¡A los leones! (38 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

Era una mujer de mediana altura y de porte altivo: cuello largo, barbilla angulosa, una mata de cabellos castaños como espuma y unos ojos vigilantes que siguieron a Claudia con curiosidad mientras la muchacha corría pasillo abajo hacia ella y, de pronto, se detenía. La mujer llevaba unas ropas finas de tonos suaves, con un brillo de seda en la urdimbre. El manto ligero estaba sujeto a los hombros mediante unos broches ajuego, unidos mediante una pesada cadena de oro. Otras piezas de oro brillaban en su cuello y en los dedos, y colgaban de sus pálidas orejas unos pendientes largos y elegantes.

Su voz serena, aristocrática (y latina) llegó sin problemas desde el escenario.

—¿Quién de vosotros es Didio Falco?

Si había traído criados, estarían esperando en otra parte. Su aparición en solitario estaba calculada para sorprendernos. Levanté el brazo, inquieto todavía. En cualquier caso, siempre era perfectamente capaz de insultar a cualquiera que viniera a pedir.

—¡Dioses del Olimpo! ¿La elite cirenaica permite que luchen en su circo mujeres gladiadoras?

—¡Qué cosa más intolerable! —Resplandeciente con su refinada ropa de calle, la mujer me inspeccionó con frialdad. Efectuó una ligera pausa como se suele hacer cuando uno sabe el efecto que va a causar y añadió—: Me llamo Scilla.

A mi lado, Helena Justina sonrió beatíficamente. Le di la razón: iba a aceptar a aquella clienta.

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—¿Cómo me has encontrado?

Avanzábamos entre las sombras de un camino cálido que conducía al santuario. Helena, mi discreta dama de compañía, caminaba en silencio a mi lado, me tomaba de la mano y alzaba el rostro al sol como absorta en la belleza del panorama. Gayo había cogido a la niña y a
Nux
y había apresurado la marcha hacia casa, adelantándose a nosotros. Los jóvenes amantes, o lo que resultaran ser, se habían retrasado para declararse mutuamente rotundos que no había nada más que decir.

—Di contigo por mediación de tu amigo Petronio. Antes hablé con un hombre llamado Anácrites. Dijo que era tu socio. No le presté mucha atención.

Scilla era franca e iba al grano. Era una mujer que hacía sus propios juicios y actuaba de acuerdo con ellos.

Dejé que la posible clienta se llevara una buena impresión de mí y expliqué, mientras avanzábamos despacio:

—Durante un tiempo trabajé con Petronio, en quien tenía depositada toda mi confianza. —Como conocía a Petro, me pregunté por un instante qué habría pensado de la nueva clienta cuando ésta lo abordara. A mi amigo le iban los tipos más frágiles. Scilla era esbelta, tenía unos brazos nervudos y unos andares firmes—. Por desgracia, Petro ha reemprendido su carrera en los vigiles. Ahora, en efecto, trabajo con Anácrites, en quien no confío en absoluto. Desconfío de él hasta el punto de que hay una cosa segura: a mi nunca me defraudará.

Enfrentada con la tradicional sagacidad de la cofradía de los informantes, Scilla se limitó a reaccionar con una mueca de irritación. También aquello resultaba tradicional.

—Has hecho un viaje muy largo. ¿Por qué yo? —le pregunté con amabilidad.

—Porque ya te has involucrado en lo que necesitaba que hicieras por mí. Acudiste a la casa.

—¿A ver a Pomponio Urtica? —Por un instante me vi transportado a la lujosa villa del ex pretor en el Pinciano, en el mes de diciembre anterior, en aquel par de ocasiones frustradas en que me había propuesto entrevistarlo después de que el león de Calíopo lo magullase. ¿Estaba Scilla en la casa en aquella ocasión, o le habían hablado de mí posteriormente? En cualquier caso, ya sabía que la joven vivía con él y era un miembro íntimo del círculo doméstico del pretor—. Quería hablar a Pomponio de aquel accidente…

Su voz me pareció ronca y profunda:

—¡Un accidente que no debería haber sucedido! —dijo.

— Ésa fue mi deducción. ¿Y qué tal Pomponio?

—Ha muerto. —Scilla se paró en seco. Tenía las facciones pálidas—. Duró hasta últimos de marzo. Su final fue prolongado y terriblemente doloroso. —Helena y yo nos detuvimos también, a la sombra de un pino de frondosas ramas. Parte de lo que Scilla relataba ya debía de haber llegado a oídos de Helena, pero la muy tunanta había dejado que yo lo escuchara de pe a pa. Scilla fue al grano sin perder detalle—: Ya debes de imaginar, Falco, que quiero que me ayudes a tratar con la gente responsable.

Ya lo había imaginado.

Para lo que no me consideraba preparado era para tratar con aquella mujer culta, rica y educada. Según los comentarios que corrían por Roma, era una muchacha alegre y despreocupada, pero de baja cuna; una esclava liberta, probablemente. Aunque Pomponio le hubiera legado millones de sestercios, habría sido imposible que una persona vulgar como ella se transformara en unas semanas en una imagen fiel de una sacerdotisa de Vesta.

Scilla notó mi mirada, que no había hecho el menor esfuerzo en ocultar.

—¿Y bien?

—Estoy intentando estudiarte. He oído que tienes una reputación de mujer «fatal».

—¿Y qué significa eso? —me desafió.

—Si quieres que sea sincero, esperaba una buscona de pocos años con pruebas evidentes de una vida aventurera.

Scilla mantuvo la calma aunque se hizo evidente su rechinar de dientes.

—Soy hija de un importador de mármoles, un caballero de la clase intermedia, que también desempeñó importantes cargos en el servicio fiscal. Mis hermanos dirigen un floreciente negocio de complementos arquitectónicos y uno de ellos es sacerdote del culto imperial. Así pues, mis orígenes son respetables y crecí entre lujos y comodidades, con todas las ventajas que ello representa.

—Entonces, ¿de dónde viene esa fama?

—Tengo un pasatiempo insólito, que nada importa para tu investigación.

Mi mente se disparó, lujuriosa. Aquel misterioso pasatiempo tenía que ser de índole sexual.

La mujer reemprendió la marcha. Helena la tomó del brazo y las dos echaron a andar juntas mientras yo me abría paso entre los arbustos de eneldo. Helena retomó la conversación como si fuera más apropiado que a la hija de un caballero la interrogase otra mujer. Personalmente, me parecía que Scilla no necesitaba tales concesiones.

—Bien, háblanos del pretor y tú. ¿Estabais enamorados?

— Íbamos a casarnos.

Helena sonrió e hizo como si esto respondiese a la pregunta, aunque sabía que no era así.

—¿Tu primera boda?

—Sí.

—¿Habías vivido con tu familia hasta entonces?

—Sí, claro.

La pregunta de Helena había sido un modo sutil de sondear si Scilla había tenido amantes importantes con anterioridad, pero la muchacha era demasiado astuta como para revelarlo.

—¿Y qué hay de la noche en que Pomponio hizo llevar el león a su casa? ¿Era una especie de regalo adecuado para ti?

En los ojos avellana de Scilla apareció una expresión que denotaba tristeza y distanciamiento.

—A veces, los hombres tienen una idea muy rara de lo que es «adecuado».

—Tienes razón. A algunos les falta imaginación —asintió Helena, comprensiva—. Otros, por supuesto, saben que están cometiendo una torpeza y siguen adelante, a pesar de todo. ¿Estabas tú presente cuando Pomponio resultó herido? Debió de ser una experiencia terrible.

Scilla continuó caminando unos instantes, en silencio. Tenía un paso elegante y controlado, en nada se parecía a los andares torpes de la mayoría de las damas de alta cuna, que sólo salían de casa transportadas en un palanquín. Como Helena, la muchacha daba la impresión de ser de esas que rondan media docena de mercados, que gastan con mesura y que transportan la compra a casa ellas mismas.

—Pomponio cometió una estupidez —declaró sin el menor tono de rencor o de recriminación.

—El león se liberó y saltó sobre él. La fiera sorprendió a los guardianes, aunque ahora ya sabemos por qué se comportó así. Hubo que acabar con él.

Arrugué el ceño. Alguien me había contado que la chica tuvo una reacción histérica; tal comportamiento habría sido comprensible, pero, en aquel momento, Scilla parecía tan mesurada que me resultaba inimaginable. Volví la cabeza para mirar a Helena y declaré:

—Creo que Pomponio estuvo moviendo un muñeco de paja. El león se lanzó por el muñeco, hirió al pretor y provocó el caos… ¿Qué sucedió a continuación?

—Di un grito con todas mis fuerzas y eché a correr hacia adelante para asustar al león y ahuyentarlo.

—Se necesita valor para hacer algo así…

—¿Y dio resultado? —preguntó Helena, perpleja, aunque ya volvía a dominarse.

—El león cesó en su ataque y huyó al jardín.

—Rúmex, el gladiador, fue tras él e hizo lo que tenía que hacer, ¿no es eso?

Me pareció que una sombra cruzaba el rostro de Scilla.

—Rúmex fue tras el león —asintió en voz baja.

La muchacha parecía impaciente por poner fin a la conversación, lo cual me pareció natural. Al cabo de un rato, Helena apuntó:

—Estuve a punto de conocer a Rúmex en cierta ocasión, poco después del accidente, cuando todavía estaba aislado del contacto con el público.

—No te perdiste gran cosa —le dijo Scilla con inesperada vehemencia—. Era una vieja gloria. Todos sus combates estaban amañados.

Me sentí obligado a defender al pobre Rúmex, capaz de lancear a un león acorralado y furioso sin ayuda de nadie.

La opinión de Scilla era información privilegiada. Me pregunté cómo habría adquirido Scilla los conocimientos necesarios para juzgar de manera tan rotunda la actuación de un gladiador.

De Pomponio, tal vez.

Habíamos llegado a la zona principal del santuario. Scilla nos condujo hasta unos peldaños y los descendió. Yo ofrecí la mano a Helena, galantemente, pero Scilla parecía muy capaz de mantener el equilibrio sin ayuda de nadie.

Salimos a un pequeño recinto entre un puñado de templos apretados, entre los cuales se encontraba la gran capilla dórica a Apolo, con su espectacular altar al aire libre en el exterior. Muchos de los otros templos, viejos y pequeños, se apretujaban en torno a la plaza abierta. Los dioses helenistas solían ser menos distantes que sus equivalentes romanos.

—Y bien, Falco, ¿piensas ayudarme? —preguntó Scilla.

—¿A hacer qué?

—Quiero que se pida cuentas a Saturnino y a Calíopo como causantes de la muerte de Pomponio.

Guardé silencio.

—Quizá no sea tan sencillo —comentó Helena—. Tendrías que probar que conocían con antelación lo que podía suceder aquella noche, ¿te das cuenta?

—Los dos son expertos en animales salvajes —respondió Scilla con aire despectivo—. Decididamente, Saturnino no debería haber organizado un espectáculo privado. Perder una fiera en un entorno doméstico es una estupidez. Y Calíopo tenía que saber que, cambiando los leones, firmaba una sentencia de muerte contra Pomponio.

Helena Justina, hija de senador, propuso la solución de la clase alta:

—La familia del pretor y tú haríais mejor presentando una demanda civil por la pérdida de Pomponio. Tal vez necesitéis un buen abogado.

Scilla sacudió la cabeza con impaciencia.

—La compensación no es suficiente. ¡Y tampoco es el tema! —Consiguió dominar la voz; después, inició lo que parecía un discurso preparado—: Pomponio se portó bien conmigo y no quiero que no haya nadie que abogue por él. Son muchos los hombres que muestran interés por una chica que se ha labrado una reputación…, pero ya podéis suponer cuál es ese interés. Pomponio estaba dispuesto a casarse conmigo. Era un hombre decente.

—Entonces, perdóname —dijo Helena muy serena—. Comprendo tu irritación, pero otros pueden pensar que sólo tienes motivos rastreros para defenderlo. Por ejemplo, ¿su muerte significa que has perdido la esperanza de disfrutar de su fortuna?

Scilla adoptó un ademán altivo y, una vez más, continuamos como si hubiera dedicado mucho tiempo a reflexionar sobre su pérdida y hubiera ensayado el modo de defenderse de su cólera:

—Pomponio ya había estado casado anteriormente y sus hijos son los principales herederos. Lo que he perdido ha sido la oportunidad de hacer una buena boda con un hombre de posición elevada. Un ex pretor era un buen consorte para la hija de un miembro de la clase ecuestre. Tuvo la generosidad de pedir mi mano y yo lo tengo en alta consideración por eso.

—Tienes razones para llorarlo, en efecto, pero todavía eres muy joven… —Scilla tendría unos veinticinco años, calculo yo.

—No dejes que esta desgracia afecte al resto de tu vida —le aconsejó Helena.

—Pero yo tengo la carga suplementaria —respondió Scilla con sequedad— de haber perdido en circunstancias escandalosas al hombre con el que se suponía que iba a casarme. ¿Quién va a quererme ahora?

—Sí, ya veo. —Helena la contempló con aire como ausente—. ¿Y para qué se supone que quieres a Falco?

—Para que me ayude a obligar a esos hombres a reconocer su delito.

—¿Qué has hecho al respecto, hasta el momento? —pregunté.

—Los responsables de lo sucedido han huido de Roma. Tras la muerte de Pomponio, me corresponde a mí continuar con el asunto. Llevaba tanto tiempo sufriendo que su familia no quiso saber nada mas al respecto. Primero, consulté con los vigiles, que se mostraron comprensivos.

—Los vigiles son famosos por el buen trato que dan a las chicas impetuosas —asentí—. Lo cierto es que algunos vigiles se comen a chicas impetuosas como tú como postre en el almuerzo.

Scilla encajó la broma con buen ánimo. No le prestó la menor atención.

—Por desgracia, los sospechosos son gente de fuera de Roma y, por tanto, el caso está fuera de la jurisdicción de los vigiles. Por eso he apelado al emperador.

—¿Y éste te ha negado su ayuda? —inquirió Helena con indignación.

—No; precisamente no. Mis hermanos actuaron de abogados de mi petición, por supuesto, aunque noté perfectamente que la situación les daba apuro. A pesar de ello, expusieron mi caso de la mejor manera que sabían y el emperador los escuchó hasta el final. La muerte de un hombre de rango tan elevado tenía que tomarse en serio, pero la respuesta de Vespasiano fue que el propio Pomponio había sido el responsable por haber encargado un espectáculo privado.

Helena le dirigió una mirada comprensiva.

—Vespasiano se propondría evitar los chismorreos…

—En efecto. Y como los dos hombres estaban en paradero desconocido, todo el asunto quedó en suspenso, en la esperanza de que el interés público por la cuestión disminuyese. Lo único que prometió el emperador fue que, si Saturnino y Calíopo regresaban a Roma, volvería a examinar el caso.

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