«Pregunta a Scilla quién mató realmente a ese león», le había dicho Eufrasia a Helena, ¡Por todos los dioses! Saturnino ya sabía lo que yo acababa de descubrir, claro que sí.
La propia Scilla había dicho que Rúmex estaba caduco, que todos sus combates estaban amañados. Ese hombre no se hubiera atrevido a enfrentarse a una fiera cuando Leónidas se soltó. Mientras devoraba a su amante, Scilla le habría gritado a Rúmex que hiciera que el león soltase su presa. Entonces, yo ya no tenía ninguna duda de ello, la propia Scilla cogió una lanza, siguió al león hasta el jardín y se la clavó.
Un breve toque de trompetas anunció a los presentes que iban a comenzar los ritos de la muerte. Quinto y yo caminamos nerviosos por la arena junto al cuerpo del esclavo.
Fidel estaba muerto. Quinto lo tocó ligeramente con el caduceó, consciente de que esa pequeña quemadura era innecesaria. Yo le golpeé sonoramente con el martillo, pidiendo su alma para el Hades. Seguimos a los esclavos cuando lo sacaron de la arena. Al parecer, como estos tres luchadores no eran profesionales, se les daba un trato más benigno que a los anteriores, a los que habían sacado a rastras. Sentí un secreto orgullo porque, bajo mis auspicios como juez de los infiernos, las cosas se hacían de una manera más civilizada.
Tan pronto como vimos desaparecer el cuerpo, volvimos la vista a la arena. Yo tenía un sabor amargo en la boca, intensificado por la conducta despiadada que Scilla había demostrado. Eso era más que una venganza; aquella mujer no tenía sentido de la medida ni de la vergüenza.
Con una seña, Justino indicó a los protagonistas que comenzaran de nuevo. Scilla ya estaba sufriendo un ataque. Mientras se estaba acicalando para el público, Romano, quienquiera que fuese, tuvo la inteligencia de interponerse para que no se acercara a recoger su escudo que todavía estaba enredado en la red. Vi que le daba una rápida patada para alejarlo aún más en dirección a la barrera. Estaba en guardia, bien situado, con la cabeza erguida, los ojos indudablemente alerta bajo la rejilla del casco, la punta de la espada a la altura correcta y la gran coraza cubriéndole el cuerpo. Una postura de libro de texto. O al menos intentándolo de veras.
Scilla encogió los hombros y se agachó. Esta nueva situación le planteaba un desafío mucho más grande del que había supuesto Fidel, pero se la veía impaciente y en absoluto asustada.
Como su campeón había muerto, Hanno se retiró ligeramente. Me pregunté qué estaría pensando. ¿Sabía ya lo que Scilla había planeado? Calíopo se había adelantado para animar a Romano, que hacía caso omiso del lanista.
Entre el público, el ambiente se caldeó poco a poco. Se oyeron cánticos de seguidores de uno y otro bando y mucha gente se puso de pie, enloquecida al ver el espectáculo de un hombre luchando contra una mujer. El muro de ruido era casi físico.
Los dos gladiadores intercambiaron unas cuantas fintas. Todo muy programado: parecían dos aprendices en su primera lección, practicando a las órdenes del entrenador. La espada de Scilla se movía rápida y llegó a golpear varias veces el escudo de su contrincante. Él paraba los golpes con eficacia, manteniendo su terreno. De repente, Scilla se abalanzó contra él y ejecutó un asombroso salto mortal. Con su peso de mujer y una armadura tan liviana podía hacer unas acrobacias que no solían verse entre los gladiadores. Tocó tierra más allá de Romano y recuperó su escudo, tirando de él con una mano para desengancharlo de la red en que Fidel lo había prendido.
Se volvió rápida como el rayo y persiguió a Romano con el clásico estilo tracio, sosteniendo horizontalmente el pequeño escudo a la altura de la barbilla, y la espada en forma de hoz al lado de la cadera. Avanzaba, se movía hacia adelante y hacia atrás. Intentaba desconcertar a su enemigo con las sacudidas de su coraza. Saturnino demostraba, de verdad o con fingimiento, un verdadero orgullo y entusiasmo por ser su lanista y gritaba excitado. La multitud voceaba enloquecida.
Romano se defendió con cierta habilidad, aunque yo no tenía muchas esperanzas puestas en él. La chica seguía un impulso fiero y no sólo estaba deseosa de vengar la muerte de Pomponio, sino que lo que quería era hacer una demostración de su valentía como mujer. No me parecía que hubiera quedado satisfecha con la muerte de Fidel, que era esclavo de otra persona. Me pregunté si en su enfrentamiento con Romano había también algún motivo personal.
¿Quién era ese tal Romano? ¿Lo conocía Scilla? Si era su agente, el que había atraído a Calíopo hasta allí desde Oea, ¿cómo entender que hubiese terminado siendo el sacrificado de éste? ¿Se vengaba Calíopo de él por el asunto de las citaciones judiciales para denunciar a Saturnino? ¿Había encarcelado al mensajero y había utilizado amenazas para que combatiese en la arena ese día?
Tuve la desagradable sensación de que sabía por qué «Romano» estaba allí luchando. Sentí incluso que debía encontrar una manera de sacarlo de ese apuro, pero no tenía ninguna.
El combate duraba mucho más de lo que yo había previsto. Scilla tenía una herida en la pantorrilla. Sangraba abundantemente. También debía de dolerle mucho, pero ella aparentaba no sentirlo. En esos instantes Romano se sentía crecido. No era posible ver su expresión, oculta tras la sólida protección del casco, pero se la veía moverse más deprisa. Scilla parecía tener una energía sin límites. Él llevaba más peso en los brazos y el calor debía afectarle mucho. En un momento determinado se separaron y Romano recuperó el aliento. Vi que sacudía la cabeza, como un nadador al que le hubiera entrado agua en las orejas. Si dentro del casco la frente se le llenaba de sudor, éste lo cegaría.
En él había algo que me parecía cada vez más familiar.
Reanudaron el combate, un duro y furioso intercambio de golpes. Romano demostraba una gran fortaleza pero no se le veía capaz de mantenerla mucho rato. Scilla tenía más técnica y experiencia. El público calló, atenazado por el terror. De repente, Romano se tambaleó. Había resbalado y cayó de espaldas. Debió haberse torcido la pierna, ya que no podía incorporarse. Consiguió por fin apoyarse con una sola mano y el codo doblado. Scilla soltó un agudo grito de triunfo. Se acercó, le puso un pie encima y se volvió hacia la multitud con los brazos levantados y la espada preparada. Estaba a punto de asestar otro golpe mortal.
El público rugía. Calíopo corrió hacia su hombre. Scilla tenía los ojos clavados en las gradas, donde una multitud enardecida gritaba a pleno pulmón. Con un golpe furioso, la mujer clavó la espada. Sin mirar dónde, o al menos eso pareció. Un hombre dio un grito y exhaló su espíritu, pero no era Romano, era Calíopo.
Como cuando mató a Fidel, Scilla saltó hacia atrás, alzando la espada en señal de victoria. Le daba lo mismo haber matado a uno que a otro. Vi que Saturnino se movía. Sabía que él sería su próximo objetivo.
—¡Esto ha sido deliberado! —me dijo Justino, atónito.
Los gritos del público eran ensordecedores. Mientras la mujer se alejaba triunfante, Romano nos asombró a todos. En un abrir y cerrar de ojos, se puso de pie.
Había hecho un movimiento que yo conocía. Glauco lo llamaba «el engaño del entrenador». Lo hizo una vez con un alumno engreído que estaba seguro de haberlo ganado en un combate de entrenamiento. Glauco esperó a que el discípulo se hubiera alejado y luego saltó sobre él, le pasó un brazo por el cuello y le puso la punta de la espada en la garganta.
Eso fue exactamente lo que hizo Romano. La única diferencia fue que éste no llevaba una espada de madera. Clavó la suya profundamente y casi le cortó el cuello.
Romano la dejó en el suelo y luego retrocedió. Había sangre por todas partes.
Avancé por la arena a grandes pasos con Quinto pisándome los talones. Con frialdad médica, reclamamos a Calíopo para el Hades y luego repetimos el procedimiento con la chica.
Tenía que haber terminado todo. Con Scilla muerta, su petición de compensación dejaba de tener sentido; pero, pese al implacable espectáculo de muertes que se les había ofrecido, los asistentes querían más. Por un lado, las grandes apuestas del día debían estar todas a favor de los tres principiantes que habían muerto; por otro, la rivalidad entre aficionados de las tres ciudades se había convertido en gritos de insulto. El ruido era terrible y ensordecedor.
Saturnino, el ceñudo lanista profesional, no dudó ni un instante: levantó un brazo con la mano extendida. La multitud empezó a patear y a gritar al unísono. Saturnino cogió la larga estaca que había utilizado en su rol profesional, la blandió y luego la rompió. Después, se pasó por la cabeza la túnica blanca de uniforme que todos los lanistas llevaban en la arena. Luego hizo una seña a Romano como para decirle que no se moviese de donde estaba. Fue un gesto sencillo, iba a ponerse manos a la obra: Saturnino quería enfrentarse a Romano y ofrecer al público una última emoción.
Al oír un aplauso renovado y más entusiasta, Saturnino fue por las armas. De los tres lanistas, era el que tenía una experiencia más directa, era un ex gladiador profesional que había sobrevivido para ganarse la libertad. Allí, además, era el héroe local, el favorito de la mayor parte de espectadores. Romano no tenía ninguna opción.
El público volvió a sentarse en medio de un fuerte murmullo de aprobación. Mientras Saturnino cogía las armas, tenía que producirse un breve interludio no programado. Justino y yo nos dimos un paseo por la arena mientras se llevaban los últimos cadáveres.
—Limpiad el suelo —grité, llamando a los esclavos que rastrillaban la arena. Esto no era competencia del picudo Radamanto, pero, como siempre, una orden dada con autoridad obtuvo buenos resultados.
Los oficiales habían rodeado a Romano y le daban una cantimplora con agua.
Primero me acerqué a Hanno, seguido por Quinto. Hanno se encontraba alejado, ya que no se requería su presencia activa en el espectáculo, porque Fidel había muerto, aunque formalmente todavía formaba parte de él.
—Soy Didio Falco. Me pareció que Hanno reconocía mi voz pese a la máscara de pájaro, aunque no se le alteró un músculo del rostro. Luego me dirigí a Quinto y le dije—: Hazme de traductor, Hermes. Dile que sé que se confabuló con Scilla para amañar este combate. Si ahora Romano mata a Saturnino, los deseos de su corazón se verán cumplidos.
Mientras Quinto le hablaba, Hanno puso cara de preocupación; pero respondió y el chico me tradujo lo que decía:
—Lo único que he hecho ha sido poner en práctica una idea, aquí y allí.
—Sí, claro. Nada ilegal.
—Si otra gente hace el trabajo, allá cada uno con su conciencia.
—Te ha llegado la hora de aprender latín. De ahora en adelante irás a Roma con mucha más frecuencia.
—¿Por qué piensas eso?
—Cuando se inaugure el nuevo anfiteatro.
—Sí —convino Hanno con una sonrisa—. Es muy posible.
Me molestó su complacencia. Quinto seguía traduciendo puntualmente, pero yo cambié de táctica.
—¿Sabes por qué tu hermana quería ver muerto a Fidel?
—Porque me robó a mi hijo.
—No. Díselo, Quinto. Mirra hizo que Fidel matara a Rúmex. Lo que está muy claro es que antes de que lo trajeran aquí para matarlo, Fidel también se cargó a Mirra.
Quinto tradujo mis palabras al cartaginés y luego no fue necesario que tradujera la reacción de Hanno. Se había quedado verdaderamente atónito. Miró a Quinto como para saber si lo que había dicho era creíble y luego se marchó de la arena.
Sí, pensé. Cuando se inaugurara el nuevo anfiteatro, el comerciante de Sabrata todavía estaría limpio financieramente hablando, pero aquel día su carrera se había detenido un momento. Eso sólo podía ser beneficioso para él y su hijo.
Se oyó un murmullo de expectación. Saturnino debía estar regresando a la arena.
El tiempo se agotaba. Romano se encontraba solo y, cuando me acerqué, gritó con voz desesperada:
—Falco, soy yo. —Era una voz salida de mis pesadillas—. ¡Soy yo, Falco!
—Hijo de puta —respondí sin sorprenderme—. ¿Cómo conseguiste que Glauco te aceptara en el gimnasio? Si hay una persona a la que no quiero ver en mis baños es a ti, Anácrites.
El hombre que barría las últimas marcas de la arena se movió a nuestro alrededor. Tras los ojos de búho de su casco vi los ojos grises de Anácrites.
—¿No vas a preguntarme qué estoy haciendo aquí?
—Me lo imagino —respondí furioso—. Cuando me marché de Roma, decidiste que querías resolver mi caso, es decir, el caso que íbamos a abandonar. Scilla se puso en contacto contigo. Supongo que, de entrada, tú le dijiste que no y por eso vino a Cirene a contratarme a mí. Viniste a la Tripolitania por voluntad propia.
—Falco, tú y yo somos socios.
—A mí ya me había contratado esa mujer y tú intentaste competir conmigo —dije, asqueado—. Volviste a encontrarte con Scilla en Leptis, la ayudaste a traer aquí a Calíopo y ahora la has matado. Eso no ha sido nada sensato, no podrá pagarte la factura. Y aun así, has terminado luchando, imbécil.
—Calíopo me reconoció pese al disfraz. Me tendió una trampa y me encerró. Dijo que podía matarme directamente y tirarme a una alcantarilla o que podía luchar hoy y tener una última oportunidad. ¿Cómo voy a salir de ésta, Falco?
—Es demasiado tarde, idiota. Cuando te trajeron a la arena, tenías que haber apelado a Rutilio. Eres un hombre libre, arrojado al circo en contra de tu voluntad. ¿Por qué lo aceptaste?
—Scilla me había dicho que iba a luchar por Saturnino. Pensé que quería matarlo y que también quería cargarse a Calíopo. Creí que, si yo estaba aquí, tal vez podría intervenir, Falco —dijo Anácrites en tono quejumbroso—. Pensé que eso era lo que habrías hecho tu.
¡Por todos los dioses! Aquel demente quería ponerse en mi lugar.
La multitud ardía en ganas de ver el último combate. Yo no tenía manera de rescatar a Anácrites aunque quisiera.
—No puedo ayudarte —le dije—. Eres tú contra Saturnino y, si intentas retirarte, en Leptis Magna habrá un gran alboroto.
—Bueno. He disfrutado mucho trabajando como socio tuyo —replicó el hijo de puta con valentía.
—Tendrías que confiar en el viejo dicho: todos los combates están amañados —le dije en tono de guasa.
—Y el árbitro es ciego.
Empecé a alejarme de él. Quinto me siguió. Di dos pasos y luego me volví y le dije:
—Si te hieren, haz lo mismo que el perro amaestrado de Talía: quédate quieto y finge que estás muerto.