—¿Llegaste a devolver a casa a la chica del órgano de agua y a su novio?
—Oculté al muchacho de ojos de gamo. —Talía encontró lo que buscaba y me aplicó en el brazo en que había sufrido la erosión una buena dosis de un ungüento cerúleo, de olor penetrante.
—Estaba seguro de que lo harías… ¡Ay!
—Sofrona está aquí. Toca de maravilla y tiene buen aspecto. Es una joya para el negocio, pero también es un poco tonta, algo apocada, que sueña con hombres que no le convienen en lugar de pensar en su carrera.
—Me debes un porcentaje como descubridor. —Era broma.
—Entonces será mejor que me mandes una factura. —Aquello era aún más frívolo.
—¿Y sigues importando animales exóticos?
Talía no respondió. Se limitó a mirarme. Si consideraba que la pregunta era oficial, nuestra amistad quedaría rota allí mismo. Sólo tendría importancia, en realidad, lo que conviniese para el negocio. Había llevado una vida demasiado dura, sin respiro para bajar la guardia; nunca se volvería blanda.
—Talía, no tengo cuentas contigo. Me aseguraré de que el censo no se interesa por tu empresa si me cuentas algo de los hombres que tengo en la lista de gente a investigar.
Ella asintió al instante:
—Date prisa. —Se relajó, tapó el bote de pomada y se limpió los dedos en los escasos centímetros de su falda adornada con borlas—. No querrás que se presente Saturnino mientras lo estamos poniendo verde.
—¿Vendrá? No parecía muy contento cuando le hablaste de una tarifa por el rescate.
—Vendrá, seguro. Sabe lo que le conviene. ¿Qué tal la herida?
Moví el brazo y le dije:
—Se va calmando, gracias.
Saturnino ya me había visto con Talía pero, si podía marcharme antes de que apareciese, quizá ni se acordara. Aún no había decidido qué hacer para pillarlo y prefería que Saturnino ignorase que tenía amigos en el circo.
Unas cuantas preguntas bastaron para cercionarme de lo que pensaba, aunque los contactos comerciales de Talía estaban sobre todo en el este. Aquello me permitió excluirla de mi exposición sobre temas geográficos.
—No te preocupes. Falco y Socio son unos héroes con el ábaco, pero no podemos hacerlo todo. Estamos trabajando en la Tripolitania…
—Bien. ¡Tú machaca a esos cerdos a ver si me dejan un poco de sitio!
—¿Rivalidades? Pensaba que tu campo eran las actuaciones especiales, y no la
venatio
…
—¿Por qué he de quedarme atrás en época de vacas gordas?
Así que allí tenía a otra empresaria que veía la apertura del nuevo Anfiteatro Flavio como una cita con el destino. Bien, yo prefería que Talía, más que cualquier otro, hiciese fortuna de aquel modo. Era una mujer con corazón y un personaje inquieto. Ofreciera lo que ofreciese a la gente, siempre sería de buena calidad.
Le dirigí una sonrisa.
—Supongo que tú no andas metida en esos negocios raros que tanto irritan a algunos empresarios, ¿verdad? —Talía me dedicó otra mirada guasona, con los ojos desorbitados. Si se lo tomaba a broma, no lo dijo. No esperaba que lo hiciera. De hecho, preferia no saberlo—. Aun así, ¿sabes si existe algún problema serio entre los lanistas?
—Muchos. Fíjate en lo sucedido hoy, Falco.
—¿Hoy?
—Sí, juraría que hace un rato te encontré mientras entretenías a un leopardo en los Baños de Agripa, Marco Didio. ¿Haces cosas así todos los días?
—Imaginé que la fiera acababa de escapar.
—Tal vez lo hizo. —Talía hizo una mueca—. Quizá la ayudaron. No habrá modo de demostrar nada, pero vi a un buen puñado de bestiarios de Calíopo junto al Pórtico de Octavia; allí, apoyados en las estatuas, se desternillaban de risa mientras Saturnino daba vueltas en busca del animal perdido.
—¿Bestiarios? ¿No estaban entrenándose? ¿Cómo pudieron enterarse de que había un alboroto aquí? El establecimiento de Calíopo esta bastante lejos del Trastévere…
—Me pareció raro —Talía se encogió de hombros—, lo cual no significa que me sorprendiera. Lo malo es que Saturnino también los vio. Si cree que Calíopo ha soltado al leopardo para crearle problemas, seguro que hace algo para devolverle lajugada.
—¿Una guerra de trucos sucios? ¿Hace mucho que dura eso?
—Nunca había sido nada serio…
—Pero se han creado resentimientos, ¿no? ¿Quieres hablarme de ello?
—Compiten por los mismos contratos —comentó Talía sin darle importancia—. Tanto si se trata de combates entre gladiadores como de representaciones de cacerías. Y claro, no se puede esperar de ellos que sean civilizados. En cierta ocasión oí contar que proceden de poblaciones rivales con conflictos seculares.
—¿En la Tripolitania?
—Donde sea.
—Calíopo es de Oea. ¿Y Saturnino?
—¿Existe una ciudad llamada Leptis?
—Creo que sí.
—Bien, ya sabes cómo son esas ciudades pequeñas de provincias, Falco. Cualquier excusa es buena para una pelea anual con un par de muertos si puede ser. Eso les da motivo a todos para continuar la disputa. Y si pueden relacionarla con alguna festividad religiosa, pueden añadir a la pelea el componente sagrado y hacer responsables a los dioses…
—¿Hablas en serio?
—Es lo que suele suceder.
Le pregunté si sabía algo de la época en que, según los registros que había consultado, Calíopo y Saturnino habían formado sociedad durante un breve período.
—Sí, intentaban formar una sociedad y exprimir a los demás tripolitanos. Aquello no llegó a funcionar, porque el otro actor principal era Anóbalo, un pez demasiado gordo como para poder con él. —Talía opinaba como yo: asociarse dos hombres como ellos en un negocio era condenarse a terminar en pelea—. Tú deberías saber a qué me refiero, Falco. He oído que has estado metido en un desastroso juego de soldados con ese compinche tuyo…
Intenté tomarme a broma el comentario.
—Petro sólo pasaba una mala racha en su vida personal…
—Y los dos os entusiasmasteis con la idea de que os encantaría trabajar juntos. Supongo que comprobar que aquello desembocaba en un rotundo fracaso os cogió por sorpresa, ¿no?
—Casi.
Talía soltó una carcajada.
—Reflexiona, Falco. Así han muerto más amistades que idiotas he tenido en mi cama. Tienes suerte de que Petronio no sedujera a tus mejores clientes y se apropiase de todos tus fondos. ¡Habrías tenido más posibilidades de éxito si hubieras trabajado con un enemigo declarado!
—Es lo que intento ahora… —confesé, deslizando una sonrisa resuelta y valiente.
Talía se tranquilizó:
—Nunca sabes cuándo es momento de darte por vencido.
—La insistencia es parte de mi encanto.
—Eso quizá se lo parezca a Helena.
—Helena me considera maravilloso.
—¡Por el Olimpo! ¿Cómo lo consigues? No puede ir detrás de tu dinero, desde luego. Debes de ser un auténtico artista… en alguna cosa, ¿verdad, Jasón?
Adopté un aire de severidad y decidí marcharme. Por desgracia, eso significaba pasar por encima de la pitón. A Jasón le gustaba enroscarse en la entrada misma de la tienda, donde podía inspeccionar las faldas de las túnicas de la gente. Ni siquiera fingía dormitar. Me miraba directamente, retándome a acercarme.
—Helena Justina es una buena jueza; yo, un poeta sensible y un padre tierno, que además sabe cocinar un alón de pollo pasablemente.
—¡Ah, eso lo explica todo! —concluyó Talía con una sonrisa tonta.
Di una zancada, nervioso. A horcajadas sobre Jasón, recordé algo.
—Esa disputa entre Saturnino y Calíopo… ya se ha calentado bastante ¿no te parece? Porque Calíopo tenía un león…
—Uno nuevo, libio; un animal grande al que llamaban Draco —asintió Talía, impertérrita—. Yo también iba tras él, pero Calíopo me lo birló: viajó a Puteoli y se lo quedó tan pronto como lo desembarcaron. He oído que también es dueño de otro, entrenado para matar.
—Lo era. Leónidas. Saturnino se lo había vendido con engaños.
—¡Vaya caradura!
—Peor aún. Leónidas acaba de aparecer muerto en circunstancias muy sospechosas.
—¡Por Júpiter! —La muerte del león despertó los sentimientos más íntimos de Talía. Otros animales salvajes eran conducidos a Roma sólo para ser cazados en el circo, pero Leónidas había trabajado en la arena y ella lo tenía en la misma consideración que sus propios animales y que sus reptiles: lo consideraba un profesional—. Eso es terrible. ¿Quién haría algo así? ¿Y por qué, Falco?
—Supongo que tenía enemigos, aunque todo el mundo afirma que era el león más encantador que uno pueda encontrar. Al parecer, era un benefactor, incluso, de los condenados, a los que despedazaba y devoraba en menos que canta un gallo. Trabajo sobre las teorías habituales para un caso de asesinato: que el difunto se pasaba el día durmiendo, que había cumulado grandes deudas, que provocaba peleas cuando estaba bebido, que tenía un esclavo que se quejaba de su trato, que era desagradable y brusco con su madre, o que se le había oído maldecir al emperador. El autor del hecho siempre resulta ser alguien así…
Finalmente, reuní el valor necesario para terminar de pasar sobre la pitón.
—En cualquier caso —dijo Talía—, Calíopo y ese jodido Saturnino pueden hacer todo el ruido que quieran, pero no son los únicos que intentan conseguir los contratos de los animales salvajes.
—Has mencionado a otro gran suministrador. ¿También es de la Tripolitania?
—Sí, Anóbalo. Está convencido de que barrerá en las adjudicaciones.
—¿Algún nombre más?
—¡Oh, Falco, vamos! ¡No me digas que no tienes ya una buena lista en un buen documento oficial!
—Puedo hacer mi propia lista. Cuéntame de ese otro magnate tripolitano, ese Anóbalo.
—No te pierdes gran cosa, Falco.
—Tenemos a uno de Oea, a otro de Leptis… y supongo que tenía que haber un tercer hombre de otra ciudad.
—Exacto. —Talía asintió sin darle más importancia al comentario, como si considerase que nada relacionado con el sexo del varón era nunca limpio.
—Sabrata, ¿no es eso? Un tipo muy púnico, me han dicho.
—Pues quien te lo haya dicho debe retirar sus palabras.
La opinión de Talía también me interesaba. Yo era romano. Como decía el poeta, mi misión era llevar aspiraciones civilizadoras al mundo bárbaro. Frente a una resistencia tenaz, yo creía que los romanos debían dar un golpe rápido, establecer impuestos, absorber a la población, ganársela, y prohibir los sacrificios humanos, vestirla con togas y disuadirla de insultar abiertamente a Roma. Hecho esto, se ponía al frente a un gobernador y se dejaba que los indígenas se acostumbraran a la situación.
Habíamos vencido a Aníbal, ¿verdad? Habíamos arrasado la ciudad de Cartago y habíamos sembrado de sal sus campos. No teníamos que demostrar nada. Aquello explicaba que se me erizara el vello del cogote ante la mera mención de cualquier cosa relacionada con los cartagineses.
—Ese hombre, ese Sabrata o como se llame, ¿es púnico, Talía?
—No tengo idea. ¿A quién vas a cargarle el asunto del pobre león?
—Según mis fuentes, a un tal Rúmex.
Talía movió la cabeza con gesto compungido.
—Ese tipo es un idiota. Calíopo lo arreglará bien.
—Calíopo intenta tapar el asunto.
—Que no salga de la familia…
—Incluso dice no haber conocido nunca a Rúmex.
—Miente.
Talía debió darse cuenta, finalmente, de que yo no tenía idea de quién era ese tal Rúmex y de que esperaba que ella pudiera proporcionarme alguna información al respecto. Me mostré abochornado y ella lanzó otra risotada burlona, pero luego, mientras yo me agitaba apurado, Talía me contó quién era el gran Rúmex.
Yo debía de ser el único hombre en Roma que no había oído hablar de él.
Bueno, yo y Anácrites, lo cual no hace sino empeorar las cosas.
Cuando uno se fijaba, reconocía las pruebas en cualquier pared de la ciudad:
SIEMPRE APOSTAMOS POR RÚMEX: LOS CURTIDORES DE LA CALLE PROCIÓN
RÚMEX, NUESTRO HÉROE: GALA Y HERMIONE
RÚMEX, APOLONIA TE ESPERA CUANDO TU QUIERAS
RÚMEX ES FABULOSO
RÚMEX ES HÉRCULES
RÚMEX ES MÁS FUERTE QUE HÉRCULES Y SU [Dibujo explicativo] TAMBIÉN ES MÁS GRANDE
Incluso distinguí en una columna de un templo, en letras bastante pequeñas, casi tímidas, una queja apasionada:
¡RÚMEX APESTA!
Ahora sabía muy bien de quién se trataba. El hombre al que había acusado de dar muerte a Leónidas era el gladiador más glorificado de los Juegos de aquel año. Era un luchador samnita, uno de esos que, normalmente, no gozan de gran popularidad. Pero Rúmex era un auténtico favorito. Debía de llevar años en el circo y probablemente era un tipo despreciable, pero a aquellas alturas había alcanzado una fama a la que sólo llegaban unos cuantos. Si era cierta la mitad de lo que contaba su fama, era hombre con el que resultaba preferible no meterse en líos.
Había pintadas referidas a él en tahonas y termas, y un poema clavado en un busto de madera en un cruce de calles. Frente a la escuela de gladiadores de Saturnino, un grupo de jóvenes admiradoras, reducido pero obviamente permanente, esperaba la oportunidad de expresar con chillidos su admiración por Rúmex si éste aparecía. Un esclavo salió del edificio con una bolsa y, para mantener la voz en buen estado, las admiradoras le gritaron a él también. El hombre, acostumbrado a sus vítores, se acercó a las jóvenes y probó suerte deteniéndose a charlar con ellas. Las chicas estaban tan locas por Rúmex que, en su ausencia, eran presa fácil para cualquier atrevido.
Dentro del establecimiento acechaba un portero, dedicado a reunir su pensión de jubilado a base de sobornos por introducir regalos para Rúmex: cartas, flores, anillos de sello, dulces griegos, direcciones y prendas intimas femeninas. Aquello estaba mal. Para cualquier varón civilizado, resultaba decididamente perturbador. Para que no existieran dudas de que unas mujeres que tenían que ser más juiciosas estaban echándose en brazos de aquel tipejo hiperdesarrollado, dos damas refinadas y elegantes se acercaban a la verja de la entrada en el momento en que yo llegaba. Acababan de apearse de una silla de mano compartida, donde habían mostrado con descaro atisbos de piel desnuda por las aberturas laterales de sus recatados vestidos. Tenían el cabello rizado y lucían sin recato un montón de joyas que proclamaban su pertenencia a buenas familias, de hogares supuestamente respetables. Pero no había duda de la razón que las llevó allí aquel día después de soltar una propina al portero para que las dejara entrar. Con una maldición, reconocí a las dos visitantes.