Zombie Island

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, #Ciencia ficción

 

Un mes después del desastre global: las naciones más desarrolladas del mundo han sucumbido a las masas de zombis. En Nueva York, los muertos han tomado las calles, empujados por un hambre insaciable de cualquier ente vivo.

Desde la otra parte del planeta, un pequeño grupo de colegialas-soldado armadas hasta los dientes, guiadas por un ex inspector de armamento de la ONU, se dirigen a la ciudad en busca de un medicamento que necesitan desesperadamente. Creen estar preparadas para todo. Pronto descubrirán que hay algo peor que los no muertos.

David Wellington

Zombie Island

Trilogía Zombie 1

ePUB v1.1

Dirdam
23.03.12

Título original: «Monster Island»

Fecha de salida original: 2004

Editorial: Timun Mas

Traducido por: Gabriela Ellena Castellotti

Publicación en España: 20 de enero de 2009

ISBN: 978-84-480-4021-5

Primera parte
Capítulo 1

Osman se asomó por la borda y escupió al mar grisáceo antes de darse media vuelta para vociferar las órdenes a su primer oficial, Yusuf. El GPS había muerto a las dos semanas de internarse en el mar y en medio de la niebla tendríamos suerte si no impactábamos a toda velocidad contra el borde de Manhattan. Sin luces en la bahía con las que guiarse y con la radio enmudecida, sólo podía confiar en los cálculos estimados y en la intuición. Me dirigió una mirada desesperada.


Naga amus,
Dekalb —«cállate», dijo en somalí a pesar de que yo no había dicho ni una palabra.

Fue corriendo de un extremo de la cubierta al otro, apartando a las chicas de su camino. Apenas podía verlo a través de la neblina cuando llegó a la barandilla de estribor, a sus pies se formaron unas espirales de vapor que salpicaban la madera y el cristal de la cubierta de proa con diminutas gotas de rocío. Las chicas parloteaban y gritaban como siempre, pero en la claustrofóbica niebla sonaban como aves carroñeras peleándose por unos suculentos despojos.

Yusuf gritó algo desde el timón, algo que era evidente que Osman no quería oír.


¡Hooyaa da was!
—le contestó el capitán. Después gritó—: ¡Un cuarto! ¡Reduzca un cuarto! —Tuvo que haber notado algo en la oscuridad.

Entonces, por algún motivo, me volví para mirar adelante, a babor. Por allí lo único que había eran tres chicas. Con sus uniformes, parecían un grupo de muchachas a las que les había ido verdaderamente mal. Pañuelos grises en la cabeza, chaquetas azul marino, faldas tableadas, botas militares. Los AK-47 colgados del hombro. Dieciséis años y armadas hasta los dientes, el Glorioso Ejército Femenino de la República de Mujeres Libres de Somaliland. Una de las chicas levantó un brazo y señaló algo. Miró hacia atrás, a mí, en busca de aprobación, pero yo no veía nada ahí fuera. Entonces lo vi y asentí dándole el visto bueno. Una mano en las alturas, por encima del mar. Una enorme mano verde e hinchada sujetando una antorcha gigante, el dorado de la punta difuminado en la niebla.

—¿Eso es Nueva York, verdad, señor Dekalb? Ésa es la famosa Estatua de la Libertad. —Ayaan no me miró a los ojos, pero tampoco estaba observando la estatua. Era la que más inglés hablaba de todas y se había convertido en mi intérprete durante el viaje, pero no teníamos confianza. Ayaan no tenía confianza con nadie, a menos que se tuviera en cuenta su arma. Supuestamente, era una tiradora excepcional con el AK-47 y una asesina despiadada. Aun así, no podía evitar que me recordara a mi hija Sarah y a los maníacos con los que la había dejado en Mogadiscio. Al menos Sarah sólo tendría que preocuparse por los peligros humanos. Mama Halima, la líder militar de la RMLS, me había garantizado personalmente que estaría a salvo de los peligros sobrenaturales. Ayaan ignoró mi mirada—. Nos enseñaron la fotografía de la estatua en la madraza
[1]
. Nos hicieron escupir sobre la foto.

Hice todo lo que pude para ignorarla y observé cómo se materializaba la estatua entre la niebla. Lady Libertad tenía buen aspecto, casi idéntica a como la había dejado cinco años atrás, la última vez que estuve en Nueva York. Mucho antes de que la Epidemia comenzara. Supongo que esperaba ver algo, algún signo de daño o deterioro, pero ya se había puesto verde de cardenillo mucho antes de que yo naciera. En la distancia, y a través de la niebla, se veía el pedestal, la base en forma de estrella de la estatua. Era tan real que parecía mentira, perfecta e impoluta como en una alucinación. En África había presenciado tantos horrores que creo que había olvidado que Occidente puede ser así, con su destello de normalidad y bienestar.


Fii!
—gritó una de las chicas apoyadas en la borda. Ayaan y yo avanzamos y escudriñamos la neblina. Ya distinguíamos la mayor parte de Liberty Island y la sombra de Ellis Island detrás. Las chicas, inquietas, señalaban la pasarela que rodeaba la isla, a la gente que había allí. Ropa norteamericana, pelo norteamericano expuesto a los elementos. Tal vez turistas. Tal vez no.

—¡Osman! —grité—. Osman, nos estamos acercando demasiado. —Pero el capitán me mandó callar otra vez. Veía cientos de ellos en la isla, cientos de personas. Nos saludaban con la mano, agitando los brazos rígidamente, como en una película muda. Se abalanzaron sobre la barandilla, acercándose a nosotros. Cuando el pesquero se balanceó, aproximándose, los vi empujándose unos a otros, desesperados por tocarnos, por subir a bordo.

Pensé que tal vez, tal vez estaban en lo cierto, quizá habían corrido a Liberty Island en busca de refugio y ponerse a salvo y estaban esperándonos, esperando su rescate, pero entonces los olí y lo supe. Supe que no estaba en lo cierto. «Dadme vuestra agotada, exigua y maldita basura —repetía mi cerebro una y otra vez, como un mantra. Mi cerebro no se detenía—. Dadme vuestra masa apiñada». Una masa apiñada que anhela respirar.

—¡Osman! ¡Da media vuelta!

Uno de ellos subió por la borda, quizá empujado por la multitud que presionaba a su espalda. Una mujer con una gabardina roja que llevaba el pelo enmarañado a un lado de la cabeza, intentaba desesperadamente llegar hasta el pesquero nadando a lo perro, alzando una mano cianótica, tratando de cogernos. Nos quería con tanta ansiedad… Quería alcanzarnos, tocarnos.

«Dadme vuestra exhausta, tan absolutamente agotada…» No podía soportarlo, no sé qué pensé que conseguiría viniendo aquí. No podía mirar otro más. Otra persona muerta tratando de clavarme las uñas en la cara.

Una de las chicas abrió fuego con su rifle, una explosión controlada, tres disparos.
Tuc tuc tuc,
cortando el agua gris.
Tuc tuc tuc
y las balas atravesaron la gabardina roja, abrieron la garganta de la mujer.
Tuc tuc tuc
y su cabeza estalló como un melón, y se hundió, deslizándose bajo la superficie del agua sin un chapoteo ni una burbuja, y aun así, apretados contra la barandilla de Liberty Island, cientos más alargaban los brazos para alcanzarnos. Estiraban sus manos esqueléticas y suplicantes para atraparnos, para hacerse con lo que era suyo.

«Vuestra masa apiñada. Dadme vuestra muerte», pensé. El barco se escoró a un lado con fuerza cuando Osman finalmente logró virar, rozando el borde de Liberty Island y evitando que chocáramos contra las rocas. «Dadme vuestra maldita muerte, vuestra reptante masa deseosa de devora. Dadme» Eso era lo que estaban pensando ellos, ¿verdad? Los muertos vivientes que estaban allí, en la isla. Si quedaba algún destello de lucidez en sus cerebros, si sus neuronas eran capaces de albergar algún pensamiento, era ése: «Dame Dame. Dame tu vida, tu calor, tu carne. Dame».

Capítulo 2

Un destello de luz y unas pálidas sombras danzaron ante los ojos de Gary. No recordaba haberlos abierto, apenas podía recordar un momento en que no hubieran estado abiertos. Lentamente, fue capaz de componer la imagen. Se dio cuenta de que estaba mirando a través de un montón de hielo deshecho. Algo duro e intrusivo le estaba extrayendo el aire de los pulmones con un bombeo rítmico, que no era del todo doloroso. No, su cuerpo estaba medio congelado y no sentía dolor alguno. Pero estaba increíblemente incómodo.

Se incorporó tan deprisa que se le nubló la vista, y con los dedos adormecidos por el frío se arrancó la cinta adhesiva que tenía pegada a la cara, después, tiró y tiró de la extensión imposible del tubo que salía de su pecho, de algún lugar profundo que le producía una extraña sensación y después un desgarro, aunque seguía sin sentir dolor.

Miró las baldosas de baño que lo rodeaban, la bañera llena de hielo y agua amarillenta. Observó los tubos que salían de su brazo izquierdo. Se los arrancó también, produciéndose una herida profunda en la piel húmeda y gomosa al romperlos. No salió sangre de la herida.

No, por supuesto que no.

Gary inspeccionó determinadamente el estado de sus facultades. No habían desaparecido las chiribitas que bailaban ante sus ojos acompañadas por un pitido en los oídos. Tenía un zumbido en la parte posterior del cráneo que le daba ganas de alargar la mano para descolgar el teléfono. Ese impulso no era una señal de daños cerebrales, naturalmente no era más que un simple reflejo pavloniano. Oyes un timbrazo en una frecuencia particular y corres a contestar, de la misma manera que lo habías estado haciendo toda la vida, Pero, claro, ya no había teléfonos. No volvería a oír sonar un teléfono nunca más. Tendría que desaprender ese comportamiento.

Sentía las piernas un poco débiles. Nada de lo que aterrorizarse. Su cerebro… había sobrevivido, había salido prácticamente ileso. ¡Había funcionado! Aunque antes de celebrarlo tenía que saciar su vanidad. Se arrastró hasta el lavabo, se sujetó con ambas manos a la porcelana. Levantó la vista hasta el espejo.

Quizá una cianosis insignificante. Había una coloración azul en su mandíbula, en sus sienes. Muy leve. Tenía los ojos rojos en las zonas en las que le habían reventado los capilares… Tal vez, con el tiempo, eso se curase. Si es que podía llegar a curarse. Una vena bajo su mejilla izquierda estaba muerta e hinchada, tan azul que casi era negra. Observando detenidamente, palpándose, estirándose la piel de la cara con los dedos halló otros coágulos y oclusiones, una telaraña de venas muertas. Como las vetas de un fragmento de mármol, pensó, o como un buen trozo de queso Stilton. Sin las vetas un fragmento de mármol no era más que granito. Sin las venas azules un trozo de Stilton no era más que queso normal y corriente. Las venas muertas conferían a su rostro cierto carácter, incluso un cierto carisma. Era mucho mejor de lo que esperaba.

Apretó dos dedos contra su muñeca y no se encontró el pulso. Cerró los ojos, escuchó y se dio cuenta por primera vez de que no estaba respirando. Una serie de impulsos primarios surgieron en su cerebro reptiliano, temores innatos a ahogarse y a asfixiarse, tuvo un espasmo en el pecho, se flexionó, trató de inhalar, pero no pudo.

Aterrorizado —consciente de que era pánico lo que sentía, e incapaz de detenerlo—, tiró la máquina de diálisis robada y la oyó impactar contra el suelo mientras salía del habitáculo cerrado del baño, se abrió camino al exterior, en busca de luz y aire. Se le doblaban las piernas, amenazando con hacerlo caer en cualquier instante, tenía los brazos estirados, los músculos tensos, como cables de acero bajo su piel fría.

Avanzó tropezando hasta que sus piernas cedieron, hasta que se derrumbó sobre la alfombra de lana blanca. De su cuerpo tembloroso surgió un ronquido al tratar de inspirar una mínima bocanada de aire. Por mero instinto, gritó mentalmente: «Es sólo un reflejo, se detendrá, parará pronto». Frotó la mejilla adelante y atrás contra la alfombra y sintió el calor del roce mientras su cuerpo se agitaba en espasmos.

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