Igualmente, he tenido la oportunidad de entrevistarme con varios agentes del servicio de inteligencia —CESID— que, en los hechos del 23-F y posteriormente, estuvieron muy cerca de los jefes y de las secciones que pusieron en marcha la ejecución de la operación especial 23-F. Así como con otros agentes que con posterioridad tuvieron conocimiento fehaciente de aquellos hechos. De entre todos ellos, únicamente puedo citar a los coroneles Diego Camacho, Juan Alberto Perote y el suboficial Juan Rando Parra, al darme su expresa autorización, manteniendo en la estricta reserva la identidad de otros muchos agentes.
En la parte escrita he vuelto a consultar varias carpetas del sumario de la causa 2/81, y trabajado con los cuatro volúmenes de las actas del juicio militar de Campamento. He repasado prácticamente toda o casi toda la bibliografía publicada al respecto, y revisado numerosos volúmenes de testimonios, memorias, crónicas, ensayos e investigaciones históricas sobre la Transición.
Deseo expresar mi más sincero agradecimiento a mi admirado amigo el hispanista Stanley G. Payne, con quien he tenido la fortuna de compartir alguna de mis obras anteriores. Sobre este original, Payne me envió su juicio y comentarios, que me han sido muy útiles. También lo hizo mi hermano Isidro, así como el coronel Diego Camacho, cuyas notas y observaciones he tenido muy en cuenta en diferentes análisis. Mi reconocimiento asimismo para mi amigo el historiador Charles Powell, cuyos trabajos sobre la política exterior norteamericana en la etapa de la Transición me han parecido valiosos.
No puedo dejar de resaltar el buen trato recibido en las instalaciones del Hotel Marbella Club, uno de los mejores de España, donde este verano pude tranquilamente revisar parte de este original, como tampoco puedo dejar de hacerlo con la familia de Carlos Tejedor, del Grupo La Máquina, que amablemente me ha venido facilitando diversos reservados de sus excelentes restaurantes para mi trabajo de campo y mis entrevistas. Mi agradecimiento, por último, a mis amigos Carlos y Alberto Ferri por su apoyo, a mi buen círculo de amigos, entre quienes están Antonio Sánchez, el cineasta Antonio del Real, Felipe Moreno, Javier Sánchez Lázaro, Ángel Muñoz, Jorge Lomana, José María Berciano, Eduardo García Serrano, Lorenzo Díaz, Ramón Casteleiro, Amando de Miguel, Jesús Esteban, Iñaki Ezquerra, Francisco Cantarero y al gran artista Jesús Gallo, de inolvidables recuerdos, y tantos otros, por su comprensión durante varios meses de encierro y «desaparición». Y también a Alesia, por su ánimo y buenos comentarios y, muy especialmente y siempre, a mis hijos Eduardo y Jesús por su paciencia y cariño.
¿Qué fue el 23-F? ¿Cuál fue el papel del rey? ¿Cómo explicarlo? Durante varios años se ha aireado todo tipo de especies cultivadas principalmente desde los órganos de dirección del servicio de inteligencia CESID (Centro Superior de Información de la Defensa). Dichas especies han venido manteniendo que el intento de golpe de estado habría sido un golpe involutivo; una regresión hacia un tardofranquismo deseado por una rehala de delirantes militares golpistas y de algunos pequeños políticos ya amortizados, que añoraban un reciente pasado de dictadura, de régimen autoritario. Y que serían reacios a aceptar un sistema de libertades, de participación plural y de democracia estable. Y sin embargo, sospechosamente, tras el fracaso del 23-F, los dirigentes y responsables de los partidos políticos que jugaron con fuego con operaciones de dudosa constitucionalidad, se mostrarían más prudentes sin hacer demasiadas preguntas ni abrir investigación alguna.
Sencillamente, aquellos responsables políticos de la derecha y de la izquierda, se dieron por satisfechos afirmando que el rey Juan Carlos había salvado la democracia al desbaratar con su actuación la locura golpista porque supo sujetar con su autoridad a la mayor parte de los militares que aquella noche fueron leales y demócratas. Luego, después de que el monarca les leyera la cartilla a los dirigentes políticos por su frivolidad y sectarismo partidista, éstos jalearon una campaña mediática que blindaba al rey sin, en principio, tiempo de caducidad. «El rey, la noche del 23-F, se ganó la legitimidad de ejercicio», vinieron repitiendo de forma monocorde y cansina. Y se contentaron con que se sentara en el banquillo a unos pocos protagonistas de la asonada, los menos, y ello porque se exhibieron demasiado. Y dichos dirigentes políticos miraron para otro lado, cerrando el capítulo detrás de una pancarta con la leyenda «¡Democracia, sí. Dictadura, no!».
¿Fue eso el 23-F? Con el paso del tiempo, muchas de aquellas máximas fueron decayendo hasta hacerse insostenibles, para abrir paso a otras explicaciones más plausibles, con incluso veladas críticas a la actuación del rey. Pero la verdad oficial ha seguido aferrándose a los viejos clisés, intentando desvirtuar el trasfondo de aquella operación especial. La mayor parte de los estudios propagandísticos se fabricaron a base de estereotipos como que el gobierno que pretendía sacar adelante el general Alfonso Armada Comyn era el secreto de Polichinela, como escuché en un vivo debate televisivo a un veterano general. O qué valor y duración podría tener un gobierno votado bajo la presión de las armas, después de la ignominiosa estética provocada por Tejero al asaltar el Congreso con tiros al aire, arrastrar al suelo de la humillación a la totalidad del gobierno, oposición y parlamentarios —excepción hecha de Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo—, y de la penosa afrenta sufrida por el vicepresidente Mellado al intentar Tejero derribarlo.
La historia del 23 de febrero de 1981 es sobre todo y principalmente una historia oral, porque tras su fracaso, los responsables de la ejecución de la operación se cuidaron muy mucho de hacer desaparecer las pocas evidencias que del mismo hubo escritas. Como también «desaparecieron» las grabaciones de las conversaciones telefónicas que se hicieron durante aquella tarde-noche y madrugada entre Zarzuela, el gran centro de poder y decisión, el Congreso, el Cuartel General del Ejército, la sede de la Junta de Jefes de Estado Mayor (JUJEM) y las capitanías generales, principalmente.
¿Qué fue de aquellas cintas? Su conocimiento hubiera arrojado mucha luz sobre el 23-F. Pero el responsable de su guardia y custodia, el ministro del Interior Juan José Rosón, llegaría a decir que su contenido era dinamita, y que lo mejor para la estabilidad de la democracia era que jamás se conocieran. Es decir, que su contenido se hurtó deliberadamente a la opinión pública y a las defensas de los procesados por el 23-F, como se haría con el Informe Jáudenes del CESID; un informe interno de carácter no judicial, que los responsables del Servicio de Inteligencia se vieron en la obligación de abrir para simular que iban a dirimir la responsabilidad de los agentes especiales que planificaron y ejecutaron la operación, y metieron a Tejero y a sus guardias en el Congreso.
¿Quiénes se quedaron con el secreto de las grabaciones? Naturalmente, ni durante la instrucción de la causa ni durante el proceso militar de Campamento, nadie se preocupó ni preguntó sobre aquel material. Tan sólo y a modo de esperpento, y ya fuese desde el ministerio del Interior o desde la parcela de Francisco Laína, secretario de estado de seguridad, se filtraron deliberadamente partes de las conversaciones que Tejero mantuvo con su amigo Juan García Carrés, ex jefe del Sindicato de Actividades Diversas durante el régimen franquista.
Las citadas conversaciones, además de evidenciar cierta exaltación y bravuconería por parte de ambos, revelarían que el ex sindicalista transmitió a Tejero algunos datos manipulados e interesadamente falsos para mantener viva su moral. Especialmente cuando el rey cursó instrucciones y órdenes concretas para cortocircuitar los hilos que estuvieron sosteniendo a Tejero en el Congreso durante siete largas horas (hasta la una y media de la madrugada del día 24), y estaba ya completamente aislado. Laína, por su parte, que se presentaría posteriormente muy ufano como responsable de un sui generis «gobierno de secretarios», al que ni el rey ni nadie de la cadena de mando militar hizo el menor caso, fue la persona que llegó a hacer la disparatada propuesta de querer lanzar a los GEO (Grupo Especial de Operaciones) al asalto del Congreso. Por fortuna para todos, tampoco se le prestaría atención alguna en este asunto.
Sí, después del 23-F se difundieron muchas mentiras e intoxicaciones. Pero si el 23-F hubiera triunfado, si hubiera conseguido su objetivo de salir adelante con el gobierno excepcional de coalición —algo sin precedentes en la historia de España—, entonces habría tenido muchos patrocinadores, muchos impulsores y muchas explicaciones comprensibles, plausibles y hasta justificadoras. Pero fracasó, aunque no en su totalidad, porque pese a su manifiesto fracaso, mantuvo durante casi veinticinco años los efectos visibles del «golpe de estado psicológico» entre la clase política, que a fin de cuentas era la gran responsable de la crisis institucional y del colapso político que se vivió a lo largo del bienio 1979-1980. Y plenamente descarnado durante el otoño-invierno de 1980-1981.
Con tales antecedentes, las preguntas deben ser estas dos: ¿Con qué grado de certeza podemos afirmar que el rey Juan Carlos supo con antelación lo que iba a suceder la tarde del 23 de febrero de 1981 en el Congreso de los Diputados? ¿Y tuvo el monarca conocimiento previo de la operación especial montada, que incluía la violación inicial de la legalidad constitucional, para reconducirla posteriormente hacia un gobierno de concentración nacional con poderes especiales, para que pusiera fin a los disparates gubernamentales de los gobiernos de la UCD; para que frenara el desbordamiento nacionalista y para que acabara con el terrorismo, con el desbarajuste institucional y con la gravísima crisis del sistema? La respuesta a ambas cuestiones es lo que trataremos de ir desgranando a lo largo de estas páginas.
Y adelanto varias afirmaciones que si bien serán objeto de un análisis y desarrollo posterior, conviene señalarlas ahora. En el 23 de febrero de 1981 el rey Juan Carlos fue la clave principal, la pieza fundamental. Antes, durante y después. Todos, absolutamente todos, los que aquel día tuvieron algún grado de participación creyeron sin duda alguna que actuaban bajo las órdenes y los deseos del rey. Así, Tejero entró en el Congreso con el grito de «en nombre del rey», Milans levantó su región militar y dictó un bando decretando el estado de excepción en la misma, ante el vacío de poder originado en Madrid y quedando a las órdenes del rey; el general Armada se cansaría de repetir que «antes, durante y después del 23-F estuve a las órdenes del rey»; toda la cúpula militar de la JUJEM (Junta de Jefes de Estado Mayor), el JEME (Jefe del Estado Mayor del Ejército) José Gabeiras y la absoluta totalidad de los capitanes generales y mandos militares, estuvieron a las órdenes del rey y a la espera exclusivamente de sus decisiones.
En un sentido y en otro, todo se hizo en torno al rey. Todo pasó por el rey. Y durante un buen puñado de horas, el rey estuvo «a verlas venir». Sin la figura del rey, jamás habría habido ni existido 23-F. Quizás otra cosa en otro momento, pero no el 23 de febrero, que fue para lo que fue: un golpe sobre el sistema, tramado, desarrollado y ejecutado desde dentro del sistema para la corrección del propio sistema. Por lo tanto, no es que el rey tuviera conocimiento del mismo, que sí lo tuvo, sino que estuvo absolutamente involucrado en la operación. Ya fuera motu proprio o por dejar hacer. «¡A mí, dádmelo hecho!», sería la frase que repetiría en diversas ocasiones a lo largo de 1980 y en las semanas anteriores al 23 de febrero de 1981, cuando se le hablaba de la Operación De Gaulle, versus Operación Armada.
Se ha dicho que Don Juan Carlos dudó durante la jornada del 23 de febrero. Y es verdad que por momentos le asaltaron muchos temores que hubo de paliar y atajar su fiel secretario Sabino Fernández Campo. Pero el rey estuvo en el 23-F hasta que el tapón que le puso Tejero a Armada en el Congreso, le decidió a desmontar toda la operación. Aquel «A mí dádmelo hecho» fue su respuesta sistemática durante meses; tanto si quien le proponía que había que dar el golpe de timón era el comandante de estado mayor José Luis Cortina (jefe de los grupos operativos del servicio de inteligencia CESID), como si se trataba de los militares que recibía en audiencia y le sugerían que algo había que hacer para cambiar las cosas, porque la situación era límite, o si quienes lo hacían eran los responsables políticos gubernamentales o de la oposición socialista, o de Alianza Popular y de Coalición Democrática, o el histórico líder de la Esquerra, Josep Tarradellas. Todos ellos eran partidarios de acabar políticamente con Suárez y de apoyar un golpe de timón, que lo sería de corrección y ajuste de la democracia, con un gobierno de coalición —un nuevo pacto político de la transición— presidido por el general Armada.
El 23 de febrero de 1981 no hubo conspiración militar ni rebeliones de capitanías generales ni de generales ni varios golpes simultáneos, cogido alguno de ellos al vuelo de la improvisación; sino un entramado criptopolítico en el que una vez alcanzado el consenso básico sobre la fórmula gobierno de gestión presidido por el general Armada, que estaba integrado por representantes de todos los partidos políticos, se generó artificialmente un SAM —Supuesto Anticonstitucional Máximo— con la acción del teniente coronel Tejero —quien al final sería el chivo expiatorio—. No se trató de una acción militar masiva, en la que hubieran de intervenir activamente un gran número de unidades. Bastaba con dos generales de reconocido signo monárquico y de probada lealtad al rey Juan Carlos, uno de ellos, al mando de una potente capitanía; y la exhibición mínima de la fuerza, que obligara a alcanzar el objetivo de la aceptación política, pública y social de ese gobierno de integración, que debía resolverse sin derramamiento de sangre ni represión social.
Ése fue el diseño tramado como una operación especial, un golpe institucional, elaborado y ejecutado desde la dirección del servicio de inteligencia —CESID— para corregir los excesos cometidos por unos gobiernos de centro, y un presidente de gobierno —Adolfo Suárez— a quien se le había escapado el control de la situación política. Y en cuyo desplome se corría el riesgo de que arrastrara en su caída también a la corona; entre otras cosas, por la manifiesta vinculación personal y de compromiso que el propio rey Juan Carlos había dado a los gobiernos Suárez como gobiernos del rey. Al menos durante el tiempo en el que las sinergias entre ambos funcionaron plenamente.