—¿Un nuevo empleo, Falco? —Tan pronto como Vespasiano habló, me di cuenta de que yo no llegaría a ningún sitio. Se agachó para dar unas palmadas al perro actor, se enderezó y me dedicó una de sus largas y frías miradas, frunciendo el ceño.
—Al menos, pasear a un perro tiene las ventajas de trabajar al aire libre y de hacer ejercicio. Es mejor que trabajar con los censores, señor.
Mientras hacían cola para salir del teatro y caminar hacia el circo, los espectadores vociferaban como energúmenos. A nadie le interesaba lo que ocurría entre el emperador y los actores de una comedia. Mis esperanzas de lograr una vida decente se estaban desvaneciendo. Sin embargo, no había conseguido llamar la atención del público y mucho menos ganarme las simpatías de Vespasiano.
—¿Has tenido problemas? ¿Por qué no has presentado una petición formal?
—Sé lo que ocurre con las peticiones, señor. —Vespasiano debía de saber que eran desviadas por los mismos funcionarios que me obstaculizaban. El emperador sabía todo lo que ocurría en las secretarías de palacio, pero tampoco tenía contacto con la gente que insultaba a su personal.
Vi a Claudio Laeta que se escondía entre la comitiva de Vespasiano. El hijo de puta vestía su mejor toga y comía dátiles como si no ocurriese nada. Fingió no verme.
—¿Cuál es el problema, Falco?
—Una diferencia sobre nuestras retribuciones.
—Soluciónalo con el departamento que te contrató.
El emperador me dio la espalda. Sólo hizo una pausa para indicar a un esclavo que cogiera una bolsa y se la entregase a Talía como recompensa por la gracia y la astucia del animal adiestrado. Se volvió de nuevo para saludarla mientras ésta le hacía una reverencia, y el emperador parpadeó un poco al ver el revoloteo de su indecente falda. Entonces, sin él quererlo, nuestras miradas se cruzaron. Parecía gruñir entre dientes.
—Helena Justina y yo queremos darle nuestro más profundo pésame por la gran pérdida sufrida, señor.
Supuse que si Antonia Caenis le había hablado de mi caso, Vespasiano se acordaría. No dije nada más. Tenía que ser de ese modo. Había aprovechado esta última oportunidad pero ya no lo presionaría más. De ese modo le ahorraría molestias y yo me ahorraría perder los nervios ante la comitiva imperial y las burlas de ésta.
Después de darle las gracias a Talía, me dirigí al Circo Máximo, donde me encontré con Helena en nuestros asientos de los palcos superiores. Abajo estaban entrando ya los letreros en los que se leían los horribles delitos cometidos por los hombres que iban a ser ejecutados. En el estadio, unos esclavos allanaban la arena a fin de dejarla a punto para los leones y los criminales. Unos empleados ponían velos a las estatuas para que las divinas efigies no se sintieran ofendidas por la vergüenza de los convictos y confesos y el horrible espectáculo de las ejecuciones. Las estacas a las que serían atados los criminales condenados ya estaban clavadas en el suelo.
Los criminales también habían llegado, encadenados unos a otros por el cuello. Estaban amontonados junto a una entrada y un guardián con armadura los estaba desnudando. Hoscos desertores del ejército, larguiruchos esclavos pescados in fraganti por sus nobles amas y un famoso asesino en serie: aquel día había un buen cartel. No intenté identificar a Turio. Enseguida él y todos los demás serían sacados a rastras y atados a una estaca. Entonces soltarían a las fieras, de las que ya se oían los rugidos, para que hicieran su trabajo.
Helena Justina me esperaba, pálida, con la espalda erguida. Sabía que había ido aquel día al circo por mi necesidad personal de ver morir a Turio. Consideraba un deber acompañarme aunque yo no le había pedido que lo hiciera. Apoyarme, incluso cuando no soportaba lo que estaba a punto de ocurrir, era una tarea que Helena no rehuía. Me apretaría la mano… y cerraría los ojos.
De repente, me sentí invadido por todas las frustraciones que habían oscurecido mi vida hasta ese día. Sacudí la cabeza.
—Vamos —dije.
—¿Marco?
—Vámonos a casa.
Las trompetas sonaban ya para anunciar la voracidad de la muerte. En esos momentos sacaban a Turio para que fuese devorado por el nuevo león de Sabrata, pero nosotros no contemplaríamos el espectáculo. Helena y yo nos marchábamos del circo. Y luego nos marcharíamos de Roma.
CIRENAICA, ABRIL DEL AÑO 74 D. C.
Cirenaica.
Para ser precisos, puerto de Berenice. Hércules llegó a esta tierra en el antiguo puerto de mar de Euhespérides, que se había cegado de tanta arena desde los tiempos míticos. En cambio, en Berenice todavía se respiraba una atmósfera ultraterrena. Lo primero que vimos fue a un hombre que caminaba por la orilla sacando a pacer a una sola oveja.
—¡Por todos los dioses! —exclamé cuando Helena y yo contemplábamos absortos para asegurarnos de lo que veíamos—. ¿Es excepcionalmente amable con los animales o es que quiere engordarla para una celebración?
—Tal vez es su amante.
—¡Muy propio de los griegos!
Berenice era una de las cinco ciudades importantes: mientras a Tripolitania el nombre le venía de tener tres ciudades, la Cirenaica se vanagloriaba de ser una pentápolis. A los griegos les gustaba formar parte de una Liga.
Unida a Creta por motivos administrativos, se trataba de una provincia helénica sucia, como se echaba de ver enseguida. En vez de tener un foro, tenía un ágora, lo cual siempre era un mal comienzo. Mientras estábamos en el muelle contemplando distraídos las murallas de la ciudad y el faro en su pequeño promontorio, de repente la idea de pasar unas vacaciones en un lugar tan oriental nos pareció una mala idea.
—Es tradicional sentirse deprimido cuando llegas al punto de destino de un viaje de recreo —comentó Helena—. Ya te animarás.
—Y también es tradicional que tus preocupaciones resulten ciertas.
—Entonces, ¿por qué has venido?
—Estaba harto de Roma.
—Bueno, y ahora, además, estás mareado por culpa del barco.
Formábamos un grupo optimista, con
Nux
que saltaba alrededor de nuestros pies, contándonos como si fuera un perro ovejero. Habíamos dejado atrás la casa, el duro trabajo, las decepciones y, lo que más me alegraba de todo, habíamos dejado a Anácrites. Con el sol primaveral calentándonos el rostro, el suave murmullo del mar azul a nuestras espaldas y los pies en tierra firme, esperábamos relajarnos.
El grupo lo formábamos Helena y yo y la niña, un hecho que había causado alboroto en casa. Mi madre estaba convencida de que los cartagineses capturarían a la pequeña Julia y ésta sería víctima de un sacrificio infantil. Por suerte, contábamos con mi sobrino Gayo para protegerla. Los padres de Gayo, mi buena hermana Gala y su siempre ausente marido Lolio, le habían prohibido hacer el viaje, por lo que se escapó de casa y nos siguió. Yo le había dado unos cuantos indicios acerca de dónde nos alojaríamos en Ostia para que pudiera encontrarnos sin problemas.
También venía mi cuñado Famia. En otras circunstancias, yo hubiese corrido los estadios que hubiera hecho falta correr con todo el equipamiento de un ejército antes que acceder a compartir con él unas semanas en el mar; pero, si todo salía bien, sería Famia el que nos pagaría el viaje de regreso a casa: había conseguido convencer a los Verdes de que, como los caballos de sus cuadrigas habían tenido un rendimiento tan malo, les interesaba mandarlo a él a buscar nuevos caballos libios comprados directamente a sus criadores. Bien, era cierto que los Verdes necesitaban reforzar el equipo, como yo no dejaba de recordarle.
Para el viaje de ida, habíamos adquirido pasajes en un barco que iba a Apolonia. Eso le permitió a Famia ahorrar dinero o, para decirlo de otro modo, estafar a su equipo. Le habían dicho que fuese a Ostia, eligiese un buen barco latino y comprara billetes de ida y vuelta. En cambio, había comprado billetes sólo de ida. El marido de Maya no era especialmente deshonesto, pero ésta se había asegurado de que no tuviera dinero para gastar y él lo necesitaba para beber. Maya no había querido acompañarnos. Mi madre me había contado a escondidas que Maya estaba harta de intentar mantener unida a la familia y que ya había decidido desistir. Llevarme a su marido al extranjero era el mejor favor que podía hacer a mi hermana.
Enseguida quedó claro que la verdadera razón del viaje, por lo que a Famia se refería, era alejarse de su preocupada esposa para poder emborracharse hasta caer redondo cada vez que tuviera la oportunidad de hacerlo. Bueno, en todos los grupos que van juntos de vacaciones hay un pesado al que todos los demás quieren evitar.
Desembarcamos en aquel puerto con mas esperanzas que empeño. Intentábamos encontrarnos con Camilo Justino y Claudia Rufina. Habíamos llegado a un acuerdo de que tal vez iríamos a verlos. Un acuerdo extremadamente vago. En invierno, cuando le permití a Helena mencionar esa posibilidad en una carta que les escribimos a Cartago, lo había hecho porque suponía que mi trabajo para el censo me impediría permitirme esas vacaciones. Ya estábamos allí, pero no teníamos ni idea de en qué lugar de la costa norte de aquel inmenso continente podían encontrarse los dos fugitivos.
Lo último que habíamos sabido de ellos, hacía dos meses, era que pensaban dirigirse a Leptis en la Cirenaica y que querían ir allí porque Claudia deseaba visitar el mítico jardín de las Hespérides. ¡Qué romántico! Helena traía consigo varias cartas de los abandonados parientes, las cuales era muy probable que sacasen a los enamorados de ese sueño heroico. Los ricos pierden siempre los nervios con sus herederos de una manera terrible. No me extrañaba que Quinto y Claudia estuvieran escondidos.
Como yo era un informador, cuando llegaba a una ciudad nueva que pudiera ser hostil, lo primero que me tocaba a mí era averiguarlo. Estaba muy acostumbrado a que me tirasen huevos.
Me informé en el templo local. Para mi sorpresa, el hermano de Helena había dejado un mensaje diciendo que habían estado allí y que habían ido a Tocra. Su nota estaba fechada hacía un mes. Su eficacia militar no disipaba mis temores de que estábamos a punto de empezar una persecución inútil por toda la pentápolis. Una vez fuera de Berenice, las posibilidades de establecer contacto con la pareja disminuían en gran manera. Me vi dando frecuentes emolumentos a los sacerdotes de los templos.
Nuestro barco aún estaba en el puerto. El capitán había tenido la amabilidad de atracarlo allí para facilitar nuestras investigaciones y, una vez hubo cargado agua y provisiones, hizo lo propio con nuestros equipajes mientras nosotros buscábamos a Famia, que ya estaba en una taberna barata, y embarcamos de nuevo.
El barco estaba prácticamente vacío. En realidad, toda la situación era de lo más curioso. Por motivos económicos, casi todos los barcos llevaban carga en las dos direcciones, así que fuera lo que fuese lo que cargase en la Cirenaica debía de ser muy lucrativo, ya que no había necesidad de comerciar en los dos sentidos.
El dueño del barco había estado a bordo de éste desde la salida de Roma. Era un hombre fornido, de piel negra y cabello encrespado. Iba bien vestido y su porte era distinguido. Si hablaba latín o griego no lo sabíamos, porque nunca nos dirigió más palabras que un «buenos días» y, cuando lo hacía con la tripulación, usaba una lengua exótica que Helena pensó que era la lengua púnica. Era muy poco comunicativo. Ni el capitán ni la tripulación parecían deseosos de hablar de él o de sus negocios y eso, a nosotros, nos iba bien. El hombre nos había hecho el favor de darnos pasaje a unos precios muy razonables incluso antes de la amabilidad de atracar en Berenice, y nosotros no quisimos causarle molestias.
Básicamente eso significaba una cosa: tendríamos que ocultarle a Famia que nuestro anfitrión tenía un leve aroma cartaginés. Por lo general, los romanos eran tolerantes con las otras razas, pero algunos albergaban unos prejuicios muy arraigados que se remontaban al tiempo de Aníbal. Famia tenía esos prejuicios por partida doble. No tenía razón para ello: su familia era gente de clase baja del Aventino, que nunca había estado en el ejército ni había visto de cerca a un elefante, pero Famia estaba convencido de que todos los cartagineses eran unos monstruos devoradores de niños, cuyo único objetivo en la vida era todavía la destrucción de Roma, del comercio romano y de todos los romanos, Famia incluido. Era probable que el borrachín de mi cuñado gritara insultos racistas a pleno pulmón si algo claramente púnico se cruzaba en su camino.
Mantenerlo alejado del dueño de nuestro barco me hizo olvidar lo mareado que me sentía.
Tocra se encontraba a unas cuarenta millas romanas más al este. En esos momentos empecé a lamentar haber desoído el consejo de mi padre: que viajásemos en un transporte rápido hasta Egipto, en uno de los barcos gigantes que transportaban cereales y luego retrocediéramos desde Alejandría. Recorrer Oriente en pequeñas etapas podía ser terrible. En realidad, yo ya había decidido que aquel viaje era por completo inútil.
—No, no lo es. Aunque no consigamos encontrar a mi hermano y a Claudia, en casa todo el mundo estará contento de que lo hayamos intentado —me consoló Helena—. Y además, se suponía que veníamos a disfrutar.
Le dije que el mar y yo éramos incompatibles y que yo no podía disfrutar embarcado.
—Pronto llegaremos a tierra. Quinto y Claudia necesitan que los encontremos. Seguramente estará a punto de terminárseles el dinero. Además, si son felices, no creo que importe que no los llevemos de vuelta a casa.
—Lo que importa es que tu padre ha contribuido a nuestro viaje y, si pierde a su hijo y a la prometida de su otro hijo, y pierde el dinero ya que nos habrá financiado una misión fracasada, mi nombre quedará tan manchado en la casa de los ilustres Camilos en la Puerta Capena que es posible que yo no pueda regresar nunca a Roma.
—Tal vez Quinto haya encontrado el
silphium
.
—Una posibilidad alentadora.
En Tocra el mar estaba mucho más agitado. Decidí que tanto si encontraba a los fugitivos como si no los encontraba, yo no volvía a embarcarme. Bajamos a tierra y nos despedimos. El silencioso propietario del barco salió a despedirnos con un apretón de manos.
Tocra se extendía entre el mar y las montañas, en un lugar donde la llanura costera se estrechaba tanto que las colinas, que no habíamos visto hasta entonces, llegaban casi hasta el mar. La ciudad era una polis griega muy grande y terriblemente próspera. Su élite urbana vivía en casas palaciegas con peristilos construidos con la blanda piedra caliza local, que enseguida se deterioraba por el salitre de la brisa marina. El viento azotaba las crines de los caballos blancos que pacían cerca de la bahía, las flores y las higueras que se hallaban tras los altos muros de los jardines y hacía que las ovejas balasen y las cabras berreasen alarmadas.