roux lo sabe y tú también.

Anouk me dirigió una mirada sombría y evaluadora.

—Thierry lo odia, lo he notado.

Digamos que, después de lo ocurrido anoche, nadie puede dejar de notarlo. Me refiero a su alegría exagerada y falsa, a su descarnado desdén y a sus celos. Me digo que ese no es Thierry. Seguramente hubo algo que lo alteró. ¿Tal vez la escena en La Maison Rose?

—Nou, Thierry no lo conoce.

—Thierry no nos conoce.

Nanou subió la escalera con un cruasán en cada mano y cara que parecía decir que ya seguiríamos hablando. Fui al obrador, preparé chocolate, me senté y dejé que se enfriase. Evoqué el mes de febrero en Lansquenet, con las mimosas en flor a orillas del Tannes y los gitanos del río con sus embarcaciones alargadas y estrechas, tantas y tan juntas que casi podías caminar por ellas y llegar a la otra orilla...

Un hombre estaba allí, sentado en solitario, y contemplaba el río desde la cubierta de su embarcación. No se diferenciaba mucho de los demás pero, por alguna razón, enseguida lo supe. Algunas personas brillan. Él pertenece a ese grupo. Incluso ahora, pese a todo el tiempo que ha pasado, vuelvo a sentirme atraída por esa llama. De no ser por Anouk y Rosette, probablemente anoche lo habría seguido. Al fin y al cabo, existen cosas peores que la pobreza, pero mis hijas se merecen algo mejor. Por eso estoy aquí. No puedo volver a ser Vianne Rocher, no puedo regresar a Lansquenet..., ni siquiera por Roux, ni siquiera por mí.

Seguía en el obrador cuando Thierry entró. Eran las nueve y todavía estaba oscuro; de afuera me llegaron los sonidos lejanos y amortiguados del tráfico y las campanadas de la pequeña iglesia de la place du Tertre.

Se sentó frente a mí y su abrigo despidió olor a cigarro y a bruma parisina. Permaneció medio minuto en silencio, estiró el brazo para cogerme de la mano y dijo:

—Lamento lo de anoche.

Levanté mi taza y miré el interior. Seguramente debí de hervir la leche, ya que sobre el chocolate frío había una telilla de nata. Pensé que había sido descuidada.

—Yanne... —añadió Thierry. Lo miré—. Lo lamento. Me sentía muy estresado. Quería que todo fuese perfecto. Deseaba que saliéramos a comer y luego pensaba hablarte del apartamento y contarte que he logrado reservar fecha para la boda..., fíjate bien..., para casarnos en la misma iglesia en la que mis padres contrajeron matrimonio...

—¿Cómo?

Me apretó la mano.

—En Notre-Dame des Apotres. Será dentro de siete semanas. Hubo una cancelación y da la casualidad de que conozco al sacerdote..., hace tiempo trabajé para él...

—¿De qué estás hablando? —lo interrumpí—. Asustas a mis hijas, eres descortés con un amigo mío, te largas sin decir palabra y ahora pretendes que me entusiasme con no sé qué de apartamentos y de la boda.

Thierry esbozó una sonrisa apenada.

—Lo lamento —se disculpó—. No es que me esté riendo de ti, pero..., pero me parece que todavía no te has acostumbrado al móvil, ¿eh?

—¿Qué dices?

—Conecta el móvil.

Le hice caso y encontré un mensaje nuevo que había enviado la noche anterior a las ocho y media: «Te quiero con locura. No más excusas. Nos vemos mañana a las 9. Besos, Thierry».

—Ah —musité.

Thierry volvió a cogerme de la mano.

—Lamento profundamente lo que sucedió anoche. Tu amigo...

—Roux —precisé.

Movió afirmativamente la cabeza.

—Sé que parece ridículo, pero al ver que Annie y tú hablabais con él como si os conocierais desde hace años..., bueno, me recordó todo lo que no sé de ti. Me refiero a las personas de tu pasado, a los hombres que has querido... —Lo miré levemente sorprendida. En lo que a mi vida anterior se refiere, Thierry ha mostrado un extraordinario desinterés. Es una de las cosas que siempre me han gustado de él. Aprecio su falta de curiosidad—. Bebe los vientos por ti. Hasta yo me di cuenta.

Suspiré. Siempre pasa lo mismo: las preguntas y las indagaciones pletóricas de buenas intenciones y cargadas de recelo.

¿
De d
ó
nde eres?
¿
Adónde vas?
¿
Has venido a visitar a tus parientes?

Creía que teníamos un trato: yo no menciono su divorcio y Thierry no habla de mi pasado. Da resultado..., mejor dicho, lo dio hasta ayer.

Roux, buen momento has escogido,
pensé amargamente. Claro que Roux es como es. Ahora su voz resuena en mi mente como la del viento:
Vianne, no te enga
ñ
es. Aqu
í
no puedes asentarte. Te crees a salvo en tu casita pero, como el lobo del cuento, yo s
é
que no es posible.

Fui al obrador a preparar chocolate. Thierry me siguió y, a causa del grueso abrigo, se movió con torpeza entre las pequeñas mesas y sillas.

—¿Quieres que te hable de Roux? —pregunté y rallé el chocolate en el cazo—. Verás, lo conocí cuando estaba en el sur. Durante una temporada tuve una chocolatería en un pueblo próximo al Carona. Roux vivía en una barcaza, navegaba de un pueblo a otro y hacía de todo un poco: trabajos de carpintería, techos, recolección de fruta. Trabajó un par de veces para mí. Hacía más de cuatro años que no lo veía. ¿Satisfecho?

Thierry se mostró avergonzado.

—Perdona, Yanne. Mi actitud ha sido ridícula. Obviamente, no pretendía interrogarte. Te prometo que no volverá a ocurrir.

—Jamás imaginé que fueras celoso —aseguré e incorporé una vaina de vainilla y una pizca de nuez moscada.

—No lo soy y, para demostrártelo... —Apoyó las manos en mis hombros y me obligó a mirarlo—. Yanne, escúchame. Es amigo tuyo y resulta evidente que necesita dinero. Dado que realmente quiero que el apartamento esté terminado para Navidad y, puesto que ya sabes lo difícil que es contratar a alguien en esta época del año, se me ocurrió ofrecerle el trabajo.

Le clavé la mirada.

—¿Se lo has dicho?

Thierry sonrió.

—Si lo prefieres, considéralo una penitencia. Es mi modo de demostrarte que mi yo verdadero no es ese hombre celoso con el que anoche te topaste. Y hay algo más... —Se llevó la mano al bolsillo del abrigo—. Te he traído una tontería. Pretendía ser un regalo de compromiso, pero...

Las tonterías de Thierry siempre son lujosas: un ramo con cuatro docenas de rosas, joyas de Bond Street, pañuelos de Hermès. Tal vez un pelín convencionales, pero Thierry es así: previsible hasta la médula.

—¿Cómo?

Me entregó un paquete delgado, poco más grueso que un sobre acolchado. Lo abrí y encontré un portadocumentos de piel con cuatro billetes de avión en primera para volar a Nueva York el 28 de diciembre.

Me quedé con la mirada fija en los billetes.

—Te encantará —aseguró Thierry—. Es el único sitio del mundo donde merece la pena recibir el Año Nuevo. He reservado habitaciones en un gran hotel..., a las niñas les gustará, habrá nieve, música, fuegos artificiales... —Me abrazó con todas sus fuerzas—. Ay, Yanne, me muero de ganas de mostrarte Nueva York...

A decir verdad, yo ya había estado en la ciudad. Allí murió mi madre, en una calle ajetreada, frente a una tienda de exquisiteces italianas, un cuatro de julio. Entonces hacía calor y brillaba el sol. En diciembre hará frío. En diciembre la gente muere de frío en Nueva York.

—Pues no tengo pasaporte —comenté lentamente—. Mejor dicho, lo tenía, pero...

—¿Está caducado? Yo lo arreglaré.

En realidad, está algo más que caducado. Está a otro nombre, el de Vianne Rocher, y me pregunté cómo explicarle que la mujer de la que se ha enamorado es otra persona.

Claro que tampoco podía ocultarlo. La escena de la víspera me ha enseñado algo: Thierry no es tan previsible como imaginaba. La mentira es como la mala hierba y, si no se corta de raíz, lo invade todo, corroe, se extiende y asfixia hasta que al final no queda más que una sarta de falsedades...

Thierry estaba muy cerca, con los ojos azules encendidos por... por la ansiedad o tal vez por otra cosa. Despedía un olor ligeramente reconfortante, como a hierba segada, libros viejos, savia de pino o pan. Acortó un poco más las distancias, me abrazó, apoyó mi cabeza en su hombro (momento en el que pregunté dónde estaba ese pequeño hueco que parecía hecho exclusivamente para mí) y me resultó tan conocido, tan seguro..., aunque esta vez también percibí cierta tensión. La sentí como cables con carga eléctrica a punto de rozarse...

Sus labios encontraron los míos. Volví a notar esa carga; fue como si entre nosotros hubiera estática, en parte placentera y otro tanto desagradable. Me di cuenta de que pensaba en Roux.
Maldito seas, ahora no.
Ese beso persistente... Me aparté.

—Escucha, Thierry, tengo algo que decirte.

Me miró.

—¿Qué tienes que decirme?

—El nombre que figura en mi pasaporte, el mismo que daré en el Registro Civil... —Respiré hondo—. No es el que uso ahora. Me lo he cambiado. Se trata de una larga historia. Tendría que habértela explicado, pero...

Thierry no me dejó continuar.

—Carece de importancia. No quiero explicaciones. Todos tenemos cosas de las que preferimos no hablar. Para mí que te hayas cambiado el nombre no tiene importancia. Eres tú quien me interesa, me da igual si te llamas Francine, Marie-Claude o, Dios no lo permita, Cunégonde.

Esbocé una sonrisa.

—¿Hablas en serio?

Thierry meneó la cabeza.

—Prometí que no te haría preguntas. El pasado es el pasado. No tengo por qué saberlo, a menos que estés a punto de decirme que antes eras hombre o algo por el estilo.

Me reí.

—En ese aspecto, no existe el menor riesgo.

—Creo que voy a comprobarlo, solamente para cerciorarme.

Thierry cruzó las manos a la altura de mi talle. Su beso fue más intenso y exigente, pese a que nunca hace demandas. Su cortesía chapada a la antigua es una de las características que siempre me han atraído, si bien hoy se muestra ligeramente distinto: intuyo un esbozo de pasiones apenas contenidas, de impaciencia, de anhelo de algo más. Durante unos segundos me dejo llevar por la situación y Thierry desliza las manos por mi cintura y mis pechos. Hay algo puerilmente voraz en la forma en la que me besa los labios y la cara, como si intentase reclamar como propia mi persona, al tiempo que no cesa de susurrar: «Te quiero, Yanne; te deseo, Yanne...».

Reí a medias e intenté respirar.

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