Zapatos de caramelo (49 page)

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Authors: Joanne Harris

Cuando estábamos a punto de cerrar, apareció la mujer extraña que estuvo ayer, compró otra caja de trufas y dejó un regalo para Rosette. Fue lo primero que me llamó la atención, ya que no es cliente habitual y ni siquiera Zozie conoce su nombre, pero cuando quitamos el papel de regalo, nuestra sorpresa fue todavía mayor. Contenía una caja con un bebé, una muñeca no muy grande, indiscutiblemente antigua, con cuerpo blando y cara de porcelana, enmarcada por un gorro bordeado de piel. A Rosette le encanta, pero no puedo aceptar un regalo tan generoso de una desconocida, por lo que guardé el bebé en la caja, decidida a devolvérselo cuando regrese, en el caso de que vuelva.

—No te preocupes —dijo Zozie—. Probablemente perteneció a sus hijos o algo por el estilo. Piensa en madame Luzeron y en los muebles de la casa de muñecas...

—Esos objetos solo están en préstamo —puntualicé.

—Yanne, no te pases —continuó Zozie—. No puedes desconfiar de todo. Tienes que dar a los demás la posibilidad de...

Rosette señaló la caja y dijo con el lenguaje de signos:

Beb
é
.

—Está bien, pero solo por esta noche.

Rosette cacareó quedamente.

Zozie sonrió.

—¿Te das cuenta? No es tan difícil.

De todos modos, me sentí incómoda. Casi nunca algo es gratis; a la larga, un regalo o un acto bondadoso han de pagarse con la misma moneda. Es lo que me ha enseñado la vida. Por ese motivo ahora soy más cautelosa. También por eso tengo las campanillas colgadas encima de la puerta, para que me adviertan de la llegada de las Benévolas, las mensajeras del crédito pendiente de pago.

Anouk volvió de la escuela, como de costumbre, sin dar indicios de su presencia de no ser por el correteo en la escalera de madera mientras se dirigía a su habitación. Intenté recordar la última vez que me había saludado como antaño: venía a buscarme al obrador, me abrazaba, me besaba y soltaba una andanada de comentarios. Me digo que me he vuelto demasiado quisquillosa, pero hubo una época en la que le habría resultado tan imposible olvidarse de besarme como no acordarse de Pantoufle.

Pues sí, en este momento hasta me alegraría vislumbrar a Pantoufle u oír un comentario, alguna señal de que la niña de estío que conocí no ha desaparecido del todo. Hace días que no lo veo y ella apenas habla conmigo, ya sea de Jean-Loup Rimbault, de sus compañeras, de Roux, de Thierry e incluso de la fiesta, aunque sé lo mucho que ha trabajado para que salga bien: ha redactado invitaciones en trozos de cartón adornados con una ramita de acebo y el dibujo de un mono, copiado menús y planificado juegos.

La observo al otro lado de la mesa y me sorprendo de lo adulta que parece y de lo súbita y perturbadoramente bonita que está con el pelo oscuro, la mirada tempestuosa y el atisbo de los pómulos en el rostro intenso.

La contemplo cuando está con Rosette y veo la manera elegante y solícita en que inclina la cabeza sobre el pastel de cumpleaños bañado con azúcar en polvo amarillo y la pequeñez peculiarmente conmovedora de las manitas de Rosette entre las suyas.
Sopla las velas, Rosette,
dice.
No, no babees. Se hace as
í
.

Me percato de que la miro cuando está con Zozie...

Ay, Anouk, que rápido ocurre ese paso súbito de la luz a la oscuridad, de ser el centro del mundo de alguien a convertirse en nada más que un detalle en los márgenes, una figura entre las sombras, casi nunca estudiada y apenas vista...

A última hora de la noche regresé al obrador y puse a lavar las prendas con las que Anouk había ido a la escuela. Durante unos instantes las acerqué a mi cara, como si conservasen una parte de su persona que yo he perdido. Huelen al exterior, al incienso que Zozie quema en su habitación y al aroma a galletas y a malta del sudor de Anouk. Me siento como una mujer que registra la ropa de su amado en busca de indicios de infidelidad...

En el bolsillo del tejano encuentro algo que se le ha olvidado quitar. Es un muñeco construido con una pinza de madera para tender la ropa, la misma clase de muñeco que ha confeccionado para el escaparate. Lo miro con atención y reconozco a quién representa; veo las marcas trazadas con rotulador, los tres pelos rojos atados alrededor de la cintura y, si entorno los ojos, el brillo que lo rodea, tan tenue pero tan conocido que, de lo contrario, se me habría escapado.

Una vez más me dirijo a la casa de Adviento, donde ya está preparada la escena de mañana. La puerta abierta da al comedor y todos se han reunido alrededor de la mesa, donde están a punto de servir el pastel de chocolate. También hay minúsculas velas y platos y vasos diminutos; estudio la escena con más atención y reconozco a casi todos los presentes: Nico el Gordo, Zozie, la pequeña Alice con las grandes botas, madame Pinot con su crucifijo, madame Luzeron con su abrigo fúnebre, Rosette, yo e incluso Laurent... y Thierry, que no ha sido invitado, permanece de pie bajo los árboles cubiertos de nieve.

Todos están tocados por ese brillo dorado...

Algo tan pequeño...

Algo tan descomunal.

Pienso que un juego no hace daño a nadie. Los juegos sirven para que los niños den sentido al mundo y los cuentos, incluso los más terroríficos, son los medios a través de los cuales aprenden a afrontar la pérdida, la crueldad, la muerte...

En este pequeño cuadro hay algo más: la familia y los amigos de la escena alrededor de la mesa, las velas, el árbol y el tronco de chocolate se encuentran en el interior de la casa. La escena del exterior es distinta. En el suelo y en los árboles se ha acumulado una tupida nevada con forma de azúcar en polvo. El lago de los patos está congelado, los ratones de azúcar con las partituras han desaparecido y de las ramas de los árboles cuelgan carámbanos largos y asesinos, realizados con azúcar y afilados como astillas de cristal.

Thierry está de pie bajo esas ramas y un muñeco de nieve de chocolate oscuro y grande como un oso lo observa amenazadoramente desde la cercana arboleda.

Estudio con más atención el pequeño muñeco de pinza. Por extraño que parezca, guarda una gran semejanza con Thierry: la ropa, el pelo, el móvil y hasta su expresión, representada por un trazo ambivalente y un par de puntos a modo de ojos.

También hay algo más: una espiral dibujada con la yema de un dedo pequeño en la nieve de azúcar. La he visto antes en la habitación de Anouk: trazada en su tablón, dibujada a lápiz en un cuaderno y reproducida cien veces con botones y piezas de rompecabezas en este suelo, ahora lustroso gracias a ese encanto innegable...

Comienzo a entender: las señales marcadas bajo el mostrador, las bolsitas medicinales colgadas sobre la puerta, la reciente afluencia de clientes, las amistades que hemos hecho, todos los cambios que se han producido durante las últimas semanas. Esto es mucho más que un juego infantil, se parece a una campaña secreta por un territorio que yo ni siquiera sabía que estaba en disputa.

¿Quién es el general que lidera esta campaña?

¿Hace falta que lo pregunte?

4

Viernes, 21 de diciembre.

Solsticio de invierno

El último día de clase siempre es una locura. En lugar de estudiar nos dedicamos a jugar y a poner orden; hay fiestas, pasteles y felicitaciones navideñas; los profesores que durante el curso no han sonreído recorren las aulas con pendientes navideños de fantasía y gorros de Papá Noel y a veces hasta reparten caramelos.

Chantal y compañía guardan las distancias. Desde su regreso, que se produjo la semana pasada, no han sido ni la mitad de populares que antes. Tal vez tiene que ver con la tiña. A Suze vuelve a crecerle el pelo, aunque todavía no se quita el gorro para nada. Supongo que Chantal está bien, pero Danielle, que soltó esos insultos sobre Rosette, ha perdido casi todo el pelo y también las cejas. Es imposible que sepan que fui yo pero, de todos modos, ni se me acercan, como las ovejas ante una valla electrificada. Se acabaron los juegos del «bicho feo», las trastadas, los chistes sobre mi melena y las visitas a la chocolatería. Mathilde oyó que Chantal le comentaba a Suze que soy «espeluznante». Jean-Loup y yo reímos mogollón: «espeluznante». Venga ya, ¿cuán imperfecta puedes ser?

Solo faltan tres días y aún no hay señales de Roux. Lo he buscado toda la semana, pero nadie lo ha visto. Hoy incluso fui a la pensión en la que se hospedaba y no hallé indicios de que hubiera nadie; la rue de Clichy no es un lugar en el que apetezca quedarse, sobre todo cuando oscurece y los enfermos acaban tirados en las aceras y los borrachos duermen en los portales cerrados con persianas metálicas.

Di por supuesto que anoche vendría, aunque solo fuese por el cumpleaños de Rosette, pero no ha sido así. Lo echo muchísimo de menos. No dejo de pensar que algo está mal. ¿Mintió cuando dijo que tenía un barco? ¿Falsificó el cheque? ¿Se ha ido para siempre? Thierry dice que más le vale largarse si sabe lo que le conviene. Zozie dice que tal vez sigue en París, escondido en algún lugar cercano. Mamá no dice nada.

Le conté a Jean-Loup todo el lío de Roux y Rosette. Le expliqué que Roux es mi mejor amigo y que tengo miedo de que se vaya para no volver, así que me besó y declaró que era mi amigo.

Solo fue un beso, nada del otro mundo, pero ahora estoy temblorosa y picajosa, como si alguien tocara el triángulo o algo por el estilo en mi estómago, y me parece que tal vez...

¡Anda ya, tío!

Jean-Loup dice que debería hablar con mamá y aclarar la situación, pero últimamente está muy ocupada, a veces durante la cena permanece muda y me mira con tristeza y desilusionada, como si yo hubiese tenido que hacer algo y lo cierto es que no sé cómo mejorar la situación...

Tal vez por eso hoy me escapé. Había pensado en Roux, en la fiesta y en si puedo confiar en que asista. Saltarse el cumpleaños de Rosette ya es bastante malo, pero si en Nochebuena no viene nada funcionará como lo planificamos, como si él fuera el ingrediente esencial y secreto de una receta que de otra forma es imposible preparar. Si las cosas no ocurren como deben, nada volverá a ser como antes y es necesario, es imprescindible que lo sean, sobre todo ahora...

Esta noche Zozie tuvo que salir y a mamá no le quedó más remedio que trabajar hasta tarde. Le han hecho tantos encargos que apenas puede con todo, así que para cenar calenté una lata de espaguetis y subí el plato a mi habitación para que mamá dispusiese del espacio para trabajar.

Eran las diez cuando me acosté, pero no podía dormir y bajé al obrador a beber un vaso de leche. Zozie no había vuelto y mamá preparaba trufas de chocolate. Todo olía a chocolate: el vestido de mamá, su pelo y hasta Rosette, que jugaba en el suelo de la cocina con un trozo de pasta y varios cortapastas.

Todo parecía muy seguro y archiconocido. Tendría que haber sabido que se trataba de un error. Tuve la sensación de que mamá estaba cansada y agobiada; golpeaba la pasta de las trufas como si fuera masa de pan y cuando bajé apenas me miró.

—Anouk, date prisa —aconsejó—. No quiero que estés despierta hasta tan tarde.

Me dije que Rosette solo tiene cuatro años y que a ella la deja quedarse hasta las tantas...

—Estamos en vacaciones —me defendí.

—No quiero que enfermes —precisó mamá.

Rosette tironeó de la pernera de mi pijama pues quería mostrarme las figuras de pasta.

—Rosette, han quedado muy bien. ¿Quieres que las cocinemos?

Rosette sonrió y con señas expresó que sí.

Pensé que podía considerarme afortunada de contar con Rosette, que siempre está feliz y sonriente, lo que la diferencia de los demás. Cuando crezca viviré con ella; podríamos alojarnos en una casa flotante, como Roux, comer salchichas directamente sacadas del envase, preparar hogueras a la vera del río y Jean-Loup viviría cerca...

Encendí el horno y cogí una asadera. Las figuras de Rosette estaban muy sobadas pero, una vez cocinadas, no tendría la menor importancia.

—Las asaremos dos veces, como los bizcochos —propuse—,y las colgaremos del árbol de Navidad.

Rosette rió, ululó a las figuras a través de la puerta de cristal del horno y les indicó por señas que se cocieran rápido. Esa actitud me hizo reír y durante un minuto pensé que estaba todo bien, como si una nube se hubiese deshecho. En ese instante mamá tomó la palabra y la nube se recompuso.

—He encontrado algo tuyo —afirmó sin dejar de aporrear la pasta para trufas.

Me pregunté qué había encontrado y dónde; seguramente fue en mi habitación y en mis bolsillos. A veces sospecho que me espía. Siempre sé si ha registrado mis cosas porque hay libros cambiados de sitio, papeles desplazados y juguetes guardados. No sé qué busca; de momento, no ha dado con mi escondite especial y secreto. Se trata de una caja de zapatos metida en el fondo del armario y contiene mi diario, varias fotos y otras cosillas que no quiero que nadie vea.

—Esto es tuyo, ¿no? —Abrió uno de los cajones del obrador y retiró el muñeco de pinza de Roux, que yo había olvidado en el bolsillo del tejano—. ¿Lo has hecho tú? —Asentí—. ¿Para qué?

Permanecí unos segundos en silencio. ¿Qué podía contestar? Por mucho que hubiese querido, no sé si habría sido capaz de explicarlo. Lo había hecho para que todo volviese a su sitio, para recuperar a Roux, mejor dicho, no solo a Roux...

—¿Lo has visto? —quiso saber mamá. No respondí porque ella ya conocía la respuesta—. Anouk, ¿por qué no me lo dijiste?

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