Zapatos de caramelo (38 page)

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Authors: Joanne Harris

Envié a Anouk a un hostal cercano mientras me recuperaba y cuidaba a Rosette. Estaba en un pueblo muy pequeño, llamado Les Laveuses, a orillas del Loira. Hacia allí huí del amable y viejo cura mientras las fuerzas de Rosette mermaban y las exigencias del sacerdote se tornaban más apremiantes.

La amabilidad mata con la misma facilidad que la crueldad, y el cura, llamado padre Leblanc, comenzó a hacer averiguaciones sobre mis parientes en la región, incluidas cuestiones como quién cuidaría de mi hija mayor, en qué escuela había estudiado y el destino del imaginario señor Rocher. Llegué a la conclusión de que, a la larga, la curiosidad lo conduciría a la verdad.

Una mañana cogí a Rosette y escapé en taxi a Les Laveuses. El hostal era barato e impersonal: una habitación individual con estufa de gas y una cama de matrimonio cuyo colchón se hundía casi hasta el suelo. Rosette seguía sin querer mamar y su voz era un maullido lastimero y quejumbroso que parecía hacerse eco del gemido del viento. Por si eso fuera poco, a veces le fallaba la respiración, que se detenía durante cinco o diez segundos, para reanudarse con un hipo y un resuello, como si mi pequeña hubiese decidido, aunque transitoriamente, reincorporarse al mundo de los vivos.

Pasamos dos noches más en el hostal. A medida que se acercaba el Año Nuevo, llegaron las nieves, que cubrieron de azúcar amargo los árboles negros y los bancos de arena del Loira. Busqué un alojamiento y me ofrecieron un piso situado sobre una pequeña crepería regentada por un matrimonio de ancianos, que respondía a los nombres de Paul y Framboise.

—No es muy grande, pero se caldea enseguida —aseguró Framboise, una dama impetuosa y de ojos oscuros como arándanos—. Me hará un favor si vigila el local. En invierno está cerrado porque no hay turistas, de modo que no estorbará. —Me observó atentamente y añadió—: Ese bebé llora como un gato. —Asentí—. Hummm... —Se sorbió los mocos—. Debería visitarla un médico.

Más tarde, mientras nos mostraba el pisito de dos habitaciones, pregunté a Paul a qué se había referido su esposa.

Paul, un delicado caballero que apenas hablaba, me miró, se encogió de hombros y finalmente reconoció que su mujer era supersticiosa, como la mayoría de los viejos del pueblo. Me pidió que no me lo tomase a pecho, ya que las intenciones de Framboise eran las mejores.

Estaba demasiado cansada como para seguir haciendo preguntas. En cuanto nos instalamos y Rosette empezó a mamar, aunque continuó muy inquieta y apenas dormía, pregunté a Framboise qué había querido decir.

—Dicen que los bebés gato traen mala suerte —explicó Framboise, que había venido a limpiar el impoluto obrador.

Sonreí. Acababa de hablar como Armande, mi queridísima y anciana amiga de Lansquenet.

—¿Ha dicho bebé gato?

—Hummm... —masculló Framboise—. He oído hablar de ellos, pero jamás los he visto. Mi padre solía contarme que a veces las hadas se presentan por la noche y dejan un gato en el lugar del bebé. El bebé gato no come. El bebé gato llora constantemente y si alguien lo altera las hadas le ajustan las cuentas... —Entornó los ojos con actitud amenazadora y de pronto sonrió—. Claro que no es más que un cuento. De todos modos, deberías consultar al médico. En mi opinión, el bebé gato no está bien.

El último comentario era cierto, pero nunca me he sentido cómoda con los médicos y los curas, por lo que titubeé a la hora de seguir los consejos de la anciana. Transcurrieron tres días en los que Rosette no cesó de maullar y jadear, así que me tragué la reticencia y pedí hora con el médico de la cercana Angers.

El doctor examinó minuciosamente a Rosette. Al final dijo que había que hacerle pruebas, si bien el grito de mi hija pareció confirmar sus sospechas. Añadió que se trataba de un trastorno genético, más conocido como «grito del gato», así denominado por ese llanto extraño y tan semejante a un maullido. No era una enfermedad fatal, sino incurable, y se mostró reacio a dar un diagnóstico dada la presencia de los síntomas en una fase tan temprana.

—De modo que es un bebé gato —declaró Anouk.

Pareció estar encantada de que Rosette fuese diferente. Durante mucho tiempo había sido hija única y ahora, con siete años, por momentos parecía peculiarmente adulta y se ocupaba de Rosette, la engatusaba para que tomase el biberón, le cantaba y la acunaba en la mecedora que Paul había traído de su vieja granja.

—El bebé gato —tarareaba y movía la mecedora—. Mece al bebé gato en la copa del árbol.

Dio la sensación de que Rosette reaccionaba. El llanto cesó, al menos a ratos. Ganó peso. Por la noche dormía de tres a cuatro horas. Anouk insistió en que se debía al aire de Les Laveuses y dejó platillos con leche y azúcar para las hadas, por si venían a ver cómo estaba el bebé gato.

No volví a la consulta del médico de Angers. Los análisis no mejorarían el estado de Rosette. Anouk y yo la vigilamos, la bañamos con hierbas, le cantamos, masajeamos sus extremidades delgadas como tubos con lavanda y bálsamo del tigre y le dimos leche con un gotero porque no quiso saber nada de la tetina del biberón.

Un beb
é
de las hadas,
decretó Anouk. A decir verdad, era muy bonita y delicada, con la cabeza pequeña pero bien formada, los ojos muy separados y la barbilla puntiaguda.

—Incluso parece un gato —continuó Anouk—. Es lo que dice Pantoufle. ¿No es cierto, Pantoufle?

Ah, sí, Pantoufle. Al principio supuse que Pantoufle desaparecería en cuanto Anouk tuviese una hermana pequeña de la que ocuparse. El viento todavía soplaba sobre el Loira y el solsticio de invierno, lo mismo que el de verano, es una época de cambio, un período incómodo para los viajeros.

Con la llegada de Rosette dio la sensación de que, en todo caso, Pantoufle se fortalecía. Me di cuenta de que lo veía cada vez con más claridad: sentado junto a la cuna de la pequeña, la contemplaba con sus ojos de botones negros mientras Anouk la acunaba, le hablaba y cantaba para tranquilizarla.

V'l
à
l'bon vent, v'l
à
l'joli vent...

—¡Pobre Rosette, no tiene un animal! —se lamentó Anouk mientras permanecíamos junto a la estufa—. Tal vez por eso llora sin cesar. Quizá deberíamos pedir a alguno que venga a cuidarla del mismo modo que Pantoufle se ocupa de mí.

Sonreí al oír ese comentario, pero Anouk hablaba en serio y tendría que haber sabido que, si no me ocupaba de resolver el problema, ella lo solventaría. Por eso le prometí intentarlo. Por una vez le seguiría el juego. Nos habían ido muy bien los últimos seis meses sin barajas, hechizos y rituales, pero los añoraba, lo mismo que Anouk. ¿Qué daños podía causar un sencillo juego?

Hacía casi una semana que vivíamos en Les Laveuses y nuestra situación mejoraba. Habíamos hecho varios amigos en el pueblo y me había encariñado con Framboise y Paul. Estábamos cómodas en el piso de arriba de la crepería. A causa del nacimiento de Rosette nos habíamos saltado la Navidad, pero se acercaba el Año Nuevo, cargado con la promesa de nuevos inicios. El aire era frío, pero despejado y escarchado, y el cielo había adquirido un vibrante e intenso tono azul. Aunque Rosette no dejó de preocuparme, lentamente aprendimos sus hábitos y, con la ayuda de un gotero, le proporcionamos el alimento que necesitaba.

Fue entonces cuando nos pilló el padre Leblanc. Se presentó con una mujer que, según dijo, era enfermera, si bien sus preguntas, que Anouk me repitió, me llevaron a suponer que se trataba de una trabajadora social. No estaba en casa cuando vinieron, ya que Paul me había llevado a Angers en coche para comprar pañales y leche para Rosette, pero Anouk sí que estaba y Rosette se encontraba en su cuna, en el primer piso. Se presentaron con una cesta de alimentos y se mostraron tan bondadosos e interesados (preguntaron por mí y dieron a entender que éramos amigos) que, en su inocencia, mi confiada Anouk reveló mucho más de lo que era aconsejable.

Les habló de Lansquenet-sous-Tannes y de nuestros viajes por el Carona con los gitanos del río. Les habló de la chocolatería y de la fiesta que habíamos organizado. Les habló de Yule, de los saturnales, de las divinidades neopaganas de los solsticios de invierno y de verano (el rey del acebo y el del roble) y de los dos grandes vientos que dividen el año. Cuando mostraron interés por las bolsitas rojas de la buena suerte que colgaban de la puerta y los platillos con pan y sal del umbral, Anouk mencionó las hadas, las divinidades menores, los tótems animales, los rituales a la luz de las velas, la salida la luna, el canto al viento, la baraja del tarot, los bebés gato...

¿
Los beb
é
s gato?

—Claro que sí —respondió mi hija del estío—. Rosette es un bebé gato, razón por la cual le gusta la leche. También por eso maúlla toda la noche como un gato. No pasa nada. Solo necesita un tótem. Todavía esperamos que llegue.

Me imagino cómo interpretaron esas palabras: secretos, ritos, bebés sin bautizar, niños que quedan a cargo de desconocidos y cosas aún peores...

El cura le preguntó si le apetecía acompañarlo. Está claro que no tenía autoridad para proponérselo. Le dijo que con él estaría a salvo, que la mantendría a salvo mientras durase la investigación. Hasta es posible que se la hubiese llevado si Framboise no hubiera ido a ver cómo estaba Rosette y los hubiese encontrado en el obrador, Anouk al borde de las lágrimas y el sacerdote y la mujer hablando severamente, diciendo que sabían que estaba asustada pero no estaba sola, que cientos de niños se encontraban en su misma situación y que se salvaría si confiaba en ellos...

Framboise los mandó con la música a otra parte y preparó té para Anouk y leche para Rosette. Seguía allí cuando Paul y yo regresamos y me refirió la visita de la mujer y el cura.

—Esa gente no sabe ocuparse de sus asuntos —comentó desdeñosamente mientras bebía una taza de té—. Buscan demonios hasta debajo de la cama. Les dije que bastaba mirar el rostro de la niña... —Ladeó la cabeza hacia Anouk, que jugaba con Pantoufle—. «¿Es el rostro de una menor en peligro? ¿Les parece que tiene miedo?»

Está claro que se lo agradecí, pero en el fondo supe que regresarían, quizá con una autorización legal, una especie de orden de registro o para interrogarme. Sabía que el padre Leblanc no cejaría en su empeño y que, si se le presentaba la oportunidad, ese hombre bondadoso, bienintencionado y peligroso (u otro como él, alguien de su calaña) me perseguiría hasta los confines de la tierra.

—Mañana nos vamos —decidí finalmente.

Anouk lanzó un chillido de protesta:

—¡No! ¡No, otra vez no!

—Nanou, tenemos que irnos. Esa gente...

—¿Por qué nosotras? ¿Por qué siempre nos toca? ¿Por qué, para variar, no se los lleva el viento?

Miré a Rosette, que dormía en la cuna; a Framboise, con su cara arrugada como una vieja manzana de invierno, y a Paul, que había escuchado en medio de un silencio que expresaba más que todo lo que podría haber dicho con palabras. En ese momento un brillo llamó mi atención, algo que podría haber sido un juego de luces, una chispa de electricidad estática o un ascua que escapó de la chimenea.

—El viento arrecia —aseguró Paul, y escuchó por el cañón de la chimenea—. No me sorprendería que estallase una tormenta.

Ciertamente, en ese momento oí el último ataque del viento de diciembre.
Diciembre, desesperaci
ó
n.
Su voz quejumbrosa, gimiente y riente me llegó a lo largo de la noche, que Rosette pasó inquieta, por lo que permanecí junto a su cuna y dormí a trancas y barrancas mientras el viento berreaba y sacudía las tejas y los marcos de las ventanas.

A las cuatro percibí que algo se movía en la habitación de Anouk. Rosette estaba despierta. Fui a ver qué pasaba. La encontré sentada en el suelo, en medio de un círculo irregularmente trazado con tiza amarilla. Junto a su cama había una vela encendida, así como otra sobre la cuna de Rosette, y en medio de esa cálida luz amarilla estaba sonrosada y encendida.

—Mamá, lo hemos solucionado —me comunicó con los ojos brillantes—. Lo hemos arreglado para quedarnos.

Me senté en el suelo, junto a ella y pregunté:

—¿Cómo?

—Dije al viento que nos quedamos aquí y le pedí que se llevase a otros.

—Nanou, no es tan sencillo.

—Sí que lo es —aseguró Anouk—. Hay algo más —Me dirigió una sonrisa de conmovedora ternura—. ¿Lo ves? —quiso saber, y señaló algo que había en un rincón.

Arrugué el entrecejo. No había nada, mejor dicho casi nada, salvo un brillo fugaz, el parpadeo de la luz de la vela en la pared, una sombra, algo que parecían ojos, una cola...

—Nanou, no veo nada.

—Pertenece a Rosette. Llegó con el viento.

—Ah, ya lo veo.

Sonreí. A veces la imaginación de Anouk es tan contagiosa que me dejo llevar y veo cosas que es imposible que existan.

Rosette estiró los brazos y maulló.

—Es un mono —acotó Anouk—. Se llama Bamboozle, «el engatusador».

Me eché a reír.

—No entiendo cómo sabes todo eso. —Incluso entonces me sentí incómoda—. Ya sabes que solo es un juego, ¿no?

—Claro que no, es real —insistió Anouk sonriente—. Mira, mamá, Rosette también lo ve.

Por la mañana el viento amainó. Los lugareños aseguraron que fue un viento maligno que derribó árboles y arrasó graneros. Los periódicos lo consideraron una tragedia y explicaron que, la tarde de la víspera de la Nochevieja, la rama de un árbol cayó sobre un coche que cruzaba el pueblo y mató tanto al conductor como a su acompañante; uno de los dos era el cura de Rennes.

Un acto de Dios,
aseguraron los periódicos.

Anouk y yo sabíamos que no era así.

Solo fue un Accidente,
repetí cuando noche tras noche despertó llorando en nuestro piso diminuto del boulevard de la Chapelle.
Anouk, esas situaciones no son reales. A veces se producen accidentes. No ha sido m
á
s que un accidente.

Con el cambio de año Anouk empezó a creérselo. Dejó de tener pesadillas y experimenté la sensación de que volvía a ser feliz, pero en su mirada había algo, un giro de la niña de estío que había sido, algo mayor, más sabio, más extraño. Rosette, mi niña de invierno, cada día se pareció más a Anouk; continuó encarcelada en su reducido mundo, se negó a crecer como los demás niños, no habló, no caminó, simplemente miró con esos ojos salvajes...

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