Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo
Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis
BENOIT MARÇAIS.
CONVERSIÓN DE FORMATOS AUDIOVISUALES.
—Esperemos que tenga realmente un Ampex, como ponía en el anuncio —dijo Ned.
Habían encontrado en internet aquel pintoresco lugar. Ni se les pasó por la cabeza llamar por teléfono para confirmarlo, por el mismo temor de siempre a que los localizaran. No les había quedado más remedio que acudir en persona.
El letrero del pequeño negocio estaba tan sucio como el resto. Ned apartó la vista para encontrar el modo de bajar al sótano, donde aquél se encontraba. Olga señaló unas escaleras que se adivinaban al fondo y parecían descender.
—Vamos. No perdamos más tiempo.
Ella encabezó la marcha, aunque mirando más al suelo que hacia delante, por temor a cruzarse con algo rastrero y asqueroso.
En la zona inferior había una única puerta. El timbre sobresalía de un lateral como un punto blanco en medio de un sinfín de capas de pintura marrón, mal repartidas. Ned llamó. El sonido de una campanilla provocó un extraño eco en el interior, hasta desaparecer. A los pocos segundos, un ojo emergió detrás de la mirilla.
—¿Qué desean? —dijo el hombre que abrió acto seguido la puerta.
—Necesitamos utilizar su Ampex. ¿Tiene uno, verdad?
—En efecto. Casi nunca se usa ya, pero cuando se necesita, Benoit Marçais es uno de los pocos que aún lo mantienen en funcionamiento. Pasen, por favor.
El interior era prácticamente diáfano. Algunas columnas cruzaban el gran espacio abierto. A un lado había dos sillones que no combinaban entre ellos, junto a una mesa ovalada y una cocina americana repleta de cacharros.
—Es por aquí. Síganme.
El hombre tenía aspecto pajaresco, muy alto y delgado, y con una prominente nariz aguileña en su cabeza calva, pequeña y muy redonda. Cruzó el piso hasta el otro lado, donde una mampara hacía de separación entre la vivienda y algo parecido a una sala de máquinas. Varias estanterías y mesas se mostraban repletas de aparatos diversos, monitores, ordenadores, cintas de todos los tamaños y muchas herramientas aparentemente descolocadas.
—Aquí tienen esta joya de los sesenta.
—Por ahora sólo queremos probarlo —dijo Ned—. Saber que funciona.
—¿No desean hacer una conversión de formato en DVD o Blue-ray?
—No, gracias. Pero le pagaremos generosamente por usar el Ampex. Sólo necesitamos saber si podría usted hacer un pase privado para una persona, con la que pretendemos regresar aquí para que vea el contenido de unas cintas.
El hombre se encorvó y puso cara de desconfianza.
—No será para alguna clase de chantaje, ¿verdad?
La pregunta fue inesperada. Pero no era del todo absurda.
—En absoluto —se apresuró a decir Olga—. El hombre con quien pretendemos venir es un científico. Las cintas contienen material… Son unas investigaciones de los años sesenta que necesitamos que nos explique. Somos periodistas y esto es parte de un reportaje en el que trabajamos.
Las mujeres siempre son más convincentes que los hombres a la hora de mentir, y las falsas explicaciones de Olga lograron tranquilizarlo de inmediato.
—Ah, bien. Entonces no hay ningún problema. ¿Quieren probar el Ampex ahora?
—Para eso hemos venido.
Olga sacó una de las cintas de su bolso y se la dio al hombre. Él la dejó sobre una mesa y luego sacó el Ampex de una caja que estaba debajo de una de las estanterías. Lo puso encima de la mesa y lo conectó a un monitor.
—¿No tiene un monitor más grande? —preguntó Ned, al ver que se trataba de un modelo pequeño, usual en la edición de vídeo pero no del todo adecuado para lo que ellos pretendían.
—Lo siento. Con esta clase de conexiones, no. Éste es el único que tengo adaptado.
Ned asintió y le entregó la cinta. El hombre la insertó en el eje de la bobina y puso en marcha el aparato. La imagen apareció en el monitor. El principio de la grabación no era relevante.
—Con eso basta —dijeron Ned y Olga a la vez.
Apenas habían visto las archiconocidas evoluciones de Armstrong por la Luna, pero fueron suficientes para dejar al hombre embobado. Le sorprendió la calidad de la imagen y que fuera en color. Apagó el Ampex y miró a Ned y a Olga con una sonrisa pícara.
—Ya sé qué están ustedes investigando —dijo, agitando el dedo—. Estas imágenes parecen de un estudio de televisión. Quieren demostrar que la llegada del hombre a la Luna fue un engaño.
De nuevo fue Olga quien mintió convincentemente. Era obvio que no podían contarle la verdad, y si el hombre les había puesto en bandeja esa excusa, ¿por qué no aprovecharla?
—Nos ha pillado. Es usted muy sagaz.
—¡Lo sabía! Siempre lo sospeché: fotos imposibles, errores en las imágenes, sombras que no se corresponden con la falta de atmósfera en la Luna…
—Todo un complot —dijo Ned, añadiendo más leña al fuego.
—Es alucinante… ¿Y las grabaciones son auténticas?
Esta vez fue Olga la que respondió, divertida:
—Eso es justo lo que queremos averiguar con el científico que tiene que visionarlas.
—¡Qué emocionante! ¿Y hablarán de mí en su reportaje?
—Por supuesto —afirmó Ned—. Estamos confeccionado una lista de colaboradores, y usted aparecerá en ella. Sólo nos queda hablar del precio…
—Uy, no, no. No tienen que pagarme nada. Les ayudaré gustoso a desvelar esa gran farsa. ¿Cuándo vendrán con el científico?
—Cuanto antes. Aunque primero tenemos que convencerle.
El tono de Ned en la última frase fue algo cáustico. Si no lograban hacerlo, tendrían que llevarlo hasta allí por la fuerza.
—Pues entonces yo no saldré de casa para nada. Estaré listo las veinticuatro horas del día o de la noche. ¡Qué emoción…!
Ned y Olga consultaron el sitio web del CERN desde un cibercafé. En la lista de proyectos asociados aparecía el nombre de Stephen Lightman. La primera vez que trataron de localizarlo en Google no sabían dónde buscar, y además Ned desistió demasiado pronto, al encontrar su obituario, que obviamente era falso. Pero allí estaba ahora, registrado como director científico de uno de los laboratorios que financiaba, en teoría, un organismo privado de Estados Unidos. En la página se mostraban diversos datos profesionales, el número de teléfono de su despacho, el del laboratorio asociado al proyecto y otros científicos que participaban en él. Aunque, por supuesto, ni una palabra sobre los viajes en el tiempo.
—Por fin le ponemos rostro al profesor —dijo Ned, con su fotografía en la pantalla.
Olga escrutó su imagen con atención.
—Es bastante atractivo, a pesar de la edad.
—¿Tú crees…?
Lightman parecía una buena persona. Había algo en su expresión que transmitía confianza, y sus ojos brillaban con inteligencia. Pero era un hombre demasiado delgado, de cabello blanco y vaporoso.
—Con esta información no nos basta —dijo Olga—. Tenemos que averiguar dónde reside, fuera del CERN. Será más fácil colarnos en su casa que entrar en el laboratorio más avanzado del mundo.
—Desde luego que sí. Y lo digo por experiencia…
Olga no lo dudaba. Ned le había contado sus peripecias en el Área 51, su persecución por parte de la comandante Taylor, la huida por las calles de Las Vegas y todo lo demás.
—¿Y qué vamos a hacer?
Durante unos segundos, Ned se quedó con la cabeza agachada mirando sus dedos, que tamborileaban sobre la mesa del cibercafé.
—Podemos esperar a que abandone el laboratorio y simplemente seguirle hasta su casa. Aunque será peligroso. Seguro que lo tienen vigilado.
—Pues seremos discretos. Y a mí no me conocen. No saben cómo es mi cara. Te buscan a ti, no a una mujer atractiva y desenvuelta como yo.
Ambos rieron. La tensión estaba presente, pero al menos tenían un plan.
El taxi del profesor Lightman lo dejó junto a su vivienda en Ginebra, un pequeño chalé adosado de dos plantas y sótano, alquilado en un elegante barrio situado a las afueras de la ciudad. Al bajar, se detuvo un instante, mirando alrededor. Vio un coche azul oscuro que se detenía en las proximidades, al otro lado de la avenida. Dentro había dos hombres. Tenían que ser los agentes secretos encargados de su custodia.
—Esto no me gusta —musitó, y luego entró refunfuñado en la casa.
La comandante le había asegurado que los agentes lo verían a él pero él no los vería a ellos. Que no fuera así y que Lightman se hubiera apercibido de sus nuevos escoltas, no fue, sin embargo, por que cometieran un error o un desliz. En realidad, ella quería que pudiera notar su presencia. Su presencia constante.
Dentro de la casa, Lightman se sirvió un poco de coñac y tomó un puro de la cigarrera. A su edad, esos placeres eran ya los únicos que se permitía. Se sentó en uno de los sillones cerca del ventanal del salón. Quedaba muy poco para culminar sus investigaciones de toda una vida dedicada a la ciencia.
Había dejado un libro sobre la mesilla. Lo cogió entre sus manos y lo abrió por la página que tenía marcada. Era la Bhagavad-Gita. El mismo texto de la tradición hindú que tanto apreció Robert Oppenheimer mientras desarrollaba la bomba atómica en Nuevo México durante la Segunda Guerra Mundial. Lightman leyó uno de los versos sin evitar personalizarlo.
Todos estamos forzados a actuar conforme a las cualidades que hemos adquirido.
Nadie puede dejar de hacer algo, ni siquiera por un momento.
Afuera, no sólo los dos agentes enviados por la comandante Taylor vigilaban la casa del profesor. También Ned y Olga estaban allí, aunque más lejos. El olfato de Ned le había hecho ser muy cauteloso. Cuando vieron salir a Lightman del CERN, comprobaron también que otro automóvil lo seguía. Un coche azul oscuro con dos hombres serios y trajeados en su interior. Ahora se hallaba estacionado cerca de la casa del profesor.
Ellos habían podido alquilar un vehículo gracias a la identidad falsa de Ned. Pero era ella quien lo conducía. Ned prefería mantenerse parcialmente oculto en la parte de atrás y evitar sospechas. Al fin y al cabo, los agentes de la comandante no habían visto la cara de Olga, pero sin duda debían de conocer la suya.
—No te detengas todavía —dijo Ned desde el asiento posterior—. Sigue un poco y para en la calle perpendicular.
Olga obedeció. Conducía de un modo algo brusco. Tenía el carné desde hacía más de diez años, pero nunca le habían gustado los coches. Detuvo por fin el auto a unos cien metros de la casa. Desde atrás, Ned examinó los alrededores antes de incorporarse.
—No sé cómo vamos a burlar a esos dos sabuesos.
Ned se abrazó desde atrás al reposacabezas del asiento del copiloto. De nuevo fue Olga quien propuso una idea.
—Yo puedo distraerles.
—¡De ningún modo! —exclamó Ned con voz firme—. Ya te estás arriesgando demasiado en todo esto.
Ella lo miró con seriedad.
—Ya hemos discutido eso antes —dijo.
—Sí. Y sigue pareciéndome que tenías que haberte quedado en el hotel. Habrá que pensar otra manera de apartarlos de Lightman. Está empezando a anochecer, así que hagámoslo rápido.
Ambos se quedaron en silencio. Ella no iba a darse por vencida tan fácilmente, aunque se contuvo por el momento.
—No se me ocurre nada —aceptó Ned al rato.
—A mí sí. Yo los distraigo haciéndome la borracha. Tú aprovechas para colarte en la casa de Lightman. Al pasar he visto que hay una escalera a un lado. Parece el acceso de una vieja carbonera. Debe de estar conectada al sótano. No creo que te cueste mucho forzarla y entrar en él. Una vez dentro, le cuentas todo y llamas a un taxi desde allí. Bueno, que lo llame él para que no reconozcan tu voz. Debe darle instrucciones al taxista para que me recoja antes a mí en otro sitio.
—¿Cómo voy a subir yo en el taxi cuando venga a buscar al profesor?
—Tú no irás con él. Los agentes lo seguirán y podrás salir tranquilamente. Yo le diré al taxista que me lleve hasta un aparcamiento de la casa. Tú estarás allí con el coche de alquiler, esperándome.
Ned sintió un orgullo por aquella resuelta mujer que le subió hasta la nuca como un cálido escalofrío. Empezaba a creer que estaba realmente enamorado de ella. Si había un mañana, quería que pasaran juntos el resto de sus vidas.
—Veo que lo tienes todo pensado…
—Es nuestra única esperanza.
—Eso lo dicen en La guerra de las galaxias. Está bien, Princesa Leia, hagámoslo como dices. Pero no me convence lo último. Los taxis nunca entran en un parking. Además, podrían vernos cambiando de coche o preguntar al taxista.
—A ver —dijo Olga, que seguía comprobando mentalmente su plan—. Una variante: El taxi lleva al profesor, dando un rodeo, hasta el hotel Metropole. Él entra, coge un ascensor y baja hasta el aparcamiento. Tú lo estarás esperando allí y lo llevas hasta el tipo del Ampex. Yo habré llegado antes en el mismo taxi del profesor.
—Mucho mejor. Pero aún falla algo. Recapitulemos. Tú distraes a los agentes. Yo entro en la casa del profesor. Llamamos un taxi desde allí. Ese taxi no te recoge a ti, sólo a Lightman. Cuando él se vaya, dando un rodeo, al Metropole, nosotros nos reunimos en el coche de alquiler y vamos juntos al aparcamiento. Allí recogemos al profesor y nos vamos.
—¡Perfecto!
—No sé si perfecto es el calificativo adecuado. Aunque, como has dicho, es nuestra única esperanza.
La noche empezaba a caer en la ciudad suiza. Martin Lenard aún seguía en las instalaciones del CERN, repasando los últimos cálculos de Lightman. La comandante Taylor se había ausentado un par de horas antes, para hacer las comprobaciones de seguridad y enterarse de las actividades de Lightman a lo largo de aquel día, por medio de los agentes encargados de custodiarlo. Ahora volvió al despacho en que Lenard no paraba de beber café negro.
—¿Algún problema? —preguntó al científico.
—Ninguno. Acabo de revisar todos los cálculos y son correctos.
—¿Era realmente necesario repetirlos otra vez?
—Supongo que no…
—Cálmese. El experimento de mañana tendrá éxito. Ya sabe lo que le sucederá entonces al profesor; un desafortunado accidente. Y usted tendrá todo en sus manos.
Lenard levantó la vista de los papeles. A un lado, la pantalla del ordenador mostraba una gráfica de trayectorias de partículas subatómicas, incomprensible para un profano.
—Tiene usted razón, comandante. No tiene sentido darle más vueltas a algo que hemos repasado una y mil veces.