¡A los leones! (44 page)

Read ¡A los leones! Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

Encontré un banquero que aceptaba mi carta de presentación. Tan pronto tuve fondos en mis manos, un tipo al acecho intentó venderme un elefante.

A la vista de un hombre solitario de origen extranjero, varias personas me preguntaron con ademán servicial si precisaba de algún burdel. Con una sonrisa, dije que no. Al oírme, alguno de mis interlocutores llegó al extremo de recomendarme a su propia hermana como una chica limpia, bien dispuesta y accesible.

Volví al mercado central. Allí encontré un pilar con un espacio libre entre garabatos y escribí, rascando la piedra:

ROMANO: BUSCA A FALCO EN CASA DE RUTILIO

Cuando uno finge que conoce a alguien, a veces resulta creíble. Además, para entonces tenía la desconcertante sensación de que Romano sería, en realidad, un viejo conocido. De estar en lo cierto, era una mala noticia.

Acudí a una casa de baños para hacerme una idea de la atmósfera que reinaba en la ciudad. Dejé que me afeitaran, lo cual hicieron igual de mal que en cualquier otro lugar del imperio. El teatro era otra donación de Tapepio Rufo, de estilo elegante, erigido con vistas espléndidas a la costa y al mar. Eché un vistazo a la programación; no había gran cosa de interés. No importaba, ya que la gran atracción en Leptis eran los inminentes juegos del fin de la recolección, fuera de la ciudad. Los juegos anunciaban que el programa, tan apreciado por el pueblo, se concretaría «en fecha próxima», aunque me fijé en que los presidiría mi anfitrión, Rutilio Gálico, el dignatario romano que visitaba la ciudad. Me pregunté si ya se lo habría comunicado alguien al interesado.

Para ser mi primera exploración del lugar, ya era suficiente. Así que reanudaría el contacto con mi familia antes de que se hartara de mostrarse cortés con el enviado. Mientras, yo me entretenía fuera.

Seguí las indicaciones que me había dado Rutilio para llegar a la lujosa villa junto al mar que algún personaje local había puesto a su disposición (con la esperanza, sin duda, de ganar popularidad para Leptis mientras el inspector adjudicaba las tierras). La situación parecía asegurada. Se había adjudicado a Rutilio un destacamento de guardaespaldas legionarios, por si había problemas respecto al informe. El inspector tenía también su reducido grupo de criados domésticos. Lo único que necesitaba para completar su comodidad era un puñado de invitados políticamente neutrales con los que hablar, nosotros le servíamos para ese papel.

Le dije que tendría que ocuparse del pañuelo blanco en los juegos y él respondió refunfuñando.

Durante los días siguientes dediqué mis horas de trabajo a la búsqueda de los tres lanistas a los que estaba investigando. Saturnino resultó el más sencillo de localizar. Al fin y al cabo, él vivía allí. Rutilio me facilitó la dirección y vigilé la casa. El primer día que monté guardia frente a ella, apareció el propio Saturnino en persona. Para mí, fue todo un golpe el hecho de haber cruzado el Mediterráneo lleno de delfines para encontrarme tras los pasos de un sospechoso con el que ya me había topado meses antes en Roma.

Tenía el mismo aspecto de entonces, aunque esta vez llevaba ropas nómadas más holgadas y brillantes, en una muestra de elegancia y de estilo acorde con su provincia natal. Era un hombre de corta estatura, musculoso, nariz chata, medio calvo, confiado y educado. Adornado de anillos hasta el punto de que, como austero romano, me producía desconfianza. Sin embargo, siempre me había mantenido a distancia de su actitud emprendedora. No era mi tipo, pero eso no lo convertía necesariamente en criminal.

Pasó ante mi sin reparar en mi presencia. Yo estaba sentado en la acera con un sombrero caído sobre los ojos al lado de un pollino con albarda y arreos, del cual fingía estar a cargo. Había hecho cuanto podía por no dormirme, aunque el sopor se adueñaba poco a poco de mi. Por lo menos, ahora que mi hombre había hecho su movimiento, me veía obligado a desperezarme y a seguirlo.

Saturnino fue de acá para allá. Estuvo en el foro (por poco tiempo), en el mercado (más rato), en los baños (más todavía) y en su establecimiento de gladiadores local (un tiempo interminable). Cada vez que entraba en un lugar público se relacionaba con personas importantes. Se mezclaba con ellos, reía y charlaba. Se agachaba a hablar con chiquillos que habían salido con sus padres. Jugaba a los dados y coqueteaba ásperamente con las camareras. Se sentaba en las tabernas a ver pasar a la gente, de modo que el mundo que discurría por la calle lo reconociese y lo saludase como un familiar que ha llegado con regalos para repartir.

Cabía presumir que en su establecimiento entrenara combatientes como había hecho en Roma, aunque a una escala más limitada. Los festivales locales no eran comparables con los grandes acontecimientos imperiales, pero sus hombres aparecerían en los siguientes juegos de Leptis y éstos quizá mereciesen la pena.

Más tiempo me llevó localizar a Calíopo. Fue Helena quien dio con él, después de oír un día que llamaban por su nombre a su mujer en los baños públicos. Artemisa no conocía a mi novia, así que mal podía saber quién era; Helena aprovechó que no se fijaba en ella para seguirla hasta la casa.

—Es muy joven, delgada y absolutamente hermosa.

—La descripción me recuerda a una de mis antiguas novias —murmuré. Fue un comentario de lo más estúpido.

Más tarde (de hecho, mucho más tarde, puesto que antes tuve que atender a ciertos menesteres domésticos) acudí a vigilar el apartamento de alquiler que Helena había identificado y vi salir del edificio a Calíopo, camino de sus abluciones vespertinas. Otro viejo rostro conocido: nariz ancha, orejas de soplillo, cabellos finos, ondulados y bien cuidados.

Su esposa y él llevaban una vida mucho más tranquila que la familia de Saturnino, probablemente porque no conocían a nadie en Leptis. Se sentaban a tomar el sol, salían a comer a las posadas locales e iban de compras con discreción. Era como si esperaran pacientemente algo o a alguien. Me dio la impresión de que Calíopo parecía preocupado, pero el hombre siempre había sido de esas personas altas y delgadas que se muerden las uñas por cosas que a otros no les alterarían un músculo siquiera.

La joven esposa era muy hermosa, aunque desesperadamente callada.

Había enviado a Gayo al puerto para vigilar la llegada de Hanno, así que cuando el barco echó el ancla junto al de su hermana, Mirra, entre el tráfago de buques mercantes de la laguna vio a Idíbal a bordo, por breve espacio de tiempo. Hanno y Mirra hacían esporádicas expediciones al mercado, al frente de un colorista cortejo de servidores. Los acompañaba el insubordinado intérprete que había hablado en mi favor.

Hanno hacia muchos negocios en la Calcídica. Daba la impresión de que era duro en el regateo. En las negociaciones, a veces se cruzaban palabras ásperas, aunque normalmente todo terminaba de forma amigable y se cerraba el trato con unas palmadas en el hombro, por lo que supuse que Hanno no era popular.

Así pues, allí estaban todos. Y parecía que ninguno de los tres hombres hacia el menor intento por encontrarse con el resto.

Teníamos juntos a Saturnino y a Calíopo, como deseaba Scilla, y también podía ofrecer a mi clienta la presencia de Hanno, y por lo mismo la noticia de que sus maquinaciones habían atizado la rivalidad, causa de la muerte de Pomponio. Sólo quedaba un problema: que quien no aparecía era la propia Scilla. Había insistido en llegar a Leptis por su cuenta y a su paso. Tras mi largo desvío a Sabrata, gracias a Famia, suponía que mi clienta habría llegado antes que yo. Sería así, pero no encontré ni rastro de ella.

Era una situación delicada. No podía garantizar que ninguna de las partes siguiera allí mucho tiempo. Sospechaba que Hanno y Calíopo, en vista de su interés profesional, sólo estaban allí en razón de los juegos. Yo me resistía a establecer contacto con ninguno de ellos de parte de Scilla hasta que ella no apareciese. Desde luego, no iniciaría el proceso judicial del cual había hablado mi clienta, pues conocía suficientes procesos como para tener en cuenta que Scilla podía colocarme en una situación difícil y, a continuación, desaparecer sin dejar rastro. Y sin pagarme, por supuesto.

No se me había olvidado que, en mi calidad de auditor del censo, había obligado a Calíopo y a Saturnino a pagar cantidades muy elevadas como impuestos pendientes de liquidación. Sin duda, los dos me aborrecían. No estaba en absoluto interesado en meter las narices en su provincia natal; sólo esperaba que supieran de mi presencia, que recordaran el dolor financiero que les había causado y decidieran enviar a alguien a darme una paliza.

Famia no se había molestado en seguirnos hasta Leptis, como le había pedido. ¡Vaya sorpresa!

—Ya tengo suficiente con todo esto —le dije a Helena—. Si Scilla no se presenta antes de que acaben los juegos, hacemos el equipaje y nos volvemos a casa. Tú y yo tenemos que seguir nuestra vida…

—Además —añadió ella con una sonrisa—, te han llamado de Roma para declarar sobre esos dichosos gansos.

—Al carajo con los malditos pajarracos. Vespasiano ha accedido a pagarme una cantidad suculenta por el trabajo del censo y quiero empezar a disfrutar del dinero.

—Tendrás que vértelas con Anácrites.

—No hay problema. El también habrá sacado su buena tajada; no debería quejarse. En cualquier caso, ya estará recuperado; podrá volver a ocupar su antiguo cargo.

—¡Ah, pero Anácrites está encantado de trabajar contigo, Marco! Hacerlo ha sido un punto culminante en su vida.

—Te burlas de mí —refunfuñé—. No quiero de ninguna manera seguir con él.

—¿De veras piensas dejar que mi hermano trabaje contigo, si vuelve a Roma?

—Será un privilegio. Quinto siempre me ha caído bien.

—Me alegro. Tengo una idea, Marco. La he comentado con Claudia mientras esperábamos a que regresarais de la búsqueda del
silphium
, pero entonces las cosas estaban muy tensas entre ella y Quinto. Por eso no la he mencionado nunca…

Helena dejó la frase sin acabar, lo cual era impropio de ella.

—¿Qué idea es ésa? —pregunté con suspicacia.

—Si Quinto y Claudia se casan algún día, Claudia y yo deberíamos comprar una casa donde viviéramos todos juntos.

—Voy a tener suficiente dinero como para que tú y yo vivamos más cómodos —repliqué ceremoniosamente.

—Quinto, no.

—Es culpa suya.

Helena exhaló un suspiro.

—Compartir sólo lleva a discusiones —añadí.

—Yo pensaba —expuso Helena— en una casa lo bastante grande como para que diese la impresión de diferentes propiedades. Alas separadas, pero con zonas comunes donde Claudia y yo pudiéramos sentarnos a charlar cuando Quinto y tú no estuvierais.

—¡Si quieres quejarte de mí, querida, tendrás las estancias que necesites para hacerlo!

—Y bien, ¿qué te parece la idea?

—Me parece… —De golpe, me vino la inspiración—: Me parece que será mejor que no me comprometa a nada hasta que descubra a qué viene ese revuelo de gansos en el Capitolio.

—¡Pajarracos! —se mofó Helena.

La situación podría haberse vuelto muy embarazosa pero, en aquel mismo instante, uno de los esclavos de nuestro anfitrión anunció con nerviosismo —todos los esclavos se mostraban cohibidos ante nuestro grupo— que Helena tenía una visita. Nervioso, debido a las razones que he perfilado, pregunté con voz tensa de quién se trataba. El esclavo dio por sentado que yo era un severo cabeza de familia a quien le correspondía supervisar hasta el menor movimiento de su pobre esposa (¡qué risa!) y me dijo con gran timidez que era una mujer; una tal Eufrasia, esposa de Saturnino y figura importante en la vida social de Leptis. Helena Justina apoyó los pies limpiamente en el rodapié de un taburete, cruzó los brazos a la altura de la cintura y me dirigió una mirada mansa e inquisitiva. Con gesto grave, le di permiso para que aceptara la visita. Helena agradeció mi benevolencia con voz suave, mientras sus enormes ojos pardos emitían un destello de auténtica perversidad.

Abandoné la estancia en la que Helena estaba sentada y me oculté donde pudiera oír la conversación sin que me vieran.

LVI

—¡Qué alegría, querida amiga!

—¡Vaya inesperado privilegio!

—¡Qué sorpresa verte por aquí!

—Y tú, ¿cómo has sabido de mi estancia en la ciudad?

—Mi marido vio un mensaje garabateado en el mercado. En él se leía que Falco se alojaba en esta casa. ¿Sabías que mi marido y yo vivimos en esta ciudad?

—Bueno, debería haberlo sabido… ¡Qué maravilla! Hemos tenido un viaje terrible. Falco me ha arrastrado de un lugar a otro de África.

—¿Asuntos oficiales?

—¡Oh, Eufrasia, yo no hago preguntas!

Carraspeé mientras Helena insistía en fingirse una esposa oprimida, cansada y excluida. Si Eufrasia recordaba la cena a la que habíamos asistido, no podía llevarse a engaño.

—¿Tiene que ver con su trabajo en el censo?

La mujer insistía en aquel punto, por mucho desinterés que mostrase Helena.

Miré a hurtadillas por una rendija. Helena estaba de espaldas a mí, lo cual era una suerte porque así evitábamos el riesgo de que a alguno de los dos se nos escapara la risa. Eufrasia, que estaba espléndida con un vestido de brillantes franjas escarlata y púrpura (un ejemplo portentoso de trabajo con los ricos tintes sacados del molusco múrice), ocupaba una gran silla de caña. Tenía un aspecto relajado, aunque en sus hermosos ojos había una mirada penetrante que dejaba traslucir una tensión interior que me intrigaba. Me pregunté si la habría enviado Saturnino o si el bueno de su marido ignoraba que se había presentado en mi casa.

Helena mandó servir un refrigerio. Después ordenó que trajeran a la niña. Julia Junila se dejó pasar de mano en mano, se dejó besar, pellizcar y hacer cosquillas y estuvo encantada de que le enderezaran la pequeña túnica y que le despeinaran los finos mechones de cabello. Luego, cuando la dejaron en una alfombra en el suelo, hizo una demostración de valentía y energía y se dedicó a gatear y a jugar con sus muñecas. En lugar de berrear de disgusto, se limitó a emitir unos hipidos graciosísimos. Mi hija era un encanto. Y no lo digo yo.

—¡Qué encanto! ¿Cuánto tiempo tiene? —preguntó entre curiosa y zalamera Eufrasia.

—todavía no ha cumplido un año. —Sólo faltaban diez días para el cumpleaños de Julia; otra razón para intentar volver a casa lo antes posible y aplacar a sus dos abuelas, a las cuales se les caía la baba con la pequeña.

Other books

The Hollow Tree by Janet Lunn
The Plough and the Stars by Sean O'Casey
Consumed by Fox, Felicia
Sliding Into Second by Ella Jade
Holding The Line by Wood, Andrew
At the Break of Day by Margaret Graham
Dangerous Intentions by Lavelle, Dori