Zapatos de caramelo (39 page)

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Authors: Joanne Harris

¿Fuimos responsables? La lógica indica que no. Claro que la lógica tiene sus límites. Ahora aquel viento vuelve a estar presente. Si no hacemos caso de su llamada, ¿a quién elegirá para que ocupe nuestro lugar?

En la colina de Montmartre no hay árboles. Es una de las cosas que agradezco, pero el viento de diciembre sigue oliendo a muerte y no hay incienso que consiga endulzar su sombría seducción. Diciembre siempre ha sido época de penumbras, de espíritus santos e impíos, de hogueras encendidas para desafiar la agonía de la luz. Los dioses del solsticio de invierno son severos y fríos; Perséfone está atrapada en el mundo de los muertos y la primavera es un sueño que se encuentra a una vida de distancia.

V'l
à
l'bon vent, v'l
à
l'joli vent

V'l
à
l'bon vent, ma mie m'appelle...

En las calles desnudas de Montmartre siguen campando las Benévolas, que gritan su desafío a la época de la buena voluntad.

2

Martes, 11 de diciembre

A partir de ahí todo fue fácil. Me contó la historia de cabo a rabo: la chocolatería de Lansquenet, el escándalo que se desató, la mujer que murió, Les Laveuses, el nacimiento de Rosette y el fracasado intento de las Benévolas por llevársela.

De modo que eso es lo que tanto teme. ¡Pobre chiquilla! No creáis que soy totalmente despiadada debido a que en esto hay algo ventajoso para mí. Escuché su relato inconexo, la abracé cuando se sintió abrumada, le acaricié los cabellos y le sequé las lágrimas, que es más de lo que alguien hizo por mí cuando tenía dieciséis años y mi mundo se desplomó.

La tranquilicé tanto como pude. Le expliqué que la magia es uno de los instrumentos del cambio, de las mareas que mantienen vivo el mundo. Todo está vinculado: el daño que se hace a un lado del mundo queda equilibrado por su contrario en el otro. No hay luz sin oscuridad, mal sin bien ni ultraje sin venganza.

En lo que a mi propia experiencia se refiere...

Veamos, le dije cuanto necesitaba saber, lo suficiente como para convertirnos en conspiradoras y unirnos en el remordimiento y la culpa, como para separarla del mundo de la luz y atraerla delicadamente hacia las tinieblas...

Comentó que en mi caso todo comenzó con un chico. Tal como suele ocurrir, también acabó con un muchacho; si en el infierno no hay mayor furia que la de la mujer desdeñada, en la tierra no hay nada peor que una bruja engañada.

Durante una o dos semanas todo fue bien. Me di aires ante las otras, disfruté de mi conquista reciente y de la repentina categoría que alcancé. Scott y yo nos hicimos inseparables. La pega fue que Scott era débil y muy vanidoso, características que me permitieron esclavizarlo con facilidad, por lo que enseguida cayó en la tentación de hacer confidencias a los compañeros de vestuario, jactarse, pavonearse y, por último, mofarse.

Detecté en el acto el cambio de equilibrios. Scott se había ido de la lengua y, como hojas secas, los rumores se desperdigaron de una a otra punta de la escuela. En las paredes de las duchas aparecieron pintadas y los compañeros se codeaban cuando se cruzaban conmigo. Mi peor enemiga fue una tal Jasmine, una chica intrigante, popular, recatada y guapísima, que lanzó la primera andanada de rumores. Los combatí con todos los trucos sucios de los que disponía pero, una vez que te has convertido en víctima, ya no dejas de serlo, por lo que no tardé en volver a representar mi papel de costumbre: el blanco de todos los comentarios sarcásticos y los chistes. A continuación Scott McKenzie se cambió de bando. Tras una sucesión de excusas cada vez menos entusiastas, al final lo vieron paseándose con Jasmine y sus amigas; por último lo presionaron, lo engatusaron, lo avergonzaron y lo azuzaron para que me lanzase un ataque directo. Lo hizo ni más ni menos que en la tienda de mi madre; desde siempre el blanco del ridículo por su exposición de cristales y libros sobre la magia sexual, la tienda se convirtió una vez más en la diana de sus ataques.

Llegaron de noche, en grupo, y estaban medio borrachos, reían, pedían silencio y se empujaban. Era demasiado temprano para la noche de las travesuras, si bien las tiendas ya estaban atiborradas de fuegos artificiales y la víspera de Todos los Santos los llamaba con dedos largos y delgados que olían a humo. Mi habitación daba a la calle. Los oí, hasta mí llegaron los sonidos de las risas y los nervios tensos; oí voces de aliento, una respuesta murmurada, otra voz que apremiaba y un silencio agorero.

Duró casi un minuto, lo comprobé. Entonces resonó un estallido muy próximo y en un espacio cerrado. En un primer momento supuse que habían metido petardos en el contenedor, pero percibí olor a humo. Me asomé por la ventana y vi que se dispersaban. Eran seis y parecían palomas asustadas; se trataba de cinco chicos y una tía cuyos andares reconocí...

Lo mismo que a Scott, por supuesto. Corría delante de todos, con el pelo rubio muy claro a la luz de la farola. Mientras lo observaba se fijó en mí... y durante un instante nuestras miradas se habrían encontrado...

Pero el resplandor del escaparate lo imposibilitó. Hubo una llamarada entre roja y anaranjada cuando el fuego se propagó, saltó, dio volteretas y realizó saltos mortales como un acróbata maligno que va del alambre de pañuelos de seda al trapecio de atrapasueños y finalmente llega a una pila de libros...

¡
Mierda!
Vi que Scott movía los labios. Se detuvo... y la chica que estaba a su lado lo obligó a continuar. Los amigos lo alcanzaron, por lo que Scott se dio la vuelta y huyeron. Antes de que desaparecieran los identifiqué: esos empalagosos y estúpidos rostros de adolescentes, encendidos por el fuego y sonrientes en medio de la luz anaranjada...

A la hora de la verdad, no fue un gran incendio y lo apagamos antes de que llegasen los bomberos. Incluso conseguimos salvar casi todas las existencias, pese a que el techo quedó negro y el local apestaba a humo. Según los bomberos, se debió a un cohete, a un cohete estándar que pasaron por el buzón y encendieron. La policía me preguntó si había visto algo y respondí que no.

Al día siguiente elaboré mi venganza. Anuncié que me sentía mal, me quedé en casa, lo planifiqué todo y puse manos a la obra. Fabriqué seis muñequitos con pinzas de madera. Los hice tan realistas como pude, con la ropa cosida a mano, las caras recortadas de la fotografía anual de la clase y pegadas debajo del pelo. Les puse nombre y, a medida que se acercaba el Día de los Muertos, me esforcé por tenerlos a punto.

Recogí pelo suelto de los abrigos colgados de los percheros. Robé ropa de los vestuarios. Arranqué hojas de los cuadernos de ejercicios y etiquetas de las mochilas, investigué las papeleras en busca de pañuelos de papel usados y, aprovechando que nadie me veía, cogí tapones de bolis mordisqueados. Al acabar la semana tenía material suficiente para una docena de muñecos de pinzas y decidí cobrarme la deuda la víspera de Todos los Santos.

Era la noche del baile de mitad de curso. Oficialmente no me habían dicho nada, pero se sabía que Scott llevaría a Jasmine y, si yo acudía, surgirían problemas. No tenía la menor intención de ir al baile, pero estaba deseosa de causar problemas y si Scott o alguien se atrevía a interponerse en mi camino, ya podían estar seguros de que los tendrían.

Tenéis que recordar que era muy joven. Por si eso fuera poco, también era ingenua en muchos aspectos, aunque no tanto como Anouk ni tan dada a la culpa. Se me ocurrió una venganza a dos bandas, una venganza que cumplía los requisitos de mi sistema al tiempo que proporcionaba una sólida base de química práctica que añadiría autoridad a mi experimentación ocultista.

A los dieciséis años, mi conocimiento de los venenos no era tan profundo como cabía esperar. Conocía los más obvios, como es lógico, pero hasta entonces apenas había tenido ocasión de verlos en acción. Estaba decidida a cambiar esa situación, por lo que elaboré un compuesto con las sustancias más virulentas que conseguí: mandrágora, ipomea y tejo. Se vendían en la tienda de mi madre y, disueltas o infundidas con vodka, resultan bastante difíciles de detectar. Compré el vodka en la tienda de la esquina, utilicé la mitad para preparar la tintura y luego añadí varios extras, incluido el jugo de un hongo agárico que tuve la suerte de encontrar bajo un seto del recinto escolar. Colé minuciosamente la tintura, la reintroduje en la botella marcada con el signo de Huracán el Destructor y la metí en mi mochila, que dejé abierta, pues estaba segura de que el karma haría el resto del trabajo.

Como era de prever, desapareció durante el recreo y Scott y sus amigos mostraron una sonrisa colectiva de mofa y actitud furtiva. Aquel día, cuando volví a casa era casi feliz y completé los seis muñecos de pinza atravesándoles el corazón con una aguja larga y afilada al tiempo que les susurraba un secreto.

Jasmine. ..,Adam..., Luke..., Danny..., Michael..., Scott...

Obviamente, no podía estar segura, del mismo modo que era imposible que supiese que, en lugar de beberse el vodka, la pandilla lo vaciaría en la ponchera del baile, con lo cual repartieron el regalo del karma con más generosidad de la que yo podía desear.

Por lo que me contaron, los efectos fueron espectaculares. Mi brebaje provocó vómitos violentos, alucinaciones, retortijones, parálisis, disfunción renal e incontinencia y afectó a más de cuarenta estudiantes, incluidos los seis a los que iba destinado.

Podría haber sido peor. Nadie murió. Mejor dicho, nadie murió como consecuencia directa. Sin embargo, un envenenamiento a gran escala, como aquel, casi nunca pasa desapercibido. Hubo una investigación, alguien se fue de la lengua y, por último, los responsables confesaron, se autoinculparon y me acusaron en un intento de eludir su responsabilidad. Reconocieron que habían introducido el cohete en nuestro buzón, que habían robado la botella de mi mochila e incluso que mezclaron las bebidas, pero negaron conocer el contenido de la botella de vodka.

Como era previsible, la policía se presentó en casa. Mostró un gran interés por las hierbas de mi madre y me interrogó a fondo, pero sin éxito. Para entonces me había convertido en experta en ponerme a la defensiva y nada, ni su amabilidad ni sus amenazas, me llevó a modificar la declaración.

Dije que había habido una botella de vodka y que la había comprado, a regañadientes y siguiendo instrucciones claras de Scott McKenzie. Scott tenía grandes planes para el baile de esa noche y propuso, según sus propias palabras, llevar «unos pocos extras para animar la juerga». Supuse que había querido decir drogas y alcohol, razón por la cual opté por no ir en vez de revelar mi falta de entusiasmo por su plan.

Reconocí que sabía que no estaba bien. Tendría que haber hablado en ese momento pero, después del incidente con el cohete, me había asustado y, temerosa de nuevas represalias, había seguido tácitamente el plan.

Tal como se desencadenaron los acontecimientos, algo debió de salir mal. Scott no sabía mucho de drogas y supuse que se había excedido. Ante esa posibilidad derramé lágrimas de cocodrilo, escuché atentamente la perorata del agente, me mostré aliviada de haberme salvado por los pelos y prometí que nunca más volvería a enredarme en algo parecido.

Fue una buena representación y convencí a la policía, pero en todo momento mi madre mantuvo sus dudas. El hallazgo de los muñecos de pinza contribuyó a confirmar sus sospechas y sabía lo suficiente sobre las propiedades de las sustancias que vendía como para tener una idea clara de quién había sido y qué había empleado.

Es evidente que lo negué, pero por supuesto no me creyó.

Podr
í
a haber habido muertos,
repitió al infinito. ¡Como si ese no hubiese sido mi plan! Como si me importara, después de lo que habían hecho. Mi madre mencionó la posibilidad de buscar ayuda, asesoramiento, tratamiento de la ira, tal vez un psiquiatra infantil...

Insistió en que jamás tendría que haberme llevado a México, que hasta entonces había sido una niña buena...

Ya lo sabéis, estaba como una regadera. Se tragaba cada idea trasnochada que se cruzaba en su camino y se apoderó de ella el creciente delirio de que, por alguna razón, la cría obediente que había llegado a México para celebrar el Día de los Muertos estaba dominada por una fuerza maligna, por algo que la cambió y la volvió capaz de cometer atrocidades.

No cesó de repetir: «¿Qué contenía la piñata negra? ¿Qué contenía?».

Para entonces mi madre estaba tan histérica que apenas entendí lo que intentaba decir.

Ni siquiera recuerdo la piñata negra; sucedió hace mucho tiempo y, además, en la fiesta había montones de piñatas. En lo que se refiere al contenido..., bueno, supongo que golosinas, pequeños juguetes, dijes, calaveras de azúcar y todo lo que habitualmente alberga una piñata del Día de los Muertos.

Dar a entender que pudo ocurrir otra cosa, que tal vez un espíritu o una divinidad menor (puede que hasta la Santa Muerte, la codiciosa y vieja Mictecacihuatl) entró en mí durante aquel viaje a México...

Dije que, en el caso de que alguien necesitase ayuda, tenía que tratarse de la persona que había inventado ese cuento de hadas. Pero mi madre insistió, se atrevió a tildarme de «inestable», citó sus creencias y por último me advirtió que, si yo no confesaba lo que había hecho, no le quedaría otra opción que...

Fue entonces cuando tomé la decisión. Esa noche preparé el equipaje para un viaje sin retorno. Cogí su pasaporte y el mío, un poco de ropa, algo de dinero, así como las tarjetas de crédito, el talonario y las llaves de la tienda. Si queréis, podéis llamarme sentimental: también me llevé uno de sus pendientes, con forma de zapatitos, que incorporé como dije a mi pulsera. Desde entonces he añadido unos cuantos más; cada dije es una especie de trofeo, el recordatorio de las numerosas vidas que he coleccionado y utilizado para enriquecer mi existencia. Allí es donde todo empezó realmente: con un par de zapatitos de plata.

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