Zombie Island (24 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, #Ciencia ficción

—Comprueba la calle —dijo mientras se agachaba para abrir la cerradura inferior de la puerta. Era una operación complicada: tenías que accionar la pistola para retirar el perno cilíndrico al tiempo que utilizabas un par de apriete para girar la cerradura.

Eché un vistazo a través del cristal a Lexington y vi coches abandonados y edificios desiertos, pero nada que se moviera más allá de una bandada de palomas que revoloteaban entre las paredes de un par de torres de oficinas abandonadas. Parecía que íbamos a seguir en racha. Desde allí tan sólo estábamos a unas manzanas del complejo de edificios de la ONU. Si continuábamos callados y no llamábamos la atención sobre nuestra presencia, podíamos lograrlo. Casi parecía que algo había limpiado toda esa sección de la ciudad. Quizá la Guardia Nacional había levantado barricadas para mantener alejados a los muertos. Tal vez seguían allí. Quizá había soldados vivos protegiendo ese último bastión de Nueva York, esperando a que llegáramos y los encontráramos.

—¿Hay algo? —preguntó Jack. La cerradura cedió con un estruendo metálico que espantó a las palomas que había fuera. Levantaron el vuelo, batiendo las alas mientras se elevaban hacia el cielo, una detrás de la otra. Jack se puso de pie y empezó a trabajar en la cerradura superior.

—Negativo —respondió Ayaan. Estaba observando los pájaros, tan embelesada como yo, quizá fijándose en cómo las palomas confiaban totalmente unas en otras; todas imitaban los movimientos de su vecina, de manera que cada vez que la bandada cambiaba de posición parecía que las recorría una oleada de movimiento, como si fueran una única entidad con muchos cuerpos.

La segunda cerradura estaba abierta; Jack guardó las herramientas. Empujó la puerta y ésta se abrió, dejando entrar una ráfaga de aire frío del exterior.

Aire que apestaba a decadencia y podredumbre.

—¡Agachaos! —gritó Jack cuando la bandada de palomas se agitó en el aire, girando para entrar por la puerta abierta. El ex Ranger cerró de un portazo y decenas de aves se estamparon contra el cristal; sus ojos empañados no reflejaban otra cosa que deseo. Hambre. Una temblaba a unos centímetros de mi cara, separada sólo por el delgado cristal de seguridad; vi en su lomo las marcas donde había sido picoteada hasta morir. Me atacaba con el pico al otro lado del cristal, desesperada por un bocado de mi carne.

Oí un batir de alas a mi espalda y Jack se puso en posición con la escopeta en ristre. Abrió fuego y el disparo resonó por las paredes de mármol. Los pájaros descendían en picado desde el aire por ambos lados mientras las palomas que habían logrado entrar cogían impulso para un nuevo ataque. Jack disparó una y otra vez, y Ayaan abrió fuego en automático, convirtiendo a las aves muertas en nubes de plumas azules y carnaza ensangrentada. Me dolían los oídos a causa del ruido, me preocupaba que me empezaran a sangrar.

Noté una presión en mi espalda, y cuando me volví vi a las palomas chocando contra la puerta, tratando de abrirla a golpes con sus cuerpos. Empujé la puerta con el hombro mientras Jack exterminaba a las últimas intrusas y aplastaba las cabezas de las que sólo habían quedado mutiladas por sus disparos. Ayaan se colgó el rifle al hombro y me ayudó mientras los pájaros de fuera redoblaban sus esfuerzos.

—¡Esto es un locura! —dijo ella—. ¡Estamos jodidos!

Jack volvió a cerrar la puerta con las manos temblorosas tan rápido como pudo. El ataque lo había sorprendido incluso a él.

—Animales no muertos… No se ven mucho. La mayoría de la fauna de la ciudad fue devorada en las primeras semanas. No recuerdo la última vez que vi una ardilla.

—¿Qué podemos hacer? —pregunté, alejándome de la puerta en el mismo momento que otra paloma se estampaba contra ella. El cristal estaba empañado con la suciedad de sus cuerpos—. Esto es ridículo. ¿Qué hacernos?

Jack negó con la cabeza.

—Estamos tan cerca. Si abortamos la misión ahora…

—Nadie va a abortar esta misión. —Ayaan nos miró con el ceño fruncido—. He perdido a mi comandante aquí. He perdido a mis amigas. No es el momento de dejarlo. Habrá alguna forma, si la buscamos.

Desafiando sus palabras, una sombra atravesó la acera en el exterior. Miré y divisé una nueva bandada de pájaros acercándose. Era casi como si estuvieran organizados, como si planificaran sus ataques. Pero no era más que instinto, algo que les fluía en los huesos sin necesidad de usar sus minúsculos cerebros. Las palomas eran animales sociales, imitaban sus comportamientos como habían hecho siempre. Me imaginaba cómo habían logrado tomar esa parte de la ciudad. Una de ellas debió de ser mordida por un humano muerto en busca de comida rápida. Escapó, pero murió a causa de sus heridas. Al regresar con su bandada, debió de atacar a sus compañeras, que a continuación atacaron a las de al lado, que hicieron lo mismo. Supongo que la bandada que vuela junta, muere unida. La Epidemia debió de extenderse entre la población aviaria de Nueva York aún más de prisa que entre la humana.

Por un momento, me pregunté que estarían haciendo allí, tan cerca de East River. Cuando caí en la cuenta se me heló la sangre en las venas. Las cosas hambrientas iban a donde estaba la comida. Los muertos humanos prácticamente habían acabado con todo lo que había comestible en tierra. La última fuente importante de comida estaba taponando el río, al sur del puente Brooklyn. Lo había visto desde la cubierta del
Arawelo.

Antes de la Epidemia, en la ciudad había cientos de miles de palomas, ahora habían unido sus fuerzas, era un instinto más allá de la muerte.

—Si salimos ahí fuera —dije—, nos matarán a picotazos en segundos. —Sonaba gracioso, pero nadie se rió—. Pero hay túneles por los alrededores. Hay uno que conduce al edificio Chrysler, estoy seguro. Tenemos que emerger a la superficie en otra parte, en algún lugar que no se esperen.

Jack asintió.

—Claro. Y si el viento nos favorece, no nos olerán. Y si nos quitamos los zapatos, podemos caminar sin hacer ruido. Claro. Podríamos avanzar una o dos manzanas hasta que algo cambiara y se dieran cuenta de dónde estamos.

Miré al exterior a través de las puertas, miré entre los edificios. Desde allí no alcanzaba a ver la Secretaría General de la ONU, no del todo. Pero casi lo notaba, estaba a menos de diez minutos de distancia a pie. Estábamos tan cerca…

El destino tomó una decisión por nosotros. El teléfono móvil de la red Iridium sonó en mi bolsillo de atrás, una melodía estridente que me molestó tanto que lo saqué y contesté a la llamada.

—Aquí Dekalb —dije.

Esperaba oír la voz de Marisol, pero fue un hombre quien me respondió.

—¡No jodas! ¿Dekalb? Acabo de encontrarme este teléfono y he apretado asterisco sesenta y nueve. No nos debemos de haber encontrado por poco. ¡Es asombroso! ¿Está Ayaan ahí contigo?

—Ella… ¿Quién es? —pregunté—. ¿Osman? ¿Shailesh? —No era la voz de ninguno de los dos, pero me resultaba conocida, incluso en medio de las interferencias de la línea. Después caí en ello y mi espalda se agarrotó con un miedo gélido.

—¿Quién soy? Soy el tipo que se acaba de comer al presidente de Times Square.

—Hola, Gary —dije.

Presioné la tecla para colgar apresuradamente, como si pudiera venir a través de las ondas a cogerme.

—Jack —intenté ordenar lo que iba a decir—, hay un problema en la estación. Los muertos…

No esperó a que terminara la frase. Giró sobre sus talones y salió corriendo como un rayo hacia la entrada del metro. Lo llamé a gritos. Ayaan dio unas cuantas zancadas y después se volvió para mirarme. Su cara formulaba una pregunta que no quería contestar.

Capítulo 20

Gary escaló por el lado de Centro de Reclutamiento de las Fuerzas Armadas y se puso de pie en el tejado. La brisa que soplaba le onduló el pelo y la ropa. Levantó la vista y observó los carteles apagados, igual que había hecho yo, pero para él los neones inertes no eran una fuente de impacto tanto como un monumento a lo que el mundo —y, por extensión, él— se había convertido. El reflejo de un espejo deformado.

Dejó que su vista descendiera al nivel de la calle. A sus tropas. Había llevado a cientos de muertos con él, y aunque no iban de uniforme y no llevaban armas eran un ejército. Esperaban sus órdenes, quietos, desprovistos de voluntad. Paseó la mirada por las filas de caras inexpresivas y extremidades laxas y pensó en cómo comenzar.

Tras la puerta de acero de la estación de metro había caras humanas vivas contemplando el ejército. El cañón de un rifle asomó entre los barrotes y dispararon un tiro. Uno de los soldados de Gary cayó abatido de espaldas sobre un coche abandonado, que se balanceó sobre las ruedas. Gary se rió. Se puso las manos alrededor de la boca y gritó:

—¡Vosotros! ¡Los de ahí dentro! ¿Por qué no salís y venís a jugar?

Las caras de la puerta se replegaron en las sombras.

—No pasaréis nunca —le advirtió uno de los vivos. Si les sorprendía oír a un muerto viviente hablando, no lo demostraron. El rifle disparó otra vez y otro cadáver animado cayó sobre el asfalto.

Gary conectó con la mente y el suelo comenzó a temblar. El gigante del zoológico de Central Park —ya domado y bajo el control de Gary— dobló la esquina arrastrando los pies y agarró la puerta con sus manos colosales. El cañón del rifle desapareció. Con un chirrido metálico, la puerta se combó en las bisagras y, después, emitió un ruido reverberante que hizo tambalearse al gigante hacia atrás.

Las hordas de muertos avanzaron y entraron en la estación. Gary veía a través de sus ojos cómo caían escaleras abajo, empujándose unos a otros en su impaciencia por hacerse con la carne viva que había dentro. Allí abajo había animales, animales vivos. Un perro grande hundió sus colmillos en el muslo de uno de los soldados de Gary, pero otros tres desgarraron al perro en pedazos y lo devoraron.

La muchedumbre confluyó en la explanada principal de la estación fluían, pasaban por encima y por debajo de los tornos. Los humanos habían huido, pero habían abandonado una serie de extrañas muestras de su ocupación. Media docena de bolsas de basura transparentes colgaban del techo, como bolsas de huevos de araña de tamaño industrial. A través del plástico se podían ver miles de fragmentos de grava y piezas sueltas de ferretería; tornillos, tuercas, pernos, arandelas. Había un tosco polvo negro mezclado con los restos metálicos. Gary no entendía qué significaba.

Los vivos habían dejado mantas viejas y latas vacías por el suelo. Entre los residuos había una bolsa de papel marrón, tan sólo se trataba de otra porquería, a menos que descubrieras los cables que salían por su abertura. Uno de los muertos pisó la bolsa después de echarle un somero vistazo.

Estalló una tormenta de polvo en la explanada que sumió la visión de Gary en una densa oscuridad azulada que chirriaba y traqueteaba mientras las piezas de ferretería de las bolsas salían despedidas en todas las direcciones; los clavos y los tornillos agujerearon los azulejos blancos; las arandelas y las tuercas atravesaron los cerebros secos de los muertos. Cuando el humo se convirtió en una nube de polvo y Gary recuperó la visión, su ejército yacía entre convulsiones, fracturado, en el suelo.

Era evidente que los vivos habían planificado la invasión. Habían estudiado a los muertos durante semanas, habían descubierto sus puntos débiles, de ahí que las improvisadas granadas de fragmentación colgaran del techo a la altura de la cabeza, donde más daño podían causar. Las minas antipersona hubieran sido mucho menos efectivas. Aquello no iba a resultar tan fácil como Gary había esperado.

No importaba. Convocó otra oleada de tropas y los envió a las profundidades del laberinto, trepando sobre los cuerpos doblemente muertos, sobre sus manos y rodillas en descomposición. Gary cerró los ojos y escuchó a través de sus oídos, olfateó a través de sus narices. Allí, bajo el hedor de la pólvora casera y la peste de los intestinos abiertos, percibió algo más sutil, pero mucho más apetecible. Sudor, sudor provocado por el miedo: la transpiración de los vivos. Dio una orden a toda la red, el
eididh,
y sus guerreros muertos avanzaron arrastrando los pies hasta un enorme vestíbulo que terminaba en una rampa.

En su día, la explanada secundaria de los trenes A, C y E era una galería comercial. Las boutiques y las tiendas de regalos habían sido saqueadas tiempo atrás, las habían convertido en dormitorios. Estaban vacías y ofrecían un aspecto patético a la luz de los fluorescentes, hileras de catres sin sábanas, montañas de equipajes caros abandonados apresuradamente por los vivos. Gary envió a sus tropas más adentro, a cubrir toda la superficie que conducía a la escalera que llevaba a los andenes. Obvió por completo la segunda trampa.

Cerca de la entrada de la explanada había una puerta sencilla, sin carteles, que antes servía para guardar los útiles de los bedeles. Los muertos habían pasado justo por al lado y estaban de espaldas a ella cuando giró sobre las bisagras engrasadas. Tres hombres que llevaban herramientas eléctricas con alargadores salieron del interior y abrieron fuego.

Los no muertos cayeron como trigo segado a golpe de guadaña, los proyectiles que los derribaban emitían un silbido neumático cada vez que eran disparados. Gary hizo que sus tropas se volvieran para enfrentarse a sus atacantes, así vio que estaban utilizando pistolas de clavos, modelos profesionales para construir techumbres que disparaban como rifles automáticos. Los clavos que escupían eran casi tan peligrosos como las balas. Incluso un solo impacto en el cráneo de un no muerto ya era suficiente. El devoravivos medio no podía aguantar un disparo en la cabeza como Gary había hecho. Tenía que eliminar a los tiradores. Envió a sus tropas adelante, a su destrucción, con el fin de acabar con esa amenaza tan pronto como fuera posible.

De repente, aparecieron más vivos por el hueco de la escalera, tenían rifles y pistolas en las manos. Los muertos que se habían dado la vuelta para atacar a los que disparaban clavos eran objetivos fáciles para los supervivientes armados que tenían a la espalda. Los muertos no podían moverse lo bastante rápido para superar a sus atacantes, así que eran presas fáciles para el fuego cruzado.

No tenía buena pinta —los vivos habían creado una zona mortal perfecta—, pero Gary se limitó a pedir refuerzos y los urgió a apresurarse a arrastrar los pies hacia la batalla. Al final, fue una cuestión de simples matemáticas. Cada vivo podía destruir diez enemigos, pero había otros diez justo detrás. El último de los defensores en morir fue un hombre mayor con un traje roto y una pajarita. Tenía una chapa identificativa en la solapa —Gary se acordó de las pegatinas que llevaban Paul y Kev—, que decía: «HOLA. MI NOMBRE ES
Señor Presidente
».

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