Para entonces yo también me había incorporado hasta quedar sentado. Una parte de mi ya sabía qué debía de haber sucedido, porque Camilo Justino era hijo de un senador, de modo que había sido educado para mostrar una impasibilidad típica de los nobles. Incluso si el carromato de un vinatero le pasaba por encima del pie, la reacción de Quinto tenía que ser la de hacer caso omiso del crujido de sus huesos, concentrarse en llevar la toga en pulcros pliegues como sus antepasados y cuidar sus palabras para pedir al carretero que hiciera el favor de seguir avanzando. Soltar un grito al cielo como acababa de hacer sólo podía ser indicación de una catástrofe.
Era muy sencillo. Mientras la noche estrellada del desierto daba paso al alba, cuando los dos dormíamos como troncos, debía de haber pasado junto a nosotros un grupo de nómadas que se había llevado uno de nuestros caballos (el mío lo habían despreciado, o quizá nos habían dejado los medios para salir con vida por algún peculiar sentido ético arraigado entre las gentes del desierto). También nos habían robado el frasco aunque, como nosotros, habían rechazado la galleta.
A continuación, sus rebaños de ovejas y cabras famélicas habían devorado la vegetación de los alrededores. Antes de desaparecer otra vez en su ancestral viaje a ninguna parte, irritados a la vista de nuestro
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, los nómadas nos habían arrebatado los escasos restos que de la planta nos quedaban.
Nuestra oportunidad de hacer una fortuna se había esfumado. No quedaba practicamente nada.
Mientras contemplábamos la escena con ánimo abatido, una solitaria cabra parda saltó de una roca y se dedicó a mascar los últimos restos de raíz bañados por el sol.
Para los griegos, Cirene era un rincón sagrado de los cielos que había caído a la tierra para que ellos lo colonizaran. Pero su fundación era casi tan antigua como Roma y la sierra elevada en la que se levantaba la ciudad se parecía tanto a la de la propia Grecia que la gente de Tera que, acosada por la sequía y guiada por el oráculo de Delfos, fue conducida hasta allí por los libios, debió de pensar que se había quedado dormida y que, de algún modo, sus naves habían variado el rumbo y la habían devuelto a casa. Desde las montañas grises cubiertas de matorrales donde abundaban las codornices, había una panorámica espectacular de la llanura que se extendía hasta el mar rutilante y el puerto, siempre activo, de Apolonia.
Los hondos valles arbolados entre los elevados montes eran tan apacibles y misteriosos como la propia Delfos. Y todo estaba impregnado en el perfume del tomillo silvestre, del eneldo, del espliego, del laurel y de la menta.
Aquel lugar tan aromático no era, con franqueza, buen lugar para dos hombres desanimados que acababan de fracasar en su búsqueda de una planta perdida.
Justino y yo ascendimos lenta y sombríamente hacia la ciudad una mañana soleada, entre el aroma de los pinos, hasta llegar a la vía de las Tumbas; ésta nos condujo a través de una sobrecogedora necrópolis de antiguas casas funerarias grises, algunas de ellas erguidas ante la ladera de la montaña, otras talladas en la propia roca del lugar; una parte de ellas aún estaba cuidada y atendida, pero otras habían quedado olvidadas hacía mucho tiempo, de forma que las entradas rectangulares con motivos arquitectónicos gastados se abrían ahora como bocas y ofrecían refugio a mortíferas víboras cornudas de mordedura venenosa, a las cuales gustaba acechar en la oscuridad.
Hicimos una pausa.
—La alternativa está entre seguir buscando o…
—O ser sensatos —asintió Quinto con tristeza. Los dos teníamos que reflexionar a fondo. El buen juicio nos atraía tanto como una prostituta tuerta en un garito de borrachos, mientras los dos intentabamos apartar la mirada con recato.
—La alternativa es cosa exclusivamente tuya. Yo debo tener en cuenta a Helena y a nuestra hija.
—Y ya tienes una profesión en Roma.
—Llámalo un oficio. El trabajo de informante carece de la importancia de una «carrera»: prestigio, perspectivas, seguridad, reputación, recompensas en efectivo.
—¿Has ganado dinero trabajando para los censores?
—No tanto como me prometieron, pero mas del que estoy acostumbrado a ver.
—¿Suficiente?
—Suficiente como para aficionarme a él.
—¿Así, seguirás asociado con Anácrites?
—No, si puedo reemplazarlo por alguien que me caiga mejor.
—¿Qué hace ahora?
—Se preguntará a dónde me he esfumado, probablemente.
—¿No le dijiste que venías aquí?
—No me lo preguntó —respondí con una sonrisa.
—¿Continuarás como informador privado, cuando regreses?
—Lo tradicional es responder que «es la única vida que conozco». También sé que apesta, por supuesto, pero la estupidez es un talento con el que los informadores sueñan. En cualquier caso, necesito trabajar. Cuando conocí a tu hermana me puse el extravagante objetivo de convertirme en una persona respetable.
—Me ha parecido entender que ya dispones del dinero necesario para aspirar a entrar en el rango medio. ¿Te lo ha dado tu padre?
Estudié al hermano de Helena con aire pensativo. Había supuesto que la conversación giraría en torno a su futuro y era yo quien se veía sometido al interrogatorio.
—Me lo prestó. Cuando Domiciano rechazó mi candidatura al ascenso social, se lo devolví.
—¿Tu padre te pidió que lo hicieras?
—No.
—¿Te lo prestaría otra vez?
—No se lo pediría.
—¿Hay problemas entre vosotros?
—Para empezar, el que le devolviera el dinero, cuando él lo que quería era mostrarse magnánimo, nos causó un conflicto aún mayor del que había supuesto pedirle ayuda.
Esta vez le tocó a Camilo el turno de esbozar una sonrisa.
—¿Quieres decir que tampoco le has dicho a tu padre que venías aquí?
—Empiezas a hacerte una idea de las felices relaciones existentes entre los Didio.
—Vuestras relaciones chirrían, ¿no es eso? —Mientras yo asentía al comentario, Justino echó una ojeada al valle que teníamos a nuestros pies y a la lejana llanura, envuelta en la leve bruma que se alzaba donde la tierra sejuntaba con el mar. El joven estaba preparado para los enfrentamientos que le esperaban en su propia familia—. Tengo que volver a casa y dar explicaciones. ¿Cuál crees que será ahora la reacción de mi padre?
—Quizá dependa de si tu madre está presente en el encuentro.
—Y desde luego, será muy distinta si Eliano es testigo del mismo.
—Cierto. El senador te quiere mucho y estoy seguro de que tu madre también. Pero tu hermano mayor te odia a muerte y nadie puede recriminárselo. Tus padres tampoco pueden hacer caso omiso a sus quejas.
—¿De modo que me espera un castigo?
—Bueno, no creo que vayan a venderte como esclavo aunque nuestro querido Eliano lo proponga. Sin duda, te encontrarán algún puesto administrativo en algún destino anónimo donde el clima sea horrible y a las mujeres les huela el aliento. ¿Cuáles son esos tres puntos perdidos en el mapa, donde nunca sucede nada? ¡Ah, sí: la minúscula triple provincia de los Alpes Marítimos! Apenas un par de valles nevados cada zona… y un viejo jefe tribal al que escogen en un sistema rotatorio…
Justino refunfuñó, pero yo le dejé que se fuera haciendo a la idea poco a poco. Por su expresión y por el modo en que abordó el asunto, era evidente que le había dado muchas vueltas al tema en privado.
—¿Qué te parece esto? —apuntó con cierta timidez. Debía de estar a punto de proponerme una gran solución—. Si lo consideras adecuado, podría volver a Roma y trabajar para ti hasta la próxima primavera.
Casi esperaba estas palabras, incluido el condicional. La primavera siguiente Justino tendría planes para volver a buscar más
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; quizás aquel sueño irrealizable se desvanecería finalmente, aunque vi a Justino perseguirlo durante años, junto con su perdida profetisa del bosque.
—¿Trabajar para mí? ¿Ser mi socio?
—Ser tu aprendiz, yo diría más bien. Tengo demasiado que aprender, eso ya lo sé.
—Me gusta tu modestia. —El joven era capaz de arrastrarse, si era preciso. Pero era demasiado esperar que fuese capaz de vivir de aquella manera permanentemente y yo, por entonces, buscaba esa permanencia—. La idea resulta atractiva, dentro de ciertos límites.
—¿Puedo preguntar cuáles son esos límites?
—¿Cuáles crees tú que son?
Justino afrontó la verdad con su habitual brusquedad:
—Que no soy capaz de llevar una vida dura. Que no sé hablar con la gente adecuada. Que no tengo experiencia para valorar las situaciones, ni autoridad… De hecho, ni esperanza siquiera.
—¡Empieza por el principio! —exclamé con una carcajada.
—Pero también tengo algún talento que ofrecer —se rió él, a su vez—. Como sabes, sé interpretar un mapa aunque no sea muy preciso, hablo cartaginés y sé tañer una trompeta militar.
—«Joven limpio, de buenos modales y con sentido del humor busca empleo en importante empresa…». No puedo ofrecerte alojamiento en mi casa, pero ¿te parecería bien vivir en un apartamento de soltero incómodo y falto de todo? Calculo que, para cuando volvamos a casa, mi viejo amigo Petronio estará viviendo con otra mujer, de modo que podrías quedarte en la plaza de la Fuente.
—¿Ahí es donde vivías antes? —Justino lo preguntó con tono tan nervioso, que era buena prueba de que debía de haber oído lo destartalado que estaba mi antiguo piso.
—Mira, si de verdad quieres asociarte conmigo, abandona la sociedad patricia. No puedo tener por socio a un dandi que por el hecho de ser mi ayudante no haga más que salir corriendo a casa de su madre a buscar una túnica limpia cada cinco minutos.
—Eso ya lo sé.
—Pues ahora, escucha: estoy dispuesto a aceptarte por compañero si tú también lo estás a vivir con estrecheces y a trabajar a cambio de nada, salvo alguna esporádica paliza para aliviar un poco el tedio.
—Gracias.
—Bien. Si quieres que te haga una prueba, empieza por esto: mantengo la teoría de que cuando uno anuncia una catástrofe a las mujeres de su familia, tenga en reserva otra noticia bomba. Así, cuando empiecen a lamentarse por el
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perdido, recibirán el anuncio de que vamos a formar una sociedad; de este modo, el primer problema no parecerá tan malo…
—¿Y qué vas a contarles a Helena y a Claudia del
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?
—Yo, nada —respondí—. Se lo dirás tú. Si quieres trabajar para mí, así funcionan las cosas: el principiante interviene y las hace llorar; entonces me presento yo, me muestro viril y merecedor de confianza y ellas enjugan sus lágrimas.
Lo decía en broma. Imaginaba que Helena y Claudia nos habían tomado por locos por intentar la búsqueda del
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y que ninguna de las dos se sorprendería lo más mínimo si volvíamos con las manos vacías.
Nos llevó un buen rato encontrarlas. La hermosa ciudad griega de Cirene se extendía en una amplia llanura, con tres zonas centrales distintas. La del nordeste con el santuario de Apolo, donde un manantial sagrado caía por una pared de roca hasta una hoya rodeada de laureles; al noroeste con el poderoso templo de Zeus; al sudeste con la acrópolis y el ágora, más otros edificios característicos de una zona helenista a la que se habían añadido todos los atributos de un gran centro romano. Era una gran ciudad con no pocas pretensiones, algunas de las cuales respondían a la realidad.
Recorrimos juntos el centro urbano. Había un gran foro, muy artístico, cerrado por una columnata dórica tapiada y en el centro, en lugar de esos monumentos imperiales de estilo Augusto, tan pretenciosos y solemnes, que abundan en las ciudades romanas, había un atrevido templo de Baco (cuyos sacerdotes no tenían ningún mensaje para nosotros). Ni los griegos ni los libios nativos que se apiñaban felices y contentos en la basílica habían oído hablar de Helena ni de Claudia y supuse que debía sentirme agradecido por ello. Salimos a la calle de Bato, el nombre del rey fundador de la ciudad, y pasamos junto a un minúsculo teatro romano. Nos detuvimos para observar un par de caracoles de listas rojas que copulaban en la acera, ajenos a todo, y echamos un vistazo al teatro griego con sus asientos fríos y anchos para dar acomodo a las grandes posaderas de la oronda élite urbana.
Pasamos al ágora. Tampoco allí daban señales de vida nuestras chicas, pero tuvimos tiempo de admirar un monumento naval compuesto de proas de embarcaciones y de encantadores delfines, rematado por una Victoria radiante, con su tradicional clámide al viento. Después seguimos hasta una tumba real donde encontramos un sistema de cuencos y sumideros especialmente complejo para recoger la sangre de los sacrificios que se hacían ante un refinado pórtico circular. En las tiendas una hilera de perfumistas impregnaban el aire con el famoso aroma de la esencia de rosas de Cirene. Estupendo, si uno tenía una mujer bien dispuesta a quien comprársela. Empezaba a pensar que toda la gente que habíamos traído con nosotros a la Cirenaica se había vuelto a casa. Menos Famia, sin duda, quien debía de estar durmiendo la borrachera en alguna cuneta.
El halo exótico nos deprimía. Sin duda era una ciudad griega hasta la médula, con columnas dóricas, de color rojo, achatadas y muy redondeadas en la parte media —por el contrario, nosotros estábamos acostumbrados a verlas más altas, más rectas y más grises, de mármol travertino y de estilo jónico o corintio—, y con austeras metopas y triglifos bajo frisos sencillos donde esperábamos encontrar una recargada colección de estatuas. Había demasiados gimnasios pero escaseaban los baños. La población, heterogénea y relajada, nos resultaba absolutamente extraña. Incluso quedaban rastros de la época de los Tolomeos, que en su día habían considerado Cirene un puesto avanzado de Egipto. Todo el mundo hablaba en griego, lo cual no era óbice para entendernos, aunque suponía un esfuerzo para unos viajeros cansados. Todas las inscripciones empleaban el griego como primera —o única— lengua. Las influencias de la antigüedad nos hacían sentirnos hombres nuevos advenedizos.
Teníamos que dividirnos. Justino miraría en el santuario de Apolo, en la ciudad baja, y yo me dirigiría al templo de Zeus.
Por una vez había elegido el palillo largo. Mientras caminaba bajo el aire despejado de los pinares al este de la explanada en la que se levantaba la ciudad, mi ánimo se regocijó. No tardé en llegar al templo. Entre todas las magnificencias de la ciudad, dotada de obras de arte, el templo de Zeus gozaba de especial interés, situado en un lugar privilegiado apartado del bullicio, solemne y majestuoso exhibiendo una copia de una estatua muy celebrada: la del Zeus Olímpico de Fidias. Me gustaba la idea de echar una ojeada a aquella réplica cirenaica, por si no tenía ocasión de visitar el santuario de Olimpia, considerado como una de las siete maravillas del mundo. Sabía que la legendaria estatua tenía cuarenta pies de altura y mostraba a un Zeus henchido de majestad en un trono de madera de cedro y mármol negro, con el cuerpo de marfil y ropajes esmaltados, barba de oro macizo y cabellos también de oro. Toda una maravilla. Pero allí, en Cirene, un espectáculo aún más atrayente que un famoso Fidias distrajo mi atención.