—Pero si no fuimos en barco. Viajamos por tierra.
Nos costó unos segundos asimilarlo. Las sospechas de su hermana habían resultado ciertas: mientras yo me quitaba pedazos de garbanzos de la barbilla con una servilleta, Helena abordó la cuestión de la manera más concisa posible.
—No querrás decir todo el trayecto, ¿verdad?
—Por supuesto que sí —dijo fingiendo sorprenderse de que se lo hubiese preguntado.
Miré a su compañera de viaje. Claudia Rufina arrancaba uvas de un gajo y las comía despacio, de una en una, sacando las semillas con sus dientes delanteros con unos modales exquisitos y las dejaba ordenadas en el borde del plato, dejándolas siempre a la misma distancia una de otra.
—Cuéntanoslo —le sugerí.
Justino tuvo la elegancia de sonreír.
—Por una parte, nos habíamos quedado sin dinero, Marco Didio. —Me encogí de hombros aceptando su ligera insinuación de falta de generosidad por mi parte. Como todo patricio, no tenía ni idea de las estrecheces de nuestra economía—. Y por otro lado —prosiguió—, quería emular a Catón.
—¿Catón? —preguntó Helena en un tono glacial. Yo me pregunté si sería el mismo Catón que siempre volvía del Senado a casa a tiempo de ver bañar a su hijo pequeño. O tal vez era ese niño, ya crecido. En cualquier caso, mi amada había dejado de aprobarlo como modelo.
—En las guerras entre César y Pompeyo, Catón entró por tierra con su ejército en la bahía de Sirtes y sorprendió al enemigo. —Justino hacía una demostración de su cultura. Yo me negué a dejarme impresionar. La cultura no es tan importante como el sentido común.
—¡Qué asombroso! —dije—. Al verlos llegar, debieron de quedarse pasmados. Todo el camino es desierto y, si no me equivoco, no hay ningún camino bueno que siga la costa.
—Por supuesto que no —exclamó Justino, de lo más animado—. Catón tardó treinta días en hacer el recorrido a pie. Nosotros teníamos un par de mulas y aún tardamos más. Fue todo un viaje.
—Me lo imagino.
—Hay, por supuesto, un camino costero que utilizan los locales y sabíamos que ése era el que Catón había seguido. Pensé que sería una gran aventura hacer lo mismo en dirección contraria, claro.
—Claro.
—Tiene que haber sido muy duro —sugirió Helena en voz baja.
—No fue fácil —confesó su hermano pequeño—. Necesitamos mucha dedicación y unos métodos al estilo militar. —Él los tenía pero Claudia era de buena familia, una chica mimada. La educación básica para las herederas consistía sólo en cuatro lecturas de otras tantas novelas griegas y un pequeño curso de conversación. Aún encendido por el entusiasmo, Justino prosiguió—: Fueron quinientas millas de un desierto terriblemente aburrido que parecía no tener fin. Sólo desierto, semana tras semana.
—¿Había alojamientos? —le pregunté en tono confidencial.
—No siempre. Teníamos que llevar agua para varios días, a veces había pozos o cisternas, pero nunca podíamos saberlo por anticipado. A menudo dormimos al raso. Las pequeñas poblaciones de colonos estaban muy lejos del camino.
—¿Y bandidos?
—No lo sabemos seguro. A nosotros no nos atacaron.
—Menos mal.
—Sí. Pero teníamos que seguir adelante, siempre esperando lo peor. De un lado, el distante destello del azul del mar a la izquierda, y del otro, el horizonte a la derecha. Tierra seca, tierra baldía, con unos pocos matojos por toda vegetación. Después de Marcomedes, el terreno empezó a ondularse un poco, pero el desierto seguía y seguía. A veces el camino se alejaba unos kilómetros de la costa pero yo sabía que, mientras viéramos la franja azul del mar a la izquierda, íbamos en la dirección correcta. Vimos una llanura de sal…
—Eso debió de ser muy excitante —cortó Helena con firmeza. Claudia tomó otra uva sin atisbo de sonrisa en sus labios. La llanura de sal tenía que resultarle un recuerdo horrible pero fingía no sentir dolor—. Intento imaginar lo terrible que tuvo que ser para Claudia —siguió diciendo Helena a su hermano—. Ella esperaba un romance a bordo de un barco y la felicidad a la luz de la luna. En cambio, se encontró en medio de un interminable desierto, temiendo por su vida a mil millas de una peluquería y con zapatos de ciudad.
Se hizo un breve silencio. Helena y yo estábamos asombrados de lo que aquel majara había contado. Tal vez Justino captó cierta atmósfera hostil. Rebañó el plato con un trozo de pan.
—¿Cuánto tiempo tardasteis? —me atreví a preguntar, manteniendo el tono de voz lo más posible.
—Más de dos meses —respondió Quinto, tras aclararse la garganta.
—¿Y Claudia Rufina soportó todo eso a tu lado?
—Claudia ha sido muy valiente.
Claudia no contestó.
—A medida que avanzas hacia el este —prosiguió el chico—, empiezan a aparecer palmeras datileras. Al final, hay rebaños de cabras, de ovejas, incluso ves algunas vacas, caballos o camellos. Poco antes de Berenice, el terreno empieza a elevarse. Nunca olvidaré esa experiencia: el cielo, el mar, los colores grises del desierto al anochecer…
Muy poético. Claudia no se había conmovido en absoluto. El peso muerto de su silencio hablaba de una tristeza descomunal. Justino no había dicho nada de la sed, ni del miedo, ni de las incomodidades, ni de la posibilidad de ser atacados por los salteadores de caminos, del miedo ante lo desconocido, por no hablar de su relación personal, que se desmoronaba.
—Pero lo conseguimos y eso es lo importante. —Para él lo era y se notaba. Para Claudia, su vida podía haberse frustrado para siempre—. Como ya he dicho, no teníamos dinero para el barco. Si no hubiera sido por mi firmeza para seguir adelante, todavía estaríamos por ahí, en cualquier lugar, probablemente muertos.
Sin mediar palabra, Claudia Rufina se puso de pie y salió de la habitación. En realidad, salió de casa. Oímos el portazo. Arriba, un postigo golpeó con tanta fuerza que se le saltaron los goznes. Justino dio un respingo pero no se movió. Yo no estaba dispuesto a que una joven de mi grupo vagara desconsolada por una ciudad desconocida y me puse de pie para seguir a la chica.
Dejé a Helena Justina empezando a explicarle al que había sido su hermano favorito que la gente lo consideraría culpable de una estúpida crueldad, por no hablar de un egoísmo exagerado.
La ciudad de Apolonia se encuentra en el otro extremo de una inmensa meseta que se desliza hasta el mar rodeada de tierras altas en las que se levanta la población más refinada de Cirene. Abajo, en la fértil llanura de tierra roja, el puerto, situado en un paraje de gran belleza, carece de las vistas panorámicas que se disfrutan desde las tierras altas de la región.
Apolonia es una gran población, tan cercana al mar que el oleaje realmente duro azota los elegantes templos de la playa. Las hermosas casas con peristilos de los comerciantes y terratenientes helenistas están tierra adentro. Sin embargo, las construcciones más elegantes se apiñan tanto en el lado interior como en el exterior de los muelles. En ellos fondean distintos tipos de barcos, que abarrotan los astilleros en todas las épocas del año. El comercio es la vida de Apolonia. Lleva siglos siendo un puerto muy próspero, situado a poca distancia de Creta, de Grecia, de Egipto y del Oriente y es el punto de partida hacia Roma, hacia Cartago y hacia los mercados del oeste del Mediterráneo. Incluso sin el
silphium
, el olor del dinero se mezcla con el del salitre del mar.
Aquella tarde radiante, Claudia Rufina pasó deprisa ante las espaciosas y soleadas villas, tan grandes que parecían palacios oficiales. Pero como la Cirenaica era administrada desde Creta, se trataba de casas particulares, ostentosas e inmensas. Como solía ocurrir en los sitios habitados por ricos vulgares, apenas había señales de vida. De vez en cuando, un guardaespaldas con aire aburrido abrillantaba los cromados de un carruaje aparcado, o una pulcra criada salía a un recado. De los ricos propietarios no vimos nada: o dormían pesadas siestas o vivían en otro lugar.
Finalmente, en el extremo oriental de la costa, más allá del muelle exterior y de la propia ciudad, Claudia se encontró con un camino en zigzag que, obviamente, debía de llevar a algún sitio y lo siguió. Yo iba detrás de ella, a poca distancia, y si hubiese mirado hacia atrás me habría visto, pero no lo hizo.
Era un camino polvoriento y tranquilo que seguía las sinuosidades de la costa. Pese a sus sandalias de niña, Claudia llevaba un buen paso, aunque el terreno era cada vez más accidentado y empezaba a ascender. Llegó a un altozano desde el que se divisaba la panorámica de la ciudad y allí se abría otro camino. Se ciñó la estola al cuello y sin dudarlo un momento, empezó a subirlo y desapareció tras un recodo. Aceleré el paso y, casi desde el suelo, un chorlito alzó el vuelo asustado.
Empecé a subir la cuesta, gozando del aire fresco y diáfano; a mi izquierda el mar era de un asombroso color azul, con unos islotes rocosos cerca de la costa. Las olas rompían en una hermosa cala y de repente me encontré ante un abrupto desnivel. Me detuve para recuperar el aliento.
Cortado en un acantilado redondo que daba a una hermosa y protegida playa se encontraba el anfiteatro mejor situado del mundo. Su estado era lamentable y pedía a gritos que algún benefactor público de espíritu artístico estuviera dispuesto a ofrecer su mecenazgo y se decidiera a restaurarlo. El camino que partía de la ciudad nos había llevado a sus gradas superiores. Yo me quedé en lo alto, como una estatua encima de un templo, mientras Claudia bajaba por las precarias gradas. Finalmente se detuvo, se sentó con los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos y empezó a sollozar desconsolada.
Dejé que aireara sus problemas sola un buen rato. Tenía que pensar cómo abordarla. Su estúpido amante la había tratado horriblemente, por lo que debía de apetecerle lanzarse a los brazos de cualquier hombre más maduro y comprensivo que quisiera ayudarla. La situación podía resultar peligrosa.
Me quedé quieto, con el viento alborotándome el cabello y los pies separados para mantener el equilibrio. Desde allí arriba, el horizonte marino parecía extenderse en semicírculo. La belleza y soledad del lugar eran emocionantes. Si la vida te iba bien encontrarte allí, bajo el sol y alborozado por el largo paseo por aquel terreno rocoso, te alegraría el ánimo de satisfacción, pero si tu alma estaba apenada por alguna razón desesperante, el toque melancólico del mar y del cielo resultarían insoportables. Para la pobre chica temblorosa y abrumada, sentada allí abajo sola, en vez de estar rodeada de una multitud bulliciosa y bronceada, aquel teatro era un desolado escenario, ideal para meditar acerca de todo lo que había perdido.
Cuando pareció calmarse, me acerqué a ella. Hice bastante ruido para avisarla de mi presencia y luego me senté a su lado en la antigua grada de piedra. Noté que el sudor se me pegaba a la túnica. Claudia debía de haberse sonado la nariz y secado los ojos, porque su rostro estaba aún brillante por las lágrimas mientras miraba al escenario tras el cual rompían las olas en la blanca arena de la cala. Ella era natural de Córdoba, una ciudad asentada a orillas de un río caudaloso pero muy de tierra adentro. Tal vez por eso el mar tenía para ella aquel influjo exótico.
—El ruido de las olas tiene que suponer un auténtico reto para los actores y las actrices —dije sin emoción alguna. Deseé que hubiera sido Helena y no yo quien hablase de aquel modo con Claudia.
Adopté una postura informal, con los brazos doblados y las piernas estiradas. Suspiré pensativo. Claudia seguía inexpresiva. Consolar a mujeres jóvenes que sufren suele ser un trabajo difícil. Yo también clavé la vista en el horizonte.
—Anímate. Las cosas sólo pueden mejorar.
Hizo caso omiso de mis palabras y noté que lloraba de nuevo.
—Por terrible que te parezca todo ahora mismo, no has arruinado tu vida. Nadie ha hablado de que vuelvas con Eliano, pero puedes casarte con otro hombre, en Roma o en la Bética. ¿Y tus abuelos? ¿Qué te sugieren que hagas? —Por lo que me habían contado en Roma antes de partir, sus abuelos le habían escrito una carta para decirle que la perdonaban. Claudia podía pedir dinero para lo que necesitase. Los abuelos no tenían a nadie más—. Eres una heredera, Claudia. Puedes permitirte el lujo de cometer más errores que el resto de la gente. Algunos hombres admirarán tu iniciativa. —O sus cofres llenos de riquezas.
Claudia siguió sin responder. Cuando yo era joven, eso hubiese supuesto un reto para mí, pero ahora me gustaba que las mujeres tuviesen carácter. Si respondían, resultaba más divertido.
—Mira, creo que debes hablar con Quinto. Una vez, Helena y yo tuvimos una pelea terrible. En parte se debió a que para ella era obvio que lo que había motivado su enfado era como ella decía. Yo, por el contrario, lo achacaba a que ella no me quería, que me había dejado. En fin, que si es a Quinto a quien quieres, eso puede arreglarse.
Finalmente, se volvió y me miró.
— Él no lo sabe —proseguí alegremente—. No comprende lo horrible que fue el viaje para ti. Piensa que lo importante es que hayáis compartido una experiencia excitante y que hayáis sobrevivido…
—Quinto sabe cómo me siento —dijo Claudia de repente, como si lo defendiera. Su tono, sin embargo, era demasiado seco—. Hablamos largo y tendido de ello. —Su tono contenido sugería lo acalorada que tenía que haber sido esa discusión.
—Lo que ocurre con Quinto —me aventuré a decir un tanto precavido— es que tal vez no sabe aún lo que quiere de la vida.
—¡Pues a mí sí me dijo lo que quiere! —replicó Claudia, enojada. Sus ojos grises se encendieron cuando anunció—: Según él, mientras estaba contigo en los bosques de la Germania Libera, tuvo un encuentro con una hermosa y misteriosa profetisa rebelde, a la que se vio obligado a dejar; pero ella lo embrujó para toda la vida.
Yo me había esforzado mucho por no sacar a colación esa historia en interés del propio Quinto tras nuestro regreso a Roma y él se la había contado a la única persona a la que nunca tendría que haberlo hecho.
Claudia se puso de pie. Estaba mucho más enfadada de lo que yo me imaginaba.
—Eso es una tontería, por supuesto —dijo con voz airada—. ¿Con quién tuvo una aventura? Espero que no fuera con una ramera de taberna, podría haber cogido una enfermedad. ¿Con la esposa de algún tribuno?
En Roma todo el mundo daba por sentado que Justino tenía un romance con una actriz desde su vuelta a la ciudad. Al parecer, Claudia no había oído ese rumor. Me aclaré la garganta nervioso. Pensé que lo mejor era fingir que Camilo Justino nunca me había confiado sus asuntos personales.