Read Zapatos de caramelo Online
Authors: Joanne Harris
¿Acaso cada piedra del Sacré-Coeur no se colocó sobre la base del miedo a la muerte? Las representaciones de Cristo mostrando el corazón, ¿son tan distintas a las imágenes de los corazones arrancados a las víctimas de los sacrificios? El ritual de la comunión, en el que se comparten el cuerpo y la sangre de Cristo, ¿es menos cruel o espantoso que los demás?
Anouk me miró con los ojos como platos.
—Fue Ehecatl quien concedió a la humanidad la capacidad de amar. También fue quien instiló vida en el mundo. El viento fue importante para los aztecas, más que la lluvia e incluso más que el sol. Lo fue porque significa cambio y, sin cambios, el mundo morirá.
La niña asintió como la discípula brillante que es y experimenté un sorprendente arrebato de afecto por ella, algo casi tierno y peligrosamente maternal...
Vamos, no corro el peligro de perder la cabeza, pero estar con Anouk, enseñarle y referirle las viejas historias produce un placer innegable. Recuerdo mi propio entusiasmo durante el primer viaje a México; entusiasmo ante los colores, el sol, las máscaras, los cánticos, la sensación de que por fin estaba en casa...
—¿Alguna vez has oído la frase «vientos de cambio»? —Nanou volvió a asentir—. Bien, pues eso es lo que somos. Me refiero a la gente como nosotras, capaces de despertar al viento...
—¿Y eso no está mal?
—No siempre —precisé—. Hay buenos y malos vientos. Simplemente tienes que elegir lo que quieres, eso es todo.
Haz
tu voluntad.
Es así de simple. Puedes amilanarte o plantar cara. Nanou, puedes volar con el viento como un águila... o dejar que te arrastre.
Permaneció largo rato en silencio, muy quieta, con la mirada fija en mi zapato. Finalmente levantó la cabeza y preguntó:
—¿Cómo sabes todo eso?
Sonreí.
—Nací en una librería y me crió una bruja.
—¿Me enseñarás a volar con el viento?
—Por supuesto, siempre y cuando sea lo que quieres.
Permaneció en silencio mientras miraba mi zapato. Del tacón salió un haz de luz y formó prismas que se dispersaron por la pared, formando una especie de escalera.
—¿Quieres probártelos?
Al oír esa pregunta Anouk me miró.
—¿Crees que me irán?
Reprimí una sonrisa.
—Pruébatelos y lo sabrás.
—¡Por favor! ¡Por favor! ¡Sería genial!
Una vez puestos los tacones, se tambaleó como una jirafa recién nacida; tenía la mirada encendida, daba manotazos de ciego y sonreía, sin saber que la señal de la señora de la Luna de Sangre estaba dibujada a lápiz en la suela...
—¿Te gustan?
Asintió, sonrió y de repente se mostró cohibida.
—Los adoro —repuso—. Son zapatos de caramelo.
Zapatos de caramelo...
Esa descripción me hizo sonreír aunque, de todas maneras, debo reconocer que es correcta.
—Dime, ¿son tus preferidos? —Nanou volvió a asentir con los ojos como estrellas—. Si quieres, quédatelos.
—¿Puedo quedármelos, conservarlos?
—¿Hay algo que lo impida?
Durante unos segundos se quedó sin habla. Levantó un pie de una forma que fue torpemente adolescente y conmovedoramente bella a la vez y me dedicó una sonrisa que a punto estuvo de pararme el corazón.
De pronto Nanou se puso seria.
—Mamá no permitirá que me los ponga...
—Mamá no tiene por qué enterarse.
Anouk todavía se miraba el pie y contemplaba el modo en que la luz de los tacones rojos con lentejuelas se reflejaba en el suelo. Creo que en ese momento ya sabía cuál era mi precio, pero el atractivo de los zapatos le resultó irresistible. Esos zapatos podían llevarla a cualquier parte, hacer que se enamorara, convertirla en otra...
—¿No ocurrirá nada malo? —quiso saber Anouk.
—Nanou, solo se trata de un par de zapatos —repuse y sonreí.
Jueves, 6 de diciembre
Esta semana Thierry ha trabajado mucho, tanto que apenas he hablado con él; entre nuestras labores en la chocolatería y las reformas en el apartamento, da la sensación de que no hemos tenido tiempo. Hoy telefoneó para hacerme una consulta sobre el parquet (¿lo prefiero de roble oscuro o claro?), pero me ha dicho que ni se me ocurra aparecer por allí. Insiste en que la vivienda está patas arriba. Hay polvo de yeso por todas partes y la mitad del suelo está levantada. Además, reitera que quiere que quede perfecto antes de que yo vuelva a verlo.
Como es obvio, no me atrevo a preguntar por Roux, aunque sé por Zozie que está allí. Han transcurrido cinco días desde su inesperada llegada y, de momento, no ha vuelto, lo cual me sorprende, aunque tal vez no debería ser así. Intento convencerme de que es mejor, de que volver a verlo solo empeorará la situación, pero el daño ya está hecho. He visto su expresión y oigo el tintineo de las campanillas a medida que el viento comienza a encresparse...
—Quizá podría pasar por el apartamento —dije en un tono indiferente con el que no engañé a nadie—. Después de todo, me parece lamentable no volver a verlo y...
Zozie se encogió de hombros.
—Claro..., siempre y cuando quieras que lo pongan de patitas en la calle.
—¿De patitas en la calle?
—Exactamente —contestó con impaciencia—. Yanne, no sé si te has dado cuenta, pero me parece que Thierry está un poquitín mosqueado con la presencia de Roux; si te dejas caer por el apartamento provocarás una escena y enseguida... —Pensé que, como de costumbre, Zozie tenía razón y era la persona indicada para expresarla. Debí de mostrarme decepcionada, ya que sonrió y me rodeó los hombros con un brazo—. Escucha, si te apetece echaré un vistazo a Roux. Le diré que aquí es bienvenido siempre que quiera. Caray, si lo prefieres hasta le llevaré bocadillos...
Reí ante tanta generosidad.
—No creo que sea necesario.
—Deja de preocuparte, todo se resolverá.
Comienzo a pensar que es posible que haya solución.
Hoy apareció madame Luzeron, que iba de camino al cementerio con su perrillo peludo de color melocotón. Como de costumbre, compró tres trufas de ron; últimamente se muestra menos distante, más dispuesta a quedarse y a degustar una taza de café moca y una ración de mi pastel de chocolate de tres capas. Se queda, si bien casi nunca habla, aunque le gusta mirar a Rosette mientras dibuja detrás del mostrador u hojea sus libros de cuentos.
Se puso a estudiar la casa de Adviento, que está abierta a fin de ver la escena del interior. La de hoy tiene lugar en la entrada: los invitados llegan a la puerta de la casa y, vestida de fiesta, la anfitriona los recibe.
—El escaparate es de lo más original —aseguró madame Luzeron y acercó la cara empolvada al cristal—. Está lleno de ratones de chocolate y los muñequitos...
—Están muy bien hechas, ¿no? Las creó Annie.
Madame bebió un sorbo de chocolate.
—Tal vez es un acierto —reconoció por último—. No hay nada más triste que una casa vacía.
Los muñecos están fabricados con pinzas de madera, coloreados con sumo cuidado y primorosamente vestidos. Su confección ha requerido mucho tiempo y esfuerzo y me reconozco en la dueña de casa. Mejor dicho, reconozco a Vianne Rocher, cuyo vestido está fabricado con un trozo de seda roja; por petición de Anouk, su larga melena negra, constituida por un mechón de mis cabellos, ha sido pegada y recogida por un lazo.
—¿Dónde está tu muñeco? —pregunté más tarde a Anouk.
—Todavía no lo he terminado, pero ya lo acabaré —repuso, y se mostró tan aplicada que sonreí—. Haré un muñeco de cada uno y en Nochebuena estarán terminados, las puertas de la casa se abrirán y habrá fiesta para todos...
Vaya, comienza a aflorar la punta,
pensé.
El veinte es el cumpleaños de Rosette. Nunca hemos celebrado una fiesta en su honor. Siempre ha sido un mal momento, demasiado próximo al solsticio de invierno y no lo suficientemente alejado de Les Laveuses. Anouk lo menciona cada año, pero a Rosette no parece molestarle. Para ella todos los días son mágicos y un puñado de botones o un trozo de papel de aluminio arrugado pueden ser tan maravillosos como el más apetecible de los juguetes.
—Mamá, ¿podemos organizar una fiesta?
—Venga ya, Anouk, sabes que no es posible.
—¿Por qué? —insistió erre que erre.
—Como ya te he dicho, es una época muy ajetreada. Además, en el caso de que nos mudemos a la rue de la Croix...
—Uf —farfulló Anouk—. Eso es exactamente lo que quería decir. No deberíamos mudarnos sin despedirnos. Deberíamos celebrar una fiesta en Nochebuena, una fiesta por el cumpleaños de Rosette y por nuestros amigos. Sabes que en cuanto nos mudemos al apartamento de Thierry todo será distinto, tendremos que hacer las cosas a su manera y...
—Anouk, no es justo.
—Pero es verdad, ¿no?
—Tal vez.
Una fiesta en Nochebuena,
pensé. Como si no tuviese bastante trabajo en la chocolatería durante la época más movida del año...
—Por supuesto, ayudaré —añadió Anouk—. Redactaré las invitaciones, planificaré el menú, me ocuparé de los adornos y también puedo preparar un pastel para Rosette. Como sabes, el de naranja con chocolate es el que más le gusta. Podemos preparar un pastel con forma de mono, aunque también podríamos dar una fiesta de disfraces y que los invitados se vistan de animales. Beberemos granadina, Coca-Cola y, por supuesto, chocolate...
Me eché a reír.
—Lo tienes todo pensado, ¿eh?
Anouk hizo un mohín.
—Bueno__, puede que un poco.
Suspiré.
¿
Por qu
é
no? Tal vez ha llegado el momento,
pensé.
—Está bien —accedí—. Celebrarás tu fiesta.
Anouk rió feliz.
—¡Genial, genial! ¿Crees que nevará?
—Es posible.
—¿Los invitados pueden venir disfrazados?
—Nanou, solo si les apetece.
—¿Podemos invitar a quien queramos?
—Por supuesto.
—¿También a Roux?
Tendría que haberlo sabido. Me obligué a sonreír.
—¿Hay algo que lo impida? —pregunté—. Tendrás que averiguar si sigue aquí.
No he hablado a fondo de Roux con Anouk. No le he comentado que trabaja para Thierry a un par de manzanas de la chocolatería. Omitir no es mentir, pero estoy segura de que, si lo supiese...
Anoche volví a echar las cartas. No sé por qué, pero las saqué de la caja; todavía huelen a mi madre. Lo hago con tan poca frecuencia..., ya casi no creo...
Pero aquí estoy, barajando los naipes con la experiencia de muchos años; los coloco según el árbol de la vida, el preferido de mi madre, y veo pasar las imágenes...
Las campanillas permanecen inmóviles en la tienda, pero aun así la oigo: es una resonancia como la del diapasón, que me provoca dolor de cabeza y pone de punta el vello de mis brazos.
Doy vuelta las cartas de una en una.
Sus rostros me resultan archiconocidos.
La Muerte, los Enamorados, el Colgado, la Rueda de la Fortuna.
El Loco, el Ermita
ñ
o, la Torre.
Mezclo las cartas y vuelvo a intentarlo.
Los Enamorados. El Colgado. La Rueda de la Fortuna. La Muerte.
Nuevamente las mismas cartas, pero en otro orden, como si lo que me persigue se hubiese alterado sutilmente.
El Ermita
ñ
o, la Torre, el Loco.
El loco es pelirrojo y toca la flauta. Hasta cierto punto, con el gorro emplumado y el abrigo de remiendos me recuerda al flautista de Hamelín; dirige la mirada al cielo, sin tomar en consideración el peligroso terreno. ¿Acaso ha abierto el abismo a sus pies, convirtiéndolo en una trampa para quien se atreva a seguirlo, o saltará temerariamente al precipicio?
A partir de ese momento apenas descansé. El viento y mis sueños se pusieron de acuerdo para despertarme y, por añadidura, Rosette estaba inquieta y menos cooperadora que en los últimos seis meses, lo que me obligó a dedicar tres horas a intentar que durmiese. Nada surtió efecto: ni el chocolate caliente en su taza, sus juguetes preferidos, la lámpara de noche que representa un mono, su manta favorita (un harapo de color gachas de avena que adora), ni siquiera la nana de mi madre.
Más que alterada me pareció que estaba entusiasmada; solo gimoteaba e hipaba cuando me disponía a irme y el resto del tiempo se mostraba contenta de que ambas estuviésemos con los ojos como platos.
Beb
é
,
dijo Rosette con la lengua de signos.
—Rosette, es de noche. Duérmete de una buena vez.
Quiero ver el beb
é
,
insistió.
—Ahora no puede ser. Tal vez mañana.
El viento sacudió los marcos de las ventanas y, en el interior, una hilera de objetos pequeños como una ficha de dominó, un lápiz, un trozo de tiza y dos figurillas animales de plástico se deslizaron por la repisa de la chimenea y acabaron en el suelo.
—Por favor, Rosette, ahora no. Duérmete y mañana iremos a verlo.
A las dos y media por fin logré que se durmiese, cerré la puerta de su habitación y me tumbé en mi lecho destartalado. No es una cama de matrimonio ni individual, ya que resulta demasiado grande para una sola persona; ya era vieja cuando nos mudamos y la percusión azarosa de los muelles desvencijados ha sido motivo de muchas noches insomnes. Hoy se convirtió en una orquesta y, poco después de las cinco, renuncié a dormir, bajé y preparé café.