¡A los leones! (45 page)

Read ¡A los leones! Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

—Es una muñeca… ¡Y tan inteligente…!

—En esto sale a su padre —dijo Helena, quien debía de saber que yo estaría escuchando. Casi esperaba que seguiría con unos cuantos insultos en broma, pero probablemente estaba ocupada en averiguar la razón de la visita de Eufrasia.

—¿Y qué tal está nuestro querido Falco?

—Los pocos momentos en que llego a verlo, parece estar como siempre: enfrascado en sus casos y en sus planes. ¡Como de costumbre, chica! —Incluso desde mi escondite me pareció ver que Eufrasia entrecerraba los ojos. Helena estaba lo bastante cerca como para que, más tarde, pudiera confirmarme este extremo—. ¿Y cómo estáis tu marido y tú, Eufrasia?

—¡Oh!, aquí, mucho más felices. Ya sabes que tuvimos que escapar de Roma. Tanta competencia y tanta doblez empezaban a atosigarnos. —Aquel comentario debía de referirse también, sin duda, a los efectos secundarios domésticos del lío de Eufrasia con Rúmex—. La atmósfera de las provincias es mucho más agradable; ahora podemos quedarnos aquí permanentemente…

Helena estaba sentada cómodamente en una silla parecida a la de su visitante. Distinguí uno de sus brazos desnudos, que colgaba relajado del reposabrazos. La visión de sus suaves curvas, que me resultaban tan familiares, me erizó el vello de la nuca mientras yo pensaba en recorrer su piel con la yema del dedo de aquella manera que la hacía estremecerse y…

—¿Y tu esposo puede ocuparse del negocio desde la Tripolitania?

—Sí, desde luego. Aunque, de todos modos, yo querría que se jubilase. —Las mujeres siempre dicen lo mismo, aunque no muchas están dispuestas a soportar limitaciones en el gobierno de la casa—. Ya ha hecho suficiente. Así pues, ¿qué trae a Falco a Leptis Magna?

Helena, finalmente, se apiadó de ella:

—Trabaja para un cliente privado.

—¿Alguien que yo conozca?

—Bah, no es nada emocionante. Un mero encargo de una mujer que necesita ayuda para presentar una querella, creo.

—Pues habéis hecho un largo viaje para tan poca cosa.

—Ya estábamos aquí por razones familiares —replicó Helena con tono tranquilizador. Pero Eufrasia hizo caso omiso del comentario.

—Estoy fascinada… ¿Y cómo ha encontrado tu marido a esa clienta, en una provincia que no es la suya? ¿Acaso ha puesto anuncios?

—En absoluto. —Helena mantuvo una calma absoluta, en marcado contraste con la manifiesta inquietud de la otra mujer—. Estábamos de vacaciones y fue la mujer quien nos encontró. Al parecer; había oído hablar de Falco durante una estancia en Roma.

Eufrasia no pudo soportar por más tiempo el suspense y formuló su pregunta sin ambages:

—No estará trabajando para esa mujer con la que se había liado Pomponio Urtica, ¿verdad?

—¿Te refieres a Scilla? —preguntó Helena con aire inocente.

—Sé de buena tinta que esa Scilla quiere causar problemas —respondió Eufrasia. Se echó ligeramente hacia atrás en el asiento y adoptó de nuevo una actitud un poco más relajada—. Ha estado acosando a mi marido y supongo que ha hecho otro tanto con Calíopo. Sabemos que éste se encuentra en Leptis —continuó, esta vez con un deje amargo en la voz—. Su esposa, tengo entendido, tiene mucho de qué responder.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Helena con perplejidad contenida. Hasta donde sabíamos, lo único que había hecho Artemisa era consentir en casarse con Calíopo, un hombre que consideraba que ser rico significaba poseer un lote completo de cada cosa, incluida una amante llamada Sacarina que vivía en la calle Boreal. El tono acusador de Eufrasia parecía fuera de lugar. Pero, claro, Helena y yo ya sabíamos que Artemisa era joven y hermosa, lo cual resulta imperdonable para muchas mujeres.

—¡Bah, no te preocupes por ella! —exclamó Eufrasia con un gesto despectivo—. Si Artemisa se atreve a cualquier cosa, mira lo que te digo: Calíopo la meterá en vereda a base de golpes, puedes estar segura… —Se inclinó hacia delante y añadió con gesto hosco—: La que intenta provocar problemas serios es Scilla. Ella es el mal bicho que se debe vigilar.

—Pues a mí me cayó muy bien —comentó Helena, resistiéndose a condenar a la novia del pretor muerto.

—Eres demasiado tolerante. Scilla pretende forzar una confrontación con mi marido y con Calíopo, y estamos seguros de que ha convencido a ese hombre tan desagradable de Hanno, para que la apoye.

—Pasó por una experiencia terrible cuando el león atacó a su amante —replicó Helena con calma—. Estoy segura de que no fue culpa de ella, ni creo que fuera idea suya el que se celebrara una sesión de circo privada en su honor. Parece que fue idea de su novio; ella estaba en contra. El hombre cometió un error de cálculo, un típico fallo masculino. Para Scilla resulta muy triste que Pomponio muriese de aquella manera.

—Parece que sabes mucho de ella, ¿no? —inquirió Eufrasia con suspicacia mal disimulada.

—Ella me abordó a mi primero. Falco estaba ausente, de viaje con mi hermano; así que, de algún modo, yo le hice el primer examen. Como digo, me compadecí de ella. Es justo que ahora tenga una compensación por su pérdida.

Se produjo un corto silencio. Luego, Eufrasia exclamó con voz ronca y tensa:

—¡Yo también estaba allí, por supuesto!

—¿Dónde, Eufrasia?

Helena no captó de pronto a qué se refería, pero advertí que mi novia no tardaba en recordar lo que Secundino me había dicho: que los cuatro comensales de la cena en la que iba a tener lugar el espectáculo privado habían sido Pomponio, Scilla, el propio lanista… y su esposa. Ya era hora de pedir a Eufrasia que nos ofreciera su versión de lo sucedido.

—En casa de Pomponio. Cuando el león se escapó.

—¿Viste lo que sucedió? —preguntó Helena como quien no quiere la cosa.

—Sí. Pero no debo decir nada más; mi marido se pondría hecho una furia. Nos comprometimos a no contar nada. Así lo quiso Pomponio.

—No lo entiendo.

—Para protegerla a ella, naturalmente. A Scilla, me refiero. Pomponio era leal, eso hay que reconocérselo. Cuando comprendió que estaba muriéndose, insistió más que nunca. ¡Scilla ya tenía suficiente fama en Roma sin que toda la ciudad supiera del incidente del león!

—Bueno, Pomponio ya ha muerto…

—¡El muy estúpido! —soltó Eufrasia—. No me preguntes más al respecto —repitió—. Pero Scilla podría contártelo. Antes de que empieces a sentir lástima por esa mujerzuela, Helena Justina, deberías hacerle reconocer la verdad. ¡Pregúntale quién realmente mató al león!

La mujer se puso de pie. Al hacerlo, sobresaltó a un pequeño bicho dorado que se alejó a toda prisa, a lo largo de un zócalo próximo, hacia donde la niña estaba sentada, en el suelo, examinándose sus piececitos rosados.

—¿Qué es eso? ¿Un ratón? —exclamó Helena.

—No; un escorpión.

Entré en la estancia como si fuera un marido que volvía a casa después de pasar una mañana en el muelle. Siguiendo con la pantomima, dejé que mi rostro expresase diversas emociones: sorpresa al ver a Eufrasia, alarma ante la palidez de las facciones de Helena y una rápida reacción a la emergencia.

Recogí del suelo a la pequeña y la puse en manos de su madre; después, aparté a mi mujer, pasé ante Eufrasia, cogí un jarrón y lo dejé caer sobre el alacrán. Helena, rígida del susto, había cerrado los ojos.

—En cierta ocasión Helena sufrió una picadura terrible de uno de esos bichos —expliqué secamente.

Conduje a las mujeres fuera de la estancia y volví dentro para enfrentarme a la escurridiza criatura. Cuando terminé de hacer pedazos al alacrán, tomándome la venganza por mi mano por lo que hizo otro congénere suyo a mi adorada compañera, me quedé en cuclillas un momento, a solas, recordando la ocasión en que Helena estuvo a punto de morir.

Salí en su busca. Mientras las abrazaba a ella y a la niña, acariciándolas y tranquilizándolas, yo temblaba como una hoja.

—Ya estoy bien, Marco.

—Nos vamos a casa.

—No, no; ya ha pasado.

Cuando nos tranquilizamos, caímos en la cuenta de que Eufrasia había aprovechado el momento de pánico para evitar preguntas embarazosas y se había marchado.

No pudimos preguntar a mi clienta a qué se había referido Eufrasia, porque Scilla seguía sin aparecer todavía.

Y entonces, al día siguiente, como caída del cielo, me llegó una nota de la escurridiza Scilla. La carta apareció por la mañana ante la puerta de la mansión, de modo que no había ningún mensajero a quien interrogar. Al parecer, Scilla se hallaba ahora en Leptis, aunque, como de costumbre, se mostró reacia a facilitar su dirección.

En la nota confesaba sin tapujos que a su llegada a la ciudad (de esto ya debía de hacer algún tiempo), como no me encontró por ninguna parte, contrató a otro. No se refería concretamente a Romano, pero supuse que se trataba de él. El nuevo intermediario se las había arreglado para contactar con los dos lanistas en nombre de la clienta y ya había algunos planes para establecer un acuerdo. Scilla me decía que podía enviar a la casa de Pomponio Urtica, en Roma, la minuta para cubrir los gastos que hubiese tenido hasta el momento. Mis servicios ya no eran necesarios.

Pagado y despedido, ¿eh?

Yo, no, Scilla. Mis clientes siempre andaban arrepintiéndose y echándose atrás de sus compromisos; eran los achaques de la profesión. El fango que removían solía sorprenderlos y hacía que se lo pensaran mejor. Y una vez que habían perdido el ímpetu inicial, no merecía la pena en insistir y presionarlos.

De igual modo, una vez que un caso atraía mi interés, nunca me permitía abandonarlo a medias. Dejaría de trabajar cuando yo quisiera. Es decir, cuando hubiera satisfecho mi curiosidad.

LVII

La noche antes de los juegos, Rutilio y yo dimos un tranquilo paseo hasta el anfiteatro.

Cruzamos el río por el puerto y luego recorrimos la playa, combinando la escalada del acantilado y el fatigoso avance por la arena blanda en la que se hundían los pies.

—Un terreno difícil —se quejó Rutilio mientras se daba masajes en los músculos de las pantorrillas—. Dispondré el transporte para mañana. ¿Helena querrá venir?

Recogí del suelo un fragmento de una pluma de sepia.

—Sí, señor. Dice que tiene miedo de que termine en la arena del circo, como luchador.

—¿Y cabe esa posibilidad? —preguntó Rutilio con perplejidad.

—No soy tan estúpido. —Jugar a gladiadores significaba un oprobio permanente; incluso estaba penado legalmente.

Se preveía que los tres lanistas asistieran a los juegos. Yo, por mi parte, esperaba un arreglo de cuentas de alguna clase. Helena Justina conocía mis expectativas. No tenía objeto intentar ocultárselas, pues era demasiado sensible como para no darse cuenta. Estaba preparado para cualquier emergencia. Y Helena, también.

—El trabajo en que estás ocupado, ¿puede ser peligroso? —preguntó Rutilio—. Si es así, ¿puedo preguntar qué puede esperarnos mañana?

—No lo sé, señor. Nada, quizá.

Quizá. Pero no era el único en sospechar que se preparaba una crisis; aquel paseo para reconocer la disposición del puerto había sido idea suya. Aparentaba tranquilidad pero supuse que Rutilio Gálico, enviado especial de Vespasiano, estaba tan tenso como yo.

Y tenía sus propias razones. Había establecido las lindes entre las tierras de Leptis y las de Oea y se disponía a anunciar los resultados.

—Sólo soy el último de una larga tradición de estúpidos —me dijo mientras nos acercábamos al estadio, que era el primer edificio con el que topamos—. Las fronteras han sido objeto de agrias disputas durante largo tiempo. Hubo un caso famoso en el que se enfrentaban Cartago y la Cirenaica. Se pactó que dos parejas de hermanos emprendieran simultáneamente sendas carreras desde Leptis y desde Cirene. Allí donde se encontraran, se trazaría la nueva frontera; por desgracia, los griegos de Cirene acusaron a los dos hermanos de haber hecho trampas. Para demostrar su inocencia, éstos pidieron ser enterrados vivos.

—¡Por el Olimpo! ¿Eso sucedió de verdad?

—Sí. Hoy día todavía existe un viejo arco conmemorativo sobre la carretera. También yo, Falco, he sentido que ese mismo destino fatal me tendía una emboscada.

—Roma, señor, aplaudirá vuestro sacrificio.

—¡Ah, bien! Esto hará que merezca la pena…

Rutilio me caía bien. Los hombres que escogía Vespasiano para establecer orden en el imperio tenían un carácter serio, práctico y realista. Se dedicaban a su trabajo con justicia y rapidez y no se dejaban llevar por su incipiente impopularidad.

—Es una buena provincia —dijo—. No soy el primero que viaja al África Proconsular y se queda encantado de ella. Este lugar atrae una profunda lealtad.

—Es el Mediterráneo. Gente cálida, abierta y alegre. Una tierra exótica pero que, al mismo tiempo, evoca la propia.

—Necesita un buen gobierno —exclamó Rutilio.

—Helena está recopilando una serie de recomendaciones que desea presentar al emperador.

—¿De veras? ¿Él te pidió que lo hicieras? —De nuevo Rutilio se mostró sorprendido ante aquella sugerencia.

—No me lo pidió —respondí con una sonrisa forzada—. Pero eso no va a impedir a Helena Justina asegurar que sí lo hizo. Helena se dedica a inspeccionar la Cirenaica, donde hemos estado al principio. Lo ha catalogado todo, desde la restauración del anfiteatro de Apolonia hasta la reconstrucción del templo del foro de Sabrata que resultó afectado por un temblor de tierra. A Helena le gusta ser minuciosa. También ha seguido de cerca el negocio del circo y los luchadores. Helena considera que, cuando el nuevo anfiteatro Flavio abra las puertas, todo deberá quedar bajo el control del Estado: desde el entrenamiento de gladiadores hasta la importación de las fieras. Las legiones deberían supervisar la captura de los animales salvajes en la provincia, de cuyo control se ocuparían agentes imperiales.

Casualmente sabía que Helena había tenido la maravillosa idea de sugerir que sería conveniente nombrar a Anácrites para presentar los documentos en los que se planteara la nueva política. Sería un trabajo que le llevaría diez años y que, desde luego, lo mantendría alejado de mi.

—¿Es eso todo? —preguntó Rutilio, amable y respetuoso.

—No, señor. Para rematar el cuadro, recomienda que se admitan en el Senado a los jefes de África, como ya ha sucedido con los de otras provincias.

—¡Por los venerables dioses! Todo lo que dices está muy bien, ¿pero en serio esperas que Vespasiano acepte la propuesta de una mujer?

Other books

Daniel Martin by John Fowles
Why Leaders Lie by Mearsheimer, John J.
What They Always Tell Us by Martin Wilson
Between Dusk and Dawn by Lynn Emery
Tomorrow's Treasure by Linda Lee Chaikin
Heritage of Flight by Susan Shwartz