¡A los leones! (21 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

Noté la presencia de alguien a mi espalda. Me di media vuelta y vi a Calíopo. Debía de haber llegado para pasar el día. Aún cubierto con el manto de calle, me apartó de un empujón, levantó la cabeza del animal, la dejó caer y masculló un juramento. Buxo mantuvo la mirada gacha, con aire cohibido.

—¡Ese desgraciado! —Calíopo debía de referirse a Saturnino. Furioso, dio la impresión de que no le importaba que le oyese. Entró en la sala de exhibición de las fieras; inmediatamente, Buxo se incorporó de un brinco y fue tras él. Los bestiarios se mantuvieron a distancia pero yo eché a andar apresuradamente tras los pasos del cuidador.

—Es el grano, creo —le oí decir a Buxo en voz baja—. La nueva remesa. Fue allí donde vi al animal mientras comía. Cuando conseguí ahuyentarle al muy estúpido, ya era tarde. El saco se rompió cuando lo entregaron y…

Calíopo lo apartó de un empujón, pasó ante las jaulas hecho una furia y avanzó hasta la segunda zona. Borago, el oso, gruñó ante el alboroto y lo mismo hizo Draco, el nuevo león que ocupaba la jaula en la que había muerto su predecesor. El felino recorría la jaula de punta a punta, pero parecía más tranquilo, calmado sin duda con unos cuantos cortes escogidos de Leónidas.

La segunda sala con la piscina del león marino y la percha del águila estaba vacía, ahora que Draco había sido trasladado a las jaulas principales. Más allá se abría un corto pasillo que conducía a un almacén, donde había un modesto recipiente de grano con una tapa de madera y delante de él, en el suelo, un saco de cáñamo. Una de las costuras se había reventado y se había derramado el grano por el suelo. Calíopo echó una ojeada a la escena y agarró un cazo. Cogió una buena cantidad de grano del saco roto y pasó de nuevo ante nosotros, abriéndose paso. Buxo y yo salimos a paso ligero detrás de él, como niños que jugaran al escondite. Ya en el patio, Calíopo extendió el grano en un rincón; luego, silbó con un silbido suave y prolongado.

—¡Fijaos en las palomas! —ordenó. Sin dirigir una palabra más a Buxo, se encaminó a su oficina. Era como si yo fuese invisible.

Buxo alzó la mirada al tejado, donde siempre se posaba un molesto grupito de palomas entecas. Luego, se puso en cuclillas a la sombra del edificio para ver si algún ejemplar de aquella plaga voladora descendía y se suicidaba. Me acerqué a él sin soltar a
Nux
, por su propia seguridad.

—¿Cuándo se entregó el saco?

Hacía más bien poco tiempo. Aquel lugar estaba bien llevado. Normalmente, el grano desparramado habría sido recogido al poco de suceder el desaguisado.

—Esta mañana —consintió en informarme Buxo con voz doliente.

A mi llegada, había visto que descargaban un carro.

—¿Hace media hora? —inquirí. Él asintió—. Entonces, no hay muchas probabilidades de que se manipulara el grano aquí, ¿verdad? ¿De dónde procede el suministro?

Buxo se mostró reticente.

—De eso no sé nada. Tendrás que preguntar al jefe.

—¿Pero tenéis un acuerdo regular? —Buxo seguía precavido, pero dijo que sí—. ¿Y con qué frecuencia se producen las entregas?

—Cada semana.

Allí, en cuclillas y con la cabeza entre las manos, Buxo era un buen ejemplo del hombre deprimido o un indicio clarísimo de que yo siguiera adelante.

Volví al cobertizo de las fieras y eché otra ojeada al saco de grano. Del punto donde había reventado colgaban dos largos cabos del cordel con que venía atado. Las puntas parecían cortadas con un corte limpio, no por efecto del roce. Aquello era obra de alguien, evidentemente. Levanté una punta del saco y miré la parte inferior. Las abreviaturas del sello revelaban que procedía del Proconsulado Áfricano, que era desde hacía algún tiempo el granero del imperio. Me disponía a dejar las cosas así pero, por suerte, se me ocurrió levantar la otra punta también. Llevaba marcado en rojo la leyenda Horrea Galbana, que debía de ser el almacén donde se había guardado en Roma, junto a un extraño sello que decía ARX: ANS.
Nux
luchaba por alcanzar el grano derramado, de modo que la sujeté con más fuerza y le permití lamerme el cuello mientras intentaba descifrar la nota abreviada. Parecía una dirección, y no era la de aquel lugar.

De regreso a la oficina, no hacía más que rondarme por la cabeza a qué podía deberse todo aquello.

—Calíopo, ¿acierto al suponer que sospechas que el grano ha sido envenenado por Saturnino como parte de vuestra disputa?

—No tengo nada que responder —dijo Calíopo con frialdad.

—Pues deberías tenerlo —comentó Anácrites. Por lo menos podría confiar en que mi socio me respaldaría si me veía obligado a molestar a alguien más.

—¿Quién te suministra el grano? —inquirí con un graznido, pues mi garganta dolorida se quebró.

—Pues… uno de los grandes graneros. Tendré que mirar la lista de pedidos y proveedores…

—No te molestes —lo interrumpí con voz ronca—. Creo que descubrirás que procede del granero de los Galba.

A juzgar por su gesto ceñudo, había conseguido molestar al propio Calíopo. Y si aquel ARX: ANS significaba lo que sospechaba, sabia exactamente por qué.

Advertí de ello a Anácrites. Para sorpresa mía, no dijo nada y se limitó a levantarse del taburete, recoger el equipo y decirle a Calíopo que ya habíamos terminado y que recibiría noticias, bien nuestras o bien de la oficina de los censores, en su debido momento. Mientras descendíamos apresuradamente la escalinata exterior, esta vez con
Nux
retozando feliz delante de nosotros, dos palomas hicieron un débil intento de remontar el vuelo del cebo de grano desparramado en el patio, pero cayeron como bultos grises andrajosos con el pico en tierra. Llamé a la perra a mi lado. Cuando cruzamos la verja de salida, unas cuantas moscas inspeccionaban ya el avestruz muerto.

XXV

Cuándo llegamos a la calle, Anácrites esperaba que le contase lo que me bailaba por la cabeza y empezó a acosarme con sus habituales preguntas. Le dije que podía hacer algo útil: investigar la casa que Calíopo había comprado para su querida. Nos encontraríamos más tarde, en nuestra oficina de la Saepta. Yo no perdería nada si antes hacía una visita al granero de los Galba. Sólo tenía que cruzar el Tíber.

Anácrites me miró con suspicacia, pensando que no volvería a verme. No se le había pasado por alto que el susodicho granero estaba detrás del mercado y del Pórtico Emilio, debajo de la Puerta Lavernal. Desde allí sólo había una subida corta y empinada hasta la cumbre del Aventino… y un largo almuerzo en casa con Helena. Se tranquilizó cuando le dije que, como saldría a cenar, no necesitaba almuerzo. Con cierta malicia, hice que mis palabras sonaran lo menos convincentes posible.

Los Horrea Galbana era todo un palacio del comercio. Cuando me abrí paso en el embarcadero del río, entre la barahúnda de estibadores y porteadores que descargaban barcazas y botes con destino al mercado, ya no estaba de humor como para sentirme ni remotamente impresionado. Irritaba entrar en aquel monstruoso establecimiento, construido por una familia rica como atajo a una riqueza aún mayor. La capacidad de alquiler siempre había sido enorme, aunque los Sulpicio Galba no tenían, probablemente, el menor interés en bajar allí para discutir precios de granos. La familia había gozado de una preeminente posición desde los tiempos de la República y uno de sus miembros había llegado a emperador. Sólo permaneció en el trono seis meses, pero el plazo debía de haber sido más que suficiente para poner el granero bajo el control del Estado.

Tuve que reconocer que el lugar era asombroso. Contaba con varios patios de grandes dimensiones, cada uno rodeado de cientos de estancias en más de un piso, dirigidos
manu militari
por cohortes de personal. Por lo menos, eso me brindó la oportunidad de descubrir lo que andaba buscando. Allí iba a haber documentación para todos los gustos, si encontraba al escribiente oportuno antes de que se largara a la taberna más cercana. Anácrites tenía razón; era media mañana y se acercaba peligrosamente el momento en que los escribanos salían a almorzar.

Allí no se almacenaba y vendía grano solamente. También se alquilaba espacio para toda clase de productos, desde bodegas hasta bóvedas de seguridad. Algunos de los puestos se cedían a comerciantes de tejidos, de piedra de construcción de elevado coste e incluso de pescado, pero la mayoría de los edificios eran trojes destinados especialmente para cereales. Los distintos espacios estaban enlucidos con yeso y sólo tenían un tragaluz con celosía al fondo, para que entrara la luz. Los grandes cuadriláteros de los patios centrales estaban rodeados de hileras de depósitos frescos y en penumbra, sellados con puertas firmes resistentes a la humedad, a los mohos y al robo, los tres grandes enemigos del cereal almacenado. La mayoría de las escaleras se convertían, a los pocos peldaños, en rampas que facilitaban el trabajo a los porteadores que trabajaban en el almacenaje cargados con pesados sacos a la espalda. Muchos de los obreros tenían la columna encorvada permanentemente y eran patizambos. Como contramedida para ratas y ratones, se permitía a los gatos merodear libremente por todas partes. A intervalos había cubos de agua dispuestos previsoramente contra posibles incendios. Quizás era cosa del resfriado, pero aquel día, para mí, el aire parecía cargado de molesto polvo.

No me costó dar con la oficina de administración. Una hora más tarde, me hallaba en la cola y tenía delante un empleado atildado de largas pestañas. Tarde o temprano, el hombre dejaría de intercambiar chistes soeces con su vecino, el escriba de los alquileres, y yo estaría en condiciones de ver los documentos que precisaba estudiar. Cuando por fin me miró, se pulió las uñas en la hombrera de la túnica y se dispuso a desanimar mis intentos.

Tuvimos una larga disputa sobre si estaba autorizado para dejarme ver detalles de los despachos, seguida de otra agria discusión cuando el tipo afirmó que no había ningún cliente llamado Calíopo.

Pedí prestada una tablilla al escriba de los alquileres, que hasta aquel momento había observado mis problemas con una mueca irónica. En la tablilla escribí claramente: ARX: ANS.

—¿Significa algo?

—¡Ah, eso! —exclamó el lindo rey de los documentos—. Pero ése no es ningún cliente privado.

—¿Es público entonces? ¿De quién se trata?

—Es confidencial. —Ya me lo imaginaba—. SPQR.

Lo pisé, le aplasté el pie y forcé que las hebillas de mis botas presionaran las tiras de sus sandalias; al mismo tiempo, lo agarré por la túnica inmaculada y lo empujé hasta que quedó inclinado hacia atrás dando chillidos.

—No me vengas con contraseñas secretas —mascullé con un gruñido—. Puede que seas el escribiente más guapito del granero más exclusivo de los muelles, pero cualquier tarugo con una onza de sesos en el cráneo puede descifrar esa leyenda si junta las palabras «grano» y «una vez a la semana». Añadir ese SPQR sólo demuestra que uno sabe parte del alfabeto. Y ahora, escúchame bien, petimetre. El grano que has suministrado esta semana esta envenenando aves. Piensa en ello con mucho cuidado. Después, piensa qué explicación darás al Senado y al pueblo de Roma por haberte resistido a colaborar conmigo en el descubrimiento de quién ha manipulado indebidamente el grano.

Aflojé la fuerza con que lo asía por la túnica.

—Va dirigido al
Arx
, o Ciudadela, en el Capitolio —confesó el escriba en un susurro aterrorizado.

—Y el resto significa «
Ansari Sacri
» —añadí, aunque él lo sabía muy bien.

El hombre tenía razón en estar nervioso. El saco de grano que había envenenado al avestruz iba destinado a los famosos gansos del Capitolio.

XXVI

—¡Abajo,
Nux
!

Durante unos instantes dio la impresión de que mi perra tenía buenas posibilidades de terminar encerrada por molestar a los patos. Un sacerdote del templo de Juno Moneta asomó la cabeza del
sanctum
con expresión recelosa. Allí arriba no se acogía con gusto a los visitantes casuales; la ciudadela no era sitio para llevar a pasear el perro.

En la antigüedad, Juno Moneta se responsabilizaba de la acuñación de moneda y del comercio de Roma, en un primer ejemplo de cómo el sexo femenino se había encargado de la economía doméstica. Júpiter podía ser el mejor y el más grande, pero su esposa celestial se había quedado el dinero. Me producía lástima. Con todo, como decía Helena con tanta sensatez, era útil que alguien controlase el presupuesto familiar.

—¡Oh, por favor, no los alarmes! —El custodio de las aves sagradas de Juno parecía contento y relajado. Si
Nux
capturaba para mi cazuela uno de los animales que tenía a su cargo, el asunto no haría más que plantear problemas burocráticos—. Si deciden lanzar un graznido, tendré que llamar a los pretorianos… por no hablar del consiguiente papeleo: tendré que llenar un informe del incidente, largo como tu brazo. Espero que no seas un galo merodeador…

—No lo soy, puedes estar tranquilo. Incluso mi perra tiene la ciudadanía romana.

—Es un alivio.

Desde la ocasión en que un monstruoso ejército de celtas arrasó Italia y llegó a saquear la propia Roma, se había otorgado un estatus privilegiado a una manada de gansos en la ciudadela capitolina, en honor de sus antepasados emplumados que habían dado la alarma y habían salvado el Capitolio. Yo imaginaba que las grandes aves blancas llevaban una vida regalada pero, a decir verdad, aquella bandada tenía un aspecto algo apolillado.

Los gansos empezaban a mostrar un interés agresivo por
Nux
. La perra ladró y se encogió contra mis piernas. Yo no confiaba demasiado en poder salvar a aquella cobarde. Cuando me incliné para darle unas palmaditas tranquilizadoras, advertí que había pisado una de las resbaladizas deposiciones verdes que salpicaban toda la ladera de la colina desde lo alto de los peldaños, más allá de la cárcel Mamertina.

En la hondonada del Capitolio, entre el doble pico de la ciudadela, empezaba a erigirse lentamente el restaurado templo de Júpiter, destruido por un voraz incendio al final de la guerra civil que había llevado a Vespasiano al poder. El templo estaba siendo reconstruido con la debida magnificencia como signo del triunfo de los emperadores Flavios sobre sus rivales. O, según lo expresaban ellos, como gesto de devoción y de la renovación de Roma. El viento trajo hacia nosotros un fino polvo blanco mezclado con la lluvia, mezclada con el ruido de los canteros que trabajaban el mármol; éstos, por supuesto, estaban convencidos de que el impuesto sobre propiedades del censo revalorizaría el precio de los materiales y el trabajo. Cuando terminaran de construir el nuevo templo de Júpiter Capitolino, ganarían un buen dinero con diversas obras en el anfiteatro de Flavio, el nuevo escenario para el teatro de Marcelo, la restauración del templo del divino Claudio y, por último, con la creación del Foro de Vespasiano, que tendría dos bibliotecas y un templo de la Paz.

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