—¿Puedo hacer algo para que todo esto te resulte más fácil, Claudia?
—No creo. De todos modos, gracias por tus consejos. —Su tono de voz era frío. Entonces se volvió y empezó a subir las gradas del anfiteatro para volver a casa, todavía furiosa, todavía desconsolada, pero sorprendentemente segura de sí misma.
Muy bien, Falco, ya habías vuelto a meter la pata. Mientras yo me había preocupado por consolar a la atribulada muchacha, ella sólo se había sentido aconsejada. No agradecía mi intrusión llena de buenas intenciones y pensaba que podría apañárselas sola.
Yo conocía bien a Helena y tenía que haber previsto algo así: hay mujeres tristes que no se te echan a los brazos sino que te dan un puñetazo en un ojo.
Después de unos instantes de sonreír, bajé hasta el mar y me dediqué a explorar el teatro. En la playa encontré a Gayo y a
Nux
, que tomaban el sol. Me uní a ellos y me tranquilicé. Tiramos piedras al mar y recogimos conchas un buen rato. Luego, como buenos chavales, meamos contra la pared del escenario para marcar nuestro territorio y volvimos a casa porque llevábamos varias horas sin comer.
Al llegar, se palpaba en el aire que Helena Justina había tenido una acalorada discusión con su hermano y que éste se había marchado hecho una furia. Helena estaba sentada a la sombra, apoyada en la pared de la casa y acunaba a la niña. Tenía los labios apretados y representaba a la perfección el papel de la persona que quiere que la dejen en paz, por lo que me acerqué e hice notar mi presencia. Que una mujer me hubiera rechazado no me desanimaba a abordar a la siguiente que me encontrase. Al menos Helena me permitió abrazarla, tanto si le apetecía como si no.
Famia había llegado borracho y dormía, roncando ruidosamente. Claudia también había regresado y, con aire de mártir, preparaba la cena para todos los demás, como si fuera la única persona sensata del grupo.
Tal vez fuese cierto, aunque si se aferraba a esa sensatez, su futuro probablemente sería solitario, triste y amargo. Yo sabia que Helena pensaba que en ella había un brillo que la hacía merecedora de una vida mejor. Parte de ese brillo y la única esperanza de salvación eran las ganas que la propia chica tenía de superar el dolor.
La conclusión de todo aquello fue que, aun cuando Quinto regresó a casa aquella noche, aplazamos la charla sobre el
silphium
; pero, al día siguiente, cuando la atmósfera se tranquilizó, el chico me contó que creía haber encontrado una de esas plantas en un aislado paraje a muchas millas de distancia. Para ir a verlo, nos veríamos obligados a dejar a las mujeres en casa ya que sólo se podía llegar hasta allí a caballo. Eso a él le venía de maravilla. Y yo obtuve permiso para alejarme de Helena ya que ésta creía que si pasaba unos días a solas con él, lo ayudaría a poner en claro su vida amorosa.
Yo no entendía cómo, en mi opinión, para aclarar la vida amorosa de un hombre es necesario que, al menos, esté presente una mujer. No obstante, yo era un perfeccionista.
Era un hermoso día de finales de abril cuando Justino y yo nos acercamos por fin al escenario de su posible hallazgo. Íbamos a caballo, un hecho que yo lamentaba gravemente porque, después de cuatro días de viaje, apenas habíamos recorrido unas cien millas romanas. Habría sido más apropiado calcular la distancia en parasangas griegas, ya que nos encontrábamos en la Cirenaica; pero, para qué molestarse, el dolor del trasero no me lo quitaría nadie.
Quinto me había llevado a un paraje de colinas no muy lejos de la costa, en el saliente oriental de la provincia, cerca del desvío a la izquierda que iba hacia Egipto. Sé que es una descripción vaga, pero si crees que voy a ser más preciso acerca del posible emplazamiento de un producto de precio incalculable que sólo conocíamos yo y un socio muy íntimo, estás muy equivocado.
Fue todo un alivio alejarnos de la conflictiva atmósfera de Apolonia. De hecho, hasta Helena y Claudia habían decidido que necesitaban un cambio de paisaje e iban a marcharse a otro lugar. Animadas por la descripción que había hecho Quinto de la refinada ciudad de Cirene, partían hacia allí. Quinto y yo habíamos cometido el error de cuestionarnos los posibles gastos de ese traslado ya que las dos independientes damas nos dijeron que ambas tenían dinero propio y que, como las dejábamos solas con Gayo y la niña por tiempo indefinido, harían lo que les viniera en gana y nos agradecían nuestro interés.
Prometimos volver lo antes posible y rescatarlas de cualquier problema en el que se hubiesen metido. Ellas nos describieron el caldero en el que cocinarían nuestras cabezas.
Antes de ponernos en camino, masqué el trozo mohoso de hoja que Justino me había dado como muestra. Si hubiese podido elegir, habría preferido explorar las delicias de Cirene en vez de galopar rumbo a lo desconocido. El supuesto
silphium
tenía un sabor asqueroso. No obstante, nadie come ajo crudo y yo detestaba las trufas. Nuestro objetivo era hacernos con el monopolio mundial del
silphium
. Los productos lujosos no tenían por qué ser buenos, sólo tenían que ser escasos. El disfrute estaba en pensar que poseías algo que los demás no podían permitirse comprar. Como Vespasiano le había dicho a Tito acerca de su lucrativo impuesto sobre la orina, «nunca desprecies la pasta, por más que apeste».
Y en ésas me hallaba yo. Dudaba de que Justino y yo estuviéramos realmente galopando hacia incontables cofres llenos de monedas.
—Dime, Quinto, ¿cómo es que te has decidido a buscar esa hierba mágica?
—Bueno, tenía tu dibujo.
—Me parece que estaba mal. Según mi madre, tenía que asemejarse más a un hinojo gigante.
—¿Y cómo es el hinojo? —preguntó Quinto, muy serio.
Lo miré, pensativo, mientras él seguía avanzando. Montaba muy bien y dominaba el medio de transporte menos apreciado en Roma con la gracia natural que aplicaba a todo lo que hacía. Con la cabeza descubierta aunque llevando un trozo de tela alrededor del cuello para enrollárselo sobre el cabello cuando el sol calentase más, se adaptaba a aquel entorno del mismo modo que lo había visto integrarse en Germania. Su familia estaba loca si pensaba que podrían atarlo a la aburrida rutina del Senado y a su pomposidad. Era demasiado agudo para tragarse las discusiones anodinas que se daban en los debates. No soportaría tanta hipocresía. Le gustaba demasiado la acción para aguantar la eterna ronda de cenas con aquellos viejos pelmazos que se manchaban las togas de vino, y a los que se suponía que debía halagar; protectores inútiles que tendrían celos de su talento y de su ingenio.
Miró hacia atrás con aquella osada sonrisa.
—Ha sido como una cacería, Marco Didio. Organicé mi misión del mismo modo que tú organizas la busca de una persona desaparecida. Fui al entorno adecuado, estudié el terreno, intenté ganarme la confianza de los nativos y finalmente empecé a hacer preguntas discretas: quién era el último que había visto la planta, cuáles eran sus costumbres, por qué la gente creía que había desaparecido, etcétera.
—No me digas que la han secuestrado y piden rescate por ella.
—Ojalá. Si fuera así, podríamos infiltrarnos y recuperarla.
—Con las personas desaparecidas, uno de los móviles principales suele ser el sexo.
—Soy demasiado joven para saber de esas cosas.
—Pero no eres tan inocente…
Tal vez notó que estaba a punto de preguntarle por su relación con Claudia y el muy ladino farfulló:
—Una de las cosas que tuve que aceptar fue que la gente tal vez no quisiera responder a mis preguntas.
—Eso no me gusta nada.
—Yo veo dos dificultades. Primera: si es cierto que el terreno donde crece el
silphium
es ahora tierra de pastoreo, los propietarios de esos rebaños querrán seguir alimentándolos sin que nadie los moleste. Me han contado que los pastores nómadas lo arrancan de raíz para eliminarlo.
—O sea, que no les gustará nada vernos aparecer.
—Segunda: la tierra donde crece es propiedad hereditaria de las tribus autóctonas que siempre han vivido en ella. Supongo que les molestará que se presenten unos extranjeros y se tomen interés por esa planta. Si ese negocio tiene que explotarse de nuevo, es posible que quieran controlarlo ellos.
—Así que crees que esta búsqueda puede resultar peligrosa…
—Sólo si la gente nos ve buscando, Marco Didio.
—Realmente sabes tranquilizarme, muchacho.
—Imagina que encontramos de nuevo la planta. La gente téndrá que darse cuenta de la inversión que representa. Antaño, toda la economía de Cirene dependía del
silphium
. Tendríamos que llegar a un acuerdo con los propietarios de las tierras.
—O llevarnos un poco y plantarlo en tierras que sean nuestras. —Pensaba en mi tío abuelo Scaro. Siempre según mi madre, claro, sus pequeñas plantas murieron. Y también según mi madre, claro, el miembro de la familia al que más me parecía era a mi desafortunado tío abuelo.
—¿Podriamos cultivarlo en Italia? —preguntó Justino.
—Ya lo han intentado. Mucha gente lo ha probado desde hace siglos, siempre y cuando ha podido acceder a él, lo cual los astutos cirenaicos han tratado siempre de impedir. Un pariente mío intentó plantar esquejes pero no consiguió nada. Es posible que las semillas vayan mejor; pero aun así, tendremos que adivinar si plantarlas cuando estén secas o mientras estén verdes. Debes tener presente una cosa: si el
silphium
era tan escaso, se debía a que sólo crecía en las condiciones particulares de esta zona. Las posibilidades de trasplantarlo o cultivarlo en otra parte no son nada claras.
—A mí no me importaría comprar tierra aquí. —Justino parecía algo más que un pionero, tenía el aire triste de un joven completamente decidido a dar la espalda a todo lo que había dejado atrás.
—Mira, Quinto, el problema está en que ni siquiera los nativos tienen suficientes suelos fértiles para ellos. —Yo había investigado un poco. Desde los tiempos de Tiberio, los esfuerzos romanos por administrar esta provincia se dedicaban básicamente a enviar agrimensores para que hicieran de jueces en las disputas sobre las tierras.
—Por cierto, ¿y por qué no dices que mi lugar es Roma y que debo volver allí? —me preguntó Justino con expresión desafiante.
—Porque eso es algo que debes decidir tú solo.
Pasamos entre matorrales, que provocaban respingos en el jamelgo que yo había alquilado. Lo único bueno que tenía era que resultaba más fácil de tranquilizar que la gente estrafalaria de la que me había rodeado en aquel viaje. Si el caballo tenía una vida amorosa desordenada, lo disimulaba muy bien. Sin embargo, cuando intenté ponerle en marcha se negó tercamente como habían hecho todos los demás. En aquel viaje, mis reservas de compasión se estaban agotando.
El día que supuestamente debíamos de llegar al lugar de la planta todo se animó inesperadamente. Mientras trotábamos en nuestros pencos, intentando confundirnos con el paisaje para no tener que inventar excusas sobre nuestra presencia en aquellas tierras, unos gritos alteraron nuestra paz. Hicimos caso omiso hasta que se convirtieron en agudos silbidos, relinchos de caballos y, finalmente, fuertes ruidos de cascos.
—No corráis.
—No corremos.
—¿Qué vamos a decirles?
—Eso es cosa tuya, Marco Didio.
—¡Oh, gracias!
Nos rodearon cinco o seis nativos montados en veloces corceles. Blandían unas largas lanzas y tiramos de las riendas de los nuestros, intentando mostrarnos comprensivos y cooperar. No teníamos otra opcion.
La comunicación fue mínima. Probamos con el griego, luego con el latín. Quinto recurrió a una amable sonrisa y luego hasta habló en celta. Tenía experiencia suficiente para comprar tartas calientes de damascenas, para seducir mujeres y para detener guerras, pero todo aquello no le servía de nada. Nuestros secuestradores estaban cada vez más enfadados. Yo sonreí como si creyera que la Pax Romana había llegado a todos los rincones del Imperio, aunque en realidad maldecía en varias lenguas que había aprendido en un momento bajo de mi carrera.
—¿Qué crees que pasa, Quinto? —pregunté con aire inocente, apoyándome en el cuello de mi jamelgo.
—No lo sé —respondió entre dientes—, pero tengo la impresión de que estos tipos son los representantes de los guerreros garamantes.
—¿Los famosos y fieros garamantes cuya principal diversión tradicional es salir al desierto a saquear a todo el que se cruza en su camino?
—Sí. ¿No hemos librado una guerra contra ellos hace poco?
—Me parece que sí. ¿Recuerdas si ganamos?
—Creo que un comandante llamado Festo los ahuyentó de nuevo hacia el desierto, allí los interceptó con mucha audacia y los machacó.
—¡Qué bien! Entonces, si estos forzudos individuos eran de ese grupo y han sobrevivido a la matanza, ya sabrán que a nosotros no se nos puede venir con tonterías.
—O eso o están locos por vengarse —convino el flemático Camilo— y nosotros pagaremos el pato.
Mantuvimos nuestras sonrisas radiantes.
Ampliamos nuestro repertorio encogiéndonos de hombros como si no entendiéramos lo que querían. Estaba muy claro: nos hacían cabalgar en la dirección que ellos querían y teníamos que obedecerlos de inmediato. Pensamos que nos atracarían y nos tirarían a un barranco, pero no nos quedó otra opción que hacer lo que nos indicaban. Llevábamos espadas pero estaban en las mochilas porque no contábamos con este encuentro tan divertido. Mientras los hombres nos empujaban sin dejar de soltar unos gritos que para nosotros no significaban nada, intentamos mantener una actitud fría por más que estuviéramos cada vez más alarmados.
—Los garamantes estaban en Tripolitania —aseguró Quinto.
—¿No serán éstos, entonces, los hospitalarios nasamones? ¿Les gusta Roma, Quinto Camilo?
—Estoy seguro de que sí, Marco Didio.
—¡Qué bien!
Fueran quienes fuesen, no tuvimos que soportar su animada compañía mucho rato. De repente, nos encontramos con un grupo más numeroso y aquella extraña escena se aclaró: nos habíamos metido sin querer en una cacería de leones. En vez de capturarnos, nuestros nuevos amigos nos estaban salvando de que alguien nos clavara una lanza o de que un león nos devorase vivos. Les dedicamos nuevas sonrisas y ellos reían contentos.
Era una escena de actividad de masas cuya organización debía de haber costado semanas de preparación y mucho dinero. Quinto y yo comprendimos lo inoportuno que tenía que haberles resultado que dos extranjeros se metieran en medio de su terreno de caza. Allí había todo un ejército de hombres. Incluso el campamento semipermanente al que nos llevaron tenía una comitiva de sirvientes y cocineros que asaban carne de caza para el almuerzo en unas inmensas hogueras situadas detrás de las tiendas de campaña cuidadosamente alineadas. Aun cuando no las veíamos todas, intuimos que había muchísimas.