¡A los leones! (47 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

Rutilio tuvo que abandonar su asiento otra vez. Un desfile de estatuas de dioses locales, toscamente disfrazados bajo el nombre de otras divinidades romanas, anunció unas cuantas formalidades religiosas que se cumplimentaron con rapidez. Rutilio participó con la debida seriedad y abrió el gallo para que los arúspices inspeccionaran las entrañas. A continuación, con porte sereno y suma eficacia, proclamó que los auspicios eran favorables y que los rituales se habían cumplido debidamente. Con esto, los juegos podían empezar.

Rápidamente se aceleraron los preparativos para la ejecución del individuo detenido el día anterior, cuando blasfemaba contra los dioses. Ahora, un velo envolvía discretamente las estatuas sincretistas de Júpiter Amón, de Astarté y de Sadrapa, antiguas deidades orientales que, al parecer, se hacían pasar por variantes púnicas de Hércules, de Liber Pater y de Baco. Un enorme coro de abucheos se levantó entre el público cuando apareció el criminal, arrastrado por unos guardias. Proclamaron delitos cometidos por aquel infeliz, aunque sin la dignidad de mencionar el nombre de quien los había cometido. Se daba por sentado que nadie se molestaría en averiguar quién era aquel forastero blasfemo. El hombre, muy sucio, tenía la cabeza afeitada. La última noche en prisión había recibido una paliza, sin duda alguna, pues se dejaba llevar a rastras en brazos de sus captores, inconsciente a consecuencia de la paliza o borracho todavía. Quizás ambas cosas a la vez.

—El tipo no se entera de lo que sucede. Es un alivio.

Sin apenas fijarme en la figura encogida sobre sí misma, me volví hacia Helena para decirle algo. Mi compañera estaba sentada con los labios apretados, las manos juntas en el regazo y la mirada baja. Escuché el ruido traqueteante de una plataforma con ruedas bajas que era empujada al interior de la pista. La víctima, desnuda, estaba siendo atada a una estaca situada en la plataforma, con una protección hasta la altura de la espinilla en forma de frontal de carro de caballos. Cada movimiento provocaba una nueva oleada de abucheos irritados por parte de la multitud. Con un gesto tranquilizador, posé una mano sobre los puños apretados de Helena.

—Pronto habrá pasado todo —murmuró Rutilio, tranquilizándola como un cirujano al tiempo que mantenía la sonrisa de cara a la multitud.

Los ayudantes empujaron la plataforma al centro de la pista mediante largas varas. Salido nadie sabe de dónde, apareció en la pista un león. La fiera no necesitó que la azuzaran para correr hacia el hombre de la estaca. Helena cerró los ojos. De pronto, dio la impresión de que el animal titubeaba. Ante el rugido de la multitud, el prisionero volvió en sí, se espabiló, levantó la cabeza, vio al león y dio un grito. La voz histérica captó mi atención. Me sonaba asombrosamente familiar.

Una ráfaga de viento levantó el velo que cubría una de las estatuas e hizo que saliera volando. Los asistentes empujaron la carretilla más cerca del león y éste prestó más interés. Uno de los guardianes restalló el látigo. El preso alzó la vista a la estatua de Sadrapa y gritó en tono desafiante:

—¡Que os den por ahí, dioses cartagineses… y que le den también por ahí a ese jodido Aníbal, el Tuerto!

El león saltó sobre él.

Me puse de pie. Acababa de reconocer su voz, su entonación del Aventino, la forma de su cabeza, su estupidez, sus delirantes prejuicios, todo… sin poder hacer nada por él. No habría podido alcanzarlo a tiempo, de todos modos. Estaba demasiado lejos. No había forma de llegar hasta él. Una barrera de mármol de cuatro metros de altura, con las paredes lisas, impedía que los animales salvajes invadieran las gradas y que los espectadores pudieran saltar a la arena. Todo el público se puso de pie y prorrumpió en una cerrada ovación, proclamando a gritos su indignación contra el blasfemo y aprobando su condena. Segundos más tarde, el león despedazaba al infeliz mientras yo me hundía en mi asiento, con la cabeza entre las manos.

—¡Oh, santos dioses…! ¡Oh, no, no…!

—¿Falco?

—Es mi cuñado…

Famia acababa de morir.

LIX

Una sensación de culpabilidad y un temor invencible se adueñaron de mí inexorablemente mientras me abría paso hacia el espacio interior entre bastidores. Habían recuperado lo que quedaba del cadáver ensangrentado de Famia colgando todavía de la estaca, junto con la carretilla. El león, saciado de carne humana, había sido retirado con la eficacia habitual: mostrando las fauces rojas todavía, merodeando en su jaula, a punto para ser retirado a través del túnel. Después de una ejecución, las fieras eran retiradas de la vista del público a toda prisa. Oí que alguien se reía. El personal del anfiteatro estaba de buen humor.

Jadeante, presenté la petición familiar para hacerme cargo del cuerpo, aunque poco quedaría para su cremación en un funeral.

Rutilio me había advertido que fuera cuidadoso con lo que decía. Su cautela era innecesaria. El grito exacerbado de Famia todavía resonaba en mis oídos y haría lo que estaba obligado a hacer por los míos en casa, aunque era probable que nadie me lo agradeciera. No tenía ganas de agravar aún más el deshonor que ya había sufrido en aquel lugar.

¿Cómo podía explicar lo sucedido a Maya, mi hermana favorita, y a sus agradables y bien educados hijos: a Mario, que quería ser maestro de retórica; a Anco, el de las orejas grandes y la sonrisa tímida; a Rea, la niña divertida y bonita, y a la pequeña Cloelia, que nunca había visto a su padre tal como era y que le profesaba verdadera adoración? Ya sabía qué pensarían: lo mismo que yo. Que su padre había viajado hasta allí conmigo. Y que, sin mí, jamás habría dejado Roma. Aquello era culpa mía.

—Marco… —Camilo Justino estaba a mi lado en aquel momento—. ¿Puedo hacer algo?

—No mirar.

—Bien. —Sumamente sensible, como la mayor parte de su familia, Justino me asió del brazo y me alejó del lugar donde me había quedado clavado. Le oí hablar en voz baja con el encargado de aquel tinglado. Unas monedas cambiaron de mano. Helena o Claudia seguro que le habían dado una bolsa. Todo quedó arreglado. Los restos se enviarían a un encargado de pompas fúnebres y se haría lo que fuera preciso.

Lo que era preciso hacer se hubiera debido hacer mucho tiempo atrás. Alguien tenía que haber callado a Famia. Ni su esposa ni yo habíamos tenido tiempo ni ganas de hacerlo. Maya había dejado de intentarlo hacía mucho tiempo.

Ahora, aquella carga había dejado de existir, pero me quedaba la certeza de que la tragedia apenas acababa de empezar.

Quería marcharme.

Tenía que sacar de allí a Helena, pero abandonar los asientos de la presidencia era un gesto de descortesía. Dos de nosotros habíamos abandonado ya a Rutilio de forma ostensible. De conocer las circunstancias, el agrimensor oficial quizá no se sintiera demasiado disgustado, pero la plebe, sí. En Roma, mostrar desinterés por el costoso espectáculo sangriento de la arena provocaba la clase de impopularidad que incluso el emperador temía.

—Tenemos que volver, Marco. —Justino me habló con calma, sin alzar la voz, tal como se supone que hay que hacerlo a un hombre en pleno shock—. No es preciso que nos busquemos la crucifixión, si no es por cumplir nuestro deber diplomático…

—No necesito que me cuides.

—Ni me atrevería a sugerirlo. Pero le debemos a Rutilio cierto respeto por las apariencias.

—Rutilio lo condenó.

—Rutilio no tenía elección.

—Es verdad… —Yo sabía ser justo. Mi cuñado acababa de morir ante mis propios ojos, pero yo conocía las reglas del espectáculo: lanzar sonoros vítores y decir que él se lo había buscado—. Aunque Rutilio hubiera sabido que el tipo estaba emparentado conmigo, insultar a Aníbal en su provincia natal era intolerable. Blasfemar contra los dioses como había hecho él le habría valido una condena a recibir latigazos incluso en Roma—. No te preocupes. Volveré con cara de circunstancias, como quien ha tenido que salir corriendo por una urgencia.

—Tacto —asintió Quinto, y me acompañó con brazo firme hasta mi asiento—. Un rasgo maravilloso de la vida civil. ¡Dioses amados, ahora no permitáis que nadie se muestre amistoso y nos ofrezca probar sus hieles con miel…!

Aunque nos disponíamos a hacer lo que debíamos, nuestra reincorporación a la feliz multitud se retrasó. Cuando pasamos el final del túnel más próximo al anfiteatro, nos dimos cuenta de que había empezado la siguiente fase de los juegos. Limpia la arena ensangrentada y alisadas las roderas que había dejado el carro al ser arrastrado fuera de escena, se abrieron las enormes puertas y el desfile de gladiadores efectuó su entrada en la arena. Pasaron por delante de nosotros y nos sentimos atraídos a seguirlos hasta la gran entrada a través de la cual marchaban todos jubilosos.

Como siempre, era un espectáculo que combinaba el esplendor y el mal gusto. Bien alimentados, preparados y en un estado de forma envidiable, el grupo de hombretones que se dedicaban al combate como profesionales salió a escena y fue recibido con un tremendo rugido. Trompetas y cuernos llenaban con su estruendo el anfiteatro. Los combatientes llevaban la indumentaria ceremonial y todos lucían la capa militar griega, de color púrpura y bordados de oro. Embadurnados de aceite y luciendo los abultados músculos avanzaron según el orden del programa. Sus nombres fueron vitoreados por la multitud; ellos lo agradecían con arrogancia, levantando los brazos y volviéndose a un lado y a otro, animados por una efusión de júbilo.

Dieron una vuelta majestuosa para exhibirse ante todos los sectores del público. Los ayudaban sus lanistas, todos vestidos con túnicas blancas onduladas que lucían estrechas trenzas de colores en los hombros y empuñaban largos bastones. Entre ellos distinguí a Saturnino, que desfilaba entre los rugidos de los espectadores locales. Llegaron más ayudantes transportando bandejas en las que exhibían grandes bolsas con los jugosos premios en metálico. Los esclavos que barrían e igualaban la arena intentaron un desgarbado paso de la oca formando una fila mal compuesta, con sus herramientas al hombro como lanzas ceremoniales; otros guiaban los caballos que se emplearían en los combates montados, con las crines bien peinadas y los arneses relucientes con discos esmaltados. Finalmente, entró una figura espectral que representaba a Radamanto, el místico juez de los infiernos, ataviado con una ceñida túnica sombría, largas botas flexibles y una siniestra máscara de ave; a éste seguía su compañero de corazón duro, Hermes Psicopompo, el mensajero negro del caduceo serpenteante calentado al rojo, el hierro de marcar con el que azuzaba a los caídos para descubrir si estaban muertos de verdad, simplemente inconscientes o fingían.

Apelotonados en la entrada con un grupo de empleados del anfiteatro, Justino y yo vimos a Rutilio de pie, supervisando el sorteo de los grupos. Se enfrentaría a los combatientes de pareja experiencia, pero aún quedaba ajustar los enfrentamientos a cada nivel; era lo que se realizaba en aquel momento. Algún emparejamiento era muy popular y levantó vítores de entusiasmo; otros produjeron gruñidos ensordecedores. Finalmente, quedó establecido el programa y se presentaron al presidente las armas que se iban a utilizar formalmente. Rutilio se tomó su tiempo en inspeccionar las espadas. Esto mejoró aún más el ánimo de la multitud, pues era demostración de que el hombre sabía lo que se hacía. Rutilio, incluso, rechazó un par de ellas después de probar el filo.

Mientras se producían estas formalidades, los combatientes seguían exhibiéndose en la arena. Su calentamiento consistía en ejercicios musculares acompañados de numerosos gruñidos y flexiones de rodillas, junto a demostraciones de equilibrio y trucos de habilidad con jabalinas. Un par de ellos lanzaba el escudo a lo alto y lo recogía con gestos espectaculares. Todos hacían grandes aspavientos simulando fintas y contragolpes con armas de entrenamiento, algunos sumidos en una concentración total y otros fingiéndose mutuos ataques, representando enemistades reales o imaginarias. Unos cuantos aficionados ególatras de entre la multitud saltaron a la arena y se unieron a ellos con el deseo de sentirse importantes.

Una vez aprobadas las armas, los ayudantes las bajaron del palco de la presidencia para ser distribuidas. El calentamiento terminó. Sonaron de nuevo las trompetas. La comitiva se formó otra vez y todos los que no participaban en la primera serie se retiraron. Los gladiadores dieron la vuelta a la elipse entera una vez más y, en esta ocasión, ensordecieron al presidente con el grito tradicional: «¡Los que van a morir te saludan!».

Rutilio los saludó. Parecía cansado.

La mayoría de los gladiadores volvió a salir por la gran entrada y nos apartamos del paso a toda prisa. Aquellos eran hombres recios, de brazos musculosos, con los que era preferible no tener conflictos. Detrás de ellos, alguien lanzó el grito de llamada formal a la primera pareja:

—¡Acercaos!

El murmullo se fue apagando. Un tracio y un mirmillón con un casco galo se pusieron a dar vueltas en torno al rival con gesto precavido. La larga jornada de carnicería entre profesionales había empezado.

Justino y yo nos volvimos, todavía con la intención de recuperar nuestros asientos. Después, vimos a un hombre joven que corría a toda prisa para salir del túnel.

—Es el hijo de Hanno. Idíbal.

Me puse en acción como movido por un resorte y fui el primero en abordarlo y preguntarle qué sucedía. Idíbal parecía histérico.

—¡Es la tía Mirra! La han atacado…

El corazón me dio un vuelco. Empezaban a suceder cosas desagradables.

—¡Enséñanos! —le ordené. Y Justino y yo lo agarramos cada uno de un brazo y lo arrastramos hasta el lugar donde había encontrado herida a su tía.

LX

Pedimos a gritos la presencia de un médico pero, tan pronto como la examinamos, nos dimos cuenta de que Mirra estaba herida de muerte. Justino cruzó la mirada conmigo y sacudió discretamente la cabeza. Con el pretexto de dejar espacio al equipo médico, apartamos a Idíbal a un lado del túnel.

—¿Qué hacía aquí tu tía?

No recordaba haber visto a Mirra abandonar su asiento. La última vez que me fijé en ella estaba con Eufrasia y ofrecía el aspecto de cualquier matrona de clase elevada que tuviera que pasar allí el día, con un paquete de dátiles en la mano repleta de anillos y un gran pañuelo blanco cubriéndole el cabello lleno de pasadores y de rizos.

Volví la cabeza hacia donde yacía Mirra e Idíbal se echó a temblar. Habíamos encontrado a la mujer apoyada contra la pared del túnel cerca de la otra boca, en el extremo del estadio. No había emitido el menor quejido desde que llegamos hasta ella. La sangre empapaba sus ropas y se desparramaba ahora por el suelo cubierto de arena. Alguien le había rajado la garganta; Mirra advertiría el ataque e intentaría esquivarlo, pues también tenía las manos y los brazos llenos de cortes. Incluso mostraba la marca de una cuchillada en la mejilla. A juzgar por el largo reguero de sangre, había avanzado tambaleándose desde el estadio hasta allí, envolviendo el cuello herido con la estola azul marino en un intento de detener la hemorragia.

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