Zapatos de caramelo (51 page)

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Authors: Joanne Harris

¿Quién es la cría? Francamente, no lo sé, pero me apetece seguirla al interior de la tienda. Del marco de la puerta cuelga una cortina de tiras multicolores de plástico. La niña extiende la mano, en cuya muñeca luce una delgada pulsera de plata; vuelve la vista hacia el sitio donde los niños intentan romper la piñata del tigre, atraviesa la cortina y entra en la tienda.

«¿Te gusta mi piñata?» La voz procede de un rincón de la tienda. Pertenece a una anciana, a una abuela; no, a una bisabuela, a una mujer tan vieja que, para la pequeña, podría tener cien o mil años. Semeja una bruja de libro de cuentos a causa de las arrugas, la mirada y las manos nudosas. Sujeta un vaso y de su interior llega hasta la cría un olor extraño, fuerte y embriagador.

A su alrededor, en los estantes de la tienda hay frascos, botes, botellas y calabazas; del techo cuelgan raíces secas, que despiden olor a sótano, y por todas partes hay velas encendidas, de modo que las sombras hacen muecas y bailotean.

Desde un estante alto una calavera observa lo que tiene a sus pies.

Al principio la niña supone que se trata de una calavera de azúcar, como las demás, pero ya no está tan segura. Delante de ella, en el mostrador, hay un objeto negro de aproximadamente un metro de largo..., más o menos del tamaño del ataúd de un niño.

Parece una caja de cartón piedra, pintada de negro mate salvo la señal, que casi parece una cruz pero no lo es, trazada en rojo sobre la tapa.

Vaya, es como una pi
ñ
ata,
piensa la pequeña.

La bisabuela sonríe y le entrega un cuchillo. Es muy viejo, está romo y parece de piedra. La niña lo contempla con curiosidad y vuelve a mirar a la anciana y la extraña piñata.

«¡Ábrela!», la apremia la bisabuela. «Ábrela, es para ti.»

El olor a chocolate se acrecienta. En ese momento se aproxima a la temperatura ideal, el límite de treinta y un grados que el chocolate cobertura no debe sobrepasar. El vapor se espesa, la visión se desdibuja, retiro rápidamente el chocolate del fuego e intento regresar a lo que he visto...

Á
brela.

Huele a eternidad. Desde el interior algo la llama; no es exactamente una voz, sino una zalamería, una promesa...

Es para ti.

¿De qué se trata?

Primer golpe. Se resquebraja y a lo largo aparece una grieta. La niña sonríe al entrever el tesoro que contiene: papel de aluminio, dijes y bombones.

Casi estoy dentro. Un golpe m
á
s y...

Por fin aparece la madre de la niña, que aparta la cortina de plástico y, con los ojos cada vez más abiertos, mira hacia el interior. Pronuncia un nombre, su voz suena aguda. La cría no gira la cabeza, ya que está demasiado pendiente de la piñata negra, a la que solo le falta un golpe para liberar secretos...

La madre vuelve a llamarla, pero es demasiado tarde. La cría está absorta en la tarea. La abuela se inclina con impaciencia y cree que casi lo saborea, rico como la sangre y el chocolate.

El cuchillo de piedra cae y produce un ruido sordo. La grieta se ensancha...

Estoy dentro,
piensa ella.

El vapor que quedaba ha desaparecido. El chocolate se asentará correctamente y adquirirá un buen brillo y un chasquido placentero. Ya sé dónde he visto con anterioridad a la cría con el cuchillo en la mano...

Supongo que la conozco de toda la vida. Durante años, mi madre y yo huimos de ella, escapamos como gitanos de pueblo en pueblo. Con anterioridad la hemos encontrado en los cuentos de hadas, es la bruja mala de la casa de pan de jengibre, es el flautista, es la Reina del Invierno. Durante un tiempo también la conocimos como el Hombre Negro..., pero las Benévolas tienen infinidad de disfraces y sus bondades se extienden como reguero de pólvora, entonan la canción, hacen resonar los cambios, nos encantan para salir de Hamelín, consiguen que nuestros problemas correteen y tropiecen en pos de esos tentadores zapatos rojos...

Ahora, por fin, veo su rostro. Me refiero a su verdadero rostro, oculto tras toda una vida de encantos, mudable como la luna y voraz, tan voraz... cuando franquea la puerta con sus tacones de bayoneta, se detiene y me mira con esa sonrisa radiante...

6

Viernes, 21 de diciembre

Cuando entré me estaba esperando. Debo reconocer que no me llevé una sorpresa. Hacía días que esperaba una reacción y, si he de ser sincera, ya tocaba.

Por fin ha llegado la hora de poner las cartas sobre la mesa. Hace demasiado que interpreto el papel de gata mimosa. Ha llegado el momento de mostrar mi aspecto más feroz, de hacer frente a mi adversaria en su terreno.

La encontré en la cocina, arropada con un chal y con una taza de chocolate que hacía mucho que se había enfriado. Era más de medianoche; todavía llovía e imperaba el olor persistente a algo quemado.

—Hola, Vianne.

—Hola, Zozie.

Ella me mira.

Una vez más estoy dentro.

El único pesar que tengo con relación a las vidas que he robado es el siguiente: actué sigilosamente y mis adversarias no llegaron a conocer ni apreciaron la belleza de su perdición.

Aunque no puedo decir que tuviera demasiadas luces, tal vez mi madre estuvo en un tris de saberlo una o dos veces, aunque en realidad dudo de que lo creyera. Pese a su interés por el ocultismo, no era tan imaginativa, ya que prefirió los rituales carentes de significado a cualquier cosa que se aproximase más a la esencia.

Françoise Lavery que, gracias a su formación, debió de vislumbrar la verdad al final, fue incapaz de captar la elegancia de la situación, la forma en que su vida fue limpiamente recuperada y vuelta a embalar...

Siempre había sido un pelín inestable y, como mi madre, algo tímida, presa natural de una persona como yo. Era profesora de historia antigua, vivía en un piso próximo a la place de la Sorbonne y, como la mayoría de la gente, simpatizó conmigo desde el día en el que, no por puro azar, nos conocimos durante una conferencia celebrada en el Institut Catholique.

Tenía treinta años, unos cuantos kilos de más, era depresiva
borderline,
carecía de amigos en París, acababa de romper con su novio y buscaba una compañera de piso.

Parecía perfecto: conseguí el trabajo. Me di a conocer como Mercedes Desmoines y me convertí en su protectora y confidente. Compartí su debilidad por Sylvia Plath. Me solidaricé con ella ante la estupidez de los hombres y me mostré interesada en su aburridísima tesis sobre la función que las mujeres desempeñaron en el misticismo precristiano. Al fin y al cabo, es lo que se me da mejor; poco a poco conocí sus secretos, fomenté su tendencia a la melancolía y, llegado el momento, me cobré su vida.

Está claro que no fue un gran desafío. Hay medio millón de mujeres como ella: chicas de cara pálida, pelo pardusco, con buena letra y pésimo gusto en el vestir, que se dedican a ocultar sus decepciones tras el velo de las actividades académicas y el sentido común. Hasta podríamos decir que le hice un favor y, cuando estuvo a punto, incorporé una dosis de algo relativamente indoloro para facilitarle el recorrido.

A partir de ahí bastó con atar un puñado de cabos sueltos, como la nota sobre el suicidio, la identificación, la incineración y otras cuestiones por el estilo, antes de que me desprendiera de Mercedes, recogiese lo que quedaba de Françoise (extractos bancarios, pasaporte, partida de nacimiento) y emprendiera uno de esos viajes al extranjero, de los que siempre hablaba pero nunca materializaba, mientras en París la gente se preguntaba cómo era posible que una mujer se esfumara tan total y eficazmente, sin dejar rastros: ni familia, ni papeles, ni siquiera una tumba.

Meses después reapareció como profesora de inglés en el liceo Rousseau. Para entonces estaba prácticamente olvidada, enterrada bajo una montaña de papeleo. Lo cierto es que a la mayoría de las personas no les importa. El ritmo de la vida es tan vertiginoso que resulta más fácil olvidar a los muertos.

Cuando el final estaba próximo intenté que lo comprendiera. La cicuta es una planta muy útil, fácil de recolectar en verano y vuelve muy manejable a la víctima. La parálisis se produce en cuestión de minutos y luego todo va bien, ya que hay tiempo suficiente para la discusión y el intercambio de pareceres..., en mi caso, debería decir de parecer, ya que Françoise fue incapaz de articular palabra.

Si he de ser sincera, me decepcionó. Deseaba ver su reacción cuando se lo contase y, aunque no puedo decir que esperaba su aprobación, confiaba en que obtendría algo más de una persona con su capacidad intelectual.

Solo recibí incredulidad y el rictus de su cara de mirada fija, que ni siquiera en los mejores momentos había sido bonita, por lo que, de haber sido yo un ser sensible, tal vez habría vuelto a verla en sueños y a oír los estertores que produjo mientras luchaba inútilmente contra el brebaje que se cargó a Sócrates.

Me pareció un buen detalle, pero a la pobre Françoise no le sirvió porque, lamentablemente, descubrió su amor por la vida pocos minutos antes de que tocase a su fin. Una vez más me quedé sin sensación de pesar. Nuevamente había sido demasiado fácil para mí. Françoise no representó un desafío, solo fue un dije de plata de un ratón colgado de mi pulsera, la presa natural de alguien como yo.

Todo lo cual me retrotrae a Vianne Rocher.

Esa sí que es una adversaria digna de mí: ni más ni menos que una bruja y, pese a sus absurdos escrúpulos y a su sentimiento de culpa, poderosa. Tal vez es la única contrincante de las que hasta ahora he encontrado que merece la pena. Aquí está, me aguarda con esa serena certeza en la mirada, y sé que por fin me ve claramente, se percata de mis verdaderos colores, y no existe sensación más agradable que la del primer instante de verdadera intimidad...

—Hola, Vianne.

—Hola, Zozie.

Me siento frente a ella. Da la impresión de que tiene frío, se arropa con el jersey oscuro e informe y los labios le han quedado blancos de tanto apretarlos con palabras sin pronunciar. Sonrío y sus colores se iluminan; me sorprende el afecto que siento ahora que, finalmente, hemos desenfundado las espadas.

En la calle el viento arrecia. Se trata de un viento asesino, cargado de nieve. Esta noche morirán los que duermen en los portales. Los perros aullarán y las puertas se cerrarán de golpe. Los enamorados se mirarán a los ojos y, por primera vez, pondrán mudamente en cuestión sus promesas. La eternidad es mucho tiempo... y aquí, en el callejón sin salida del año, súbitamente parece que la Muerte está muy próxima.

¿No es en eso en lo que consiste la fiesta de las luces invernales, el discreto desafío a la oscuridad? Llamadlo Navidad si queréis, pero todos sabemos que es más antiguo y que debajo de los oropeles, los villancicos, las buenas nuevas y los regalos yace una verdad más lóbrega y visceral.

Se trata de una época de pérdidas esenciales, del sacrificio de los inocentes, de miedo, oscuridad, esterilidad y muerte. Tanto los aztecas como los mayas sabían que, lejos de querer salvar el mundo, sus dioses estaban empeñados en su destrucción y que solo el sacrificio sanguinario los aplacaba durante una temporada...

Permanecimos en silencio, como viejas amigas. Acaricié los dijes de mi pulsera y Vianne clavó la mirada en la taza de chocolate. Finalmente me miró y preguntó:

—Zozie, ¿qué haces aquí?

No fue muy original, pero..., pero para empezar no estuvo mal.

Sonreí y repuse:

—Soy..., soy coleccionista.

—¿Así lo llamas?

—A falta de un nombre mejor.

—¿Qué coleccionas?

—Deudas pendientes y promesas debidas.

Tal como imaginaba, se sobresaltó al oír esa respuesta.

—¿Qué te debo?

—Veamos... —Sonreí—. Por diversas invocaciones, encantos, dijes, trucos, protección, convertir la paja en oro, evitar la mala suerte, llevarme las ratas de Hamelín y, en un sentido amplio, devolverte a tu vida... —Noté que intentaba protestar, pero seguí hablando—. Creo que acordamos que me pagarías en especie.

—¿En especie? —repitió—. No te entiendo.

Me había entendido perfectamente. Se trata de un asunto muy antiguo y lo conoce bien: el precio del deseo de tu corazón es tu corazón, una vida por otra, el mundo en equilibrio. Si estiras mucho una goma, al final recupera la forma y te golpea la cara.

Podemos llamarlo karma, física o teoría del caos, pero la cuestión es que, si no existe, los postes se inclinan, el suelo tiembla, los pájaros caen del cielo, los mares se convierten en sangre y, sin que te des cuenta, el mundo se acaba.

Como ya sabéis, tengo derecho a cobrarme su vida, pero hoy estoy generosa. Vianne Rocher posee dos vidas y yo solo necesito una. Las existencias son intercambiables y, en este mundo, las identidades pasan de mano en mano como la baraja; las cartas se mezclan, se vuelven a mezclar y se reparten nuevamente. Es lo único que pido: el juego que te ha tocado. Tienes una deuda conmigo. Tú misma lo dijiste.

—Dime, ¿cuál es tu nombre? —preguntó Vianne Rocher.

¿Mi verdadero nombre?

Así es, dioses, ha pasado tanto tiempo que casi lo he olvidado. ¿Qué contiene un nombre? Se usa como una chaqueta. Le das la vuelta, lo quemas, lo tiras y robas otro. El nombre no tiene importancia, lo único que cuenta es la deuda y quiero cobrarla aquí y ahora.

Solo queda un pequeño obstáculo, que responde al nombre de Françoise Lavery. Está claro que cometí un error de cálculo; en la limpieza a fondo se me escapó algo, ya que ese fantasma sigue sin dejarme en paz. Aparece cada semana en los periódicos; afortunadamente, no figura en primera plana, aunque prescindiría encantada de tanta publicidad; esta semana, por primera vez, el artículo no solo habla de fraude, sino de juego sucio. En las vallas y los postes de las farolas de la ciudad han colgado carteles con su foto. Es evidente que, actualmente, no me parezco en nada a ella, pero la combinación de las filmaciones del banco con las de las cámaras de vigilancia podrían acercarlos demasiado y entonces bastaría con incorporar a la mezcla un elemento azaroso para que mis rebuscados planes se fuesen al garete.

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