Zapatos de caramelo (48 page)

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Authors: Joanne Harris

—La perdí —admite con voz queda.

—Lo siento muchísimo.

Apoyo mi mano en su brazo. Llevo manga corta y mi pulsera, cargada de pequeños dijes, tintinea pesadamente. El brillo de la plata llama su atención...

El dije del gato se ha oscurecido con el paso del tiempo y se parece al Uno Jaguar de Tezcatlipoca Negro más que a la baratija que antaño fue.

Madame lo ve, se pone rígida y casi en el acto piensa que es absurdo, que semejantes coincidencias no existen, que solo se trata de una barata pulsera de dijes y que no puede tener nada que ver con aquel brazalete de bebé perdido hace muchos años ni con el minino de plata...

Bueno, ¿y si tuviera que ver?, se pregunta. A veces te enteras de este tipo de cosas, no siempre a través del cine, sino en la vida real...

—Lle-lleva una pul-pulsera in-interesante. —Le tiembla tanto la voz que le cuesta pronunciar las palabras.

—Gracias, hace años que la tengo.

—¿De verdad?

Muevo afirmativamente la cabeza.

—Cada uno de los dijes me recuerda algo. Este lo tengo desde que murió mi madre...

Señalo un dije con forma de ataúd. De hecho, procede de México, debió de tocarme en alguna piñata, y sobre la tapa de la caja hay una crucecita negra.

—¿Ha dicho su madre?

—Así la llamaba, aunque lo cierto es que no conocí a mis padres biológicos. Esta llave corresponde a mis veintiún años... Y este gato es mi dije más antiguo y el que me ha traído más suerte. Me parece que lo he tenido toda la vida, incluso antes de que me adoptasen.

Casi paralizada, madame me clava la mirada. Es imposible, sabe que lo es, pero una faceta menos racional de su persona insiste en que los milagros y la magia existen. Es la voz de la mujer que antaño fue, la misma que, con solo diecisiete años, se enamoró de un hombre de treinta y dos que le dijo que la quería y le creyó.

¿Qué hay de la niña? ¿Reconoció algo en ella, algo que tironea su corazón y lo desgarra como un gatito que juguetea con un ovillo de hilo?

Algunas personas, como yo, son cínicas de nacimiento. Claro que si eres creyente nunca dejarás de serlo. Percibo que madame pertenece a esta última categoría; mejor dicho, lo he sabido desde que vi las muñecas con cara de porcelana en el vestíbulo de Le Stendhal. Es una romántica envejecida, amargada, desilusionada y, por consiguiente, más vulnerable; basta una sola palabra mía para que su piñata se abra como una flor.

¿He dicho palabra? Quería decir un nombre, por supuesto.

—Madame, tengo que cerrar. —La conduzco delicadamente hacia la puerta—. Si quiere volver, en Nochebuena damos una fiesta. Si no tiene otros planes, tal vez le apetezca venir una hora.

Me mira con los ojos como estrellas.

—Desde luego que sí —musita—. Muchas gracias. Asistiré.

2

Mi
é
rcoles, 19 de diciembre

Esta mañana Anouk se fue a la escuela sin despedirse. No debería sorprenderme; es lo que ha hecho a lo largo de esta semana; baja tarde a desayunar, hace un saludo general, coge su cruasán y sale corriendo cuando todavía es de noche.

Anouk es así, la misma que solía lamerme la cara con exuberancia y gritar que me quería en medio de la calle atiborrada de gente, aunque ahora permanece en silencio y está tan ensimismada que me siento desconsolada y helada de miedo; las dudas que me han perseguido desde que nació aumentan a medida que pasan las semanas.

Debo reconocer que está creciendo y que le interesan otras cosas: las amistades de la escuela, los deberes, los profesores, tal vez un amigo especial (¿Jean-Loup Rimbault?) o el dulce delirio del primer enamoramiento. Es posible que también haya otras cosas: secretos susurrados, grandes planes elaborados y cuestiones que tal vez les cuente a sus amigas y que, si su madre las supiese, la llevarían a retorcerse de incomodidad.

Me digo que es normal y, por otro lado, la sensación de exclusión es casi insoportable. Creo que no somos como las demás, me parece que Anouk y yo somos diferentes. Por muy molesto que resulte, ya no puedo pasarlo por alto...

A partir de esa certeza me doy cuenta de que cambio, me vuelvo irritable y crítica ante cualquier nimiedad. ¿Cómo transmitir a mi niña de estío que el tono de mi voz no es de cólera, sino de temor?

¿Mi madre sintió lo mismo? ¿Experimentó esa sensación de pérdida, ese temor incluso mayor que el miedo a la muerte mientras, inútilmente, como todas las madres intentaba paralizar el implacable paso del tiempo? ¿Me siguió como yo sigo a Anouk y se fijó en los hitos abandonados en el camino? Me refiero a los juguetes que ya no usa, a la ropa abandonada, a los cuentos de antes de dormir que no han sido narrados, a todo aquello descartado a su paso, a medida que la niña corre cada vez con más impaciencia hacia el futuro y se aleja de la infancia, se aleja de mí...

Mi madre solía contar un cuento en el que una mujer se desesperaba por tener un hijo pero, como no podía concebir, cierto día de invierno creó una criatura de nieve. La hizo con sumo cuidado, la vistió, la quiso y le cantó hasta que la Reina del Invierno se compadeció y la dotó de vida.

La mujer, mejor dicho, la madre, estaba que no cabía en sí de alegría. Con los ojos embargados por el llanto de la felicidad, dio las gracias a la Reina del Invierno y juró que a su hija jamás le faltaría nada y que, mientras ella viviese, no conocería la pena.

«Mujer, ten cuidado», advirtió la Reina del Invierno. «Los afines se atraen del mismo modo que el cambio llama al cambio y, para bien o para mal, el mundo gira. Mantén a tu criatura lejos del sol y, mientras puedas, haz que te obedezca. Los hijos del deseo nunca se dan por satisfechos, ni siquiera con el amor de madre.»

La madre apenas la escuchó. Se llevó la niña a casa, la quiso y la cuidó tal como había prometido a la Reina del Invierno. Transcurrió el tiempo y, blanca como la nieve, negra como el azabache y hermosa como un diáfano día invernal, la niña creció con velocidad mágica.

Se acercó la primavera, la nieve empezó a derretirse y la Criatura de Nieve se mostró cada vez más insatisfecha. Dijo que quería salir, estar con otros niños y jugar. Como era previsible, al principio la madre se negó, pero no hubo manera de convencerla. Lloró, se entristeció, se negó a comer y, finalmente, la madre accedió a regañadientes.

«No te pongas al sol y jamás te quites el abrigo y el sombrero», advirtió la madre a la pequeña.

«De acuerdo», respondió la niña y se alejó a saltos.

La Criatura de Nieve jugó todo el día. Fue la primera vez que vio a otros niños. Jugó al escondite por primera vez y aprendió juegos de cantar, de batir palmas, de correr y otros. Volvió a casa extraordinariamente cansada, pero más feliz de lo que su madre la había visto hasta entonces.

«¿Mañana puedo salir de nuevo?» La madre accedió con el corazón en un puño, siempre y cuando se dejara puestos el abrigo y el sombrero, y nuevamente la Criatura de Nieve pasó fuera todo el día. Estableció amistades secretas y pactos solemnes; por primera vez se despellejó las rodillas y también regresó a casa con los ojos brillantes y con la pretensión de salir nuevamente al otro día.

La madre protestó porque la niña estaba agotada pero, al final, claudicó. Durante el tercer día la Criatura de Nieve descubrió el gozo embriagador de la desobediencia. Por primera vez en su corta vida faltó a una promesa, rompió una ventana, besó a un chico y se quitó el abrigo y el sombrero al sol.

Transcurrieron las horas. Cayó la noche y, como la Criatura de Nieve no regresaba, la madre salió a buscarla. Encontró el abrigo y el sombrero, pero ni vio ni volvió a ver una sola señal de la Criatura de Nieve, sino un mudo charco de agua que antes no existía.

Debo reconocer que ese cuento nunca fue de mi agrado. De los que narraba mi madre, era el que más me aterraba, no por el cuento propiamente dicho, sino por su expresión, el temblor de su voz y la forma en que me estrechaba dolorosamente en sus brazos mientras el viento arreciaba desaforadamente en la oscuridad invernal.

Está claro que entonces no sabía por qué se asustaba tanto. Con los años lo he descubierto. Dicen que el mayor temor de la infancia es que los padres te abandonen. Infinidad de cuentos infantiles lo reflejan: Hansel y Gretel, los niños abandonados en el bosque, Blancanieves perseguida por la madrastra...

Soy yo la que ahora está perdida en el bosque. Pese al calor del obrador, tirito y me rodeo los hombros con el jersey grueso de trenzas. Hoy noto el frío, mientras que Zozie sigue vistiendo de verano, con alegre falda estampada, zapatillas de ballet y el pelo recogido con una cinta amarilla.

—Saldré una hora. ¿Te parece bien?

—Por supuesto.

¿Cómo voy a negarme si sigue sin aceptar que le pague un salario?

Por enésima vez me lo pregunto en silencio...

¿
Cu
á
l es tu precio?

¿
Qu
é
quieres?

El viento de diciembre sopla en la calle, pero no ejerce el menor poder sobre Zozie. La observo mientras apaga las luces del local y tararea al tiempo que cierra los postigos que ocultan el escaparate, en el que los muñecos de pinza de la casa de estuco se han reunido en torno a la escena del cumpleaños mientras fuera, bajo el farol del porche y la nieve de azúcar glaseada, un coro de ratones de chocolate con minúsculas partituras clavadas en las patas canta sin emitir sonido alguno.

3

Jueves, 20 de diciembre

Hoy Thierry volvió a hacer acto de presencia, pero Zozie lo despachó, no sé muy bien cómo. Le debo mucho y es lo que más me perturba. No he olvidado lo que vi el otro día en la chocolatería ni la desagradable sensación de verme a mí misma, la Vianne Rocher que fui, renacida en la persona de Zozie de l'Alba, que emplea mis métodos, pronuncia mis frases y me reta a desafiarla...

Durante el día de hoy la observé furtivamente, tal como he hecho ayer y anteayer. Rosette jugaba tranquila; los aromas mezclados del clavo, la melcocha, la canela y el ron impregnaban el obrador calentito; mis manos estaban cubiertas de azúcar y cacao en polvo, el cazo de cobre resplandecía y el hervidor gorjeaba. Todo me resultó conocido y disparatadamente cómodo a pesar de que una parte de mi ser no estaba tranquila. Cada vez que sonó el timbre, miré hacia el local para comprobar qué pasaba.

Nico se presentó junto a Alice y ambos parecían absurdamente felices. Nico comenta que, pese a su adicción a los macarrones de coco, ha adelgazado. Tal vez un observador casual no notaría la diferencia, ya que está tan orondo y alegre como siempre, pero Alice confirma que ha perdido cinco kilos y que ha tenido que hacer tres agujeros más en el cinturón.

—Es como estar enamorado —comentó con Zozie—. Así se queman calorías o algo por el estilo. Vaya, el árbol es grandioso, de fábula. Alice, ¿quieres un árbol como ese?

No resulta tan fácil oír la voz de Alice pero, al menos, habla y da la sensación de que hoy su rostro menudo y puntiagudo tiene color. Junto a Nico parece una niña, pero una niña feliz, que ya no está perdida y su mirada no se aparta del rostro del grandullón.

Pensé en la casa de Adviento y en las figurillas que, bajo el árbol de Navidad, unen sus manos formadas con limpiapipas.

Luego apareció madame Luzeron, que ahora viene con más frecuencia y que juega con Rosette mientras bebe su café moca. Se la ve más relajada y, bajo el abrigo negro, llevaba un conjunto de jersey y chaqueta de color rojo y acabó arrodillada mientras Rosette y ella hacían rodar solemnemente por el suelo un perro de madera.

A continuación Jean-Louis y Paupaul se sumaron al juego, lo mismo que Richard y Mathurin, que se iban de camino a jugar a la petanca; luego llegó madame Pinot, a la que hace seis meses ni se le habría ocurrido entrar, a quien Zozie llama por su nombre de pila (Hermine) y que, como quien no quiere la cosa, pide «lo de siempre».

A medida que la ajetreada tarde transcurría, me conmovió ver que tantos clientes traían regalos para Rosette. Había olvidado que la ven con Zozie mientras yo estoy en el obrador, preparando bombones, pero aun así fue inesperado y me recordó todas las amistades que hemos hecho desde que, hace un mes, Zozie se unió a nosotras.

Madame Luzeron le regaló un perro de madera; Alice, una huevera pintada de verde; Nico se presentó con un conejo de peluche; Richard y Mathurin, un rompecabezas, y Jean-Louis y Paupaul, el dibujo de un mono. Hasta madame Pinot, la de la tienda de la esquina, hizo acto de presencia con una diadema amarilla para Rosette... y para encargar cremitas de violeta, por las que muestra un entusiasmo rayano en la gula. Laurent Pinson apareció como de costumbre, robó azucarillos y, con regocijado desaliento, me informó que la actividad comercial era mínima en todas partes y que acababa de ver a una musulmana con chador caminando por la rue des Trois Frères. Al salir dejó un paquete sobre la mesa y, una vez abierto, descubrimos que contenía una pulsera de dijes de plástico rosa, que probablemente regalan con una revista juvenil, pero a Rosette le encanta incondicionalmente y se niega a quitársela, incluso a la hora del baño.

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