¡A los leones! (29 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

La gente miente. Los buenos lo hacen con tanta finura que por más que los presiones nunca llegas a descubrirlos. Eso presupone que incluso sabes a qué mentirosos hay que presionar. Es realmente difícil porque en la vida real todo el mundo miente más que habla y miente muy bien.

Los testigos son falibles. Hasta los raros especímenes humanos que quieren ayudar honradamente no consiguen ver la escena que tiene lugar bajo sus propias narices o malinterpretan su significado. La mayor parte olvidan lo que han visto.

Las cartas de los chantajistas no aparecen ¿Para qué querría alguien guardar una nota diciendo «dame dinero o verás lo que te ocurre»?

Si encuentras huellas de pisadas en un campo de espárragos recién sembrado, nunca pertenecen a alguien con una cojera fácilmente identificable.

Las esposas largo tiempo engañadas no ponen en práctica planes de diabólica perversidad y luego tropiezan con cualquier pequeño detalle. Se limitan a estallar de ira y cogen la herramienta casera más pesada. Los celosos sexuales se vengan de una manera igualmente aparatosa. A veces, gracias a una cierta habilidad, los codiciosos escapan a toda auditoría financiera, pero lo más frecuente es que se larguen con el dinero, utilizando una nueva identidad, mucho antes de que hayas empezado a investigarlos.

A veces, los asesinos consiguen abordar a sus víctimas cuando nadie los está mirando. Matan en silencio o cuando nadie oye los golpes ni el gorgoteo de la sangre y se marchan pasando inadvertidos del escenario del crimen. Luego se quedan quietos y callados mucho tiempo.

La verdad es que muchos asesinos consiguen no ser descubiertos.

Supongo que los más crédulos de vosotros todavía esperáis que diga que Anácrites y yo nos retiramos del caso pero que después, por pura casualidad, nos tropezamos con una pista.

Pues no, lo siento. Volved al principio de este capítulo y leedlo de nuevo.

XXXVI

Hola, ¿todavía esperáis un giro inesperado de los acontecimientos?

Pues no ha habido ninguno. Suele pasar eso con frecuencia. En realidad, es lo que siempre pasa.

XXXVII

Como Falco y Socio fuimos incapaces de descubrir quién había matado a Rúmex, volvimos a nuestro trabajo para el censo. No éramos de ese tipo de personas que se obsesionan con las cosas. Yo, Marco Didio Falco, ex explorador del ejército, llevaba ocho años con categoría de informador: un profesional. Incluso mi socio, que era un idiota, podía advertir cuándo un caso entraba en un callejón sin salida. Nos sentíamos frustrados pero lo superamos. Al fin y al cabo, teníamos que ganarnos la vida. Eso siempre ayuda a mantener una actitud racional.

A finales de diciembre se celebraban las Saturnales, las primeras de la vida de mi hija. Con ocho meses, Julia Junila era demasiado joven para comprender lo que ocurría a su alrededor. Lejos de clamar para ser Reina por un día, nuestra señorita primogénita apenas se enteró del acontecimiento, pero Helena y yo nos engañamos a nosotros mismos y preparamos regalos, comida y diversión. Julia lo soportó con seriedad y lo que sí advirtió fue que sus padres estábamos locos de atar. Como no teníamos esclavos, quisimos que
Nux
hiciera el papel de esclavo al que tratábamos con despotismo, pero la perra aprendió enseguida lo que era la insubordinación.

Saturnino y Calíopo se habían marchado de Roma, aprovechando las fiestas. Cuando, transcurridas varias semanas, ninguno de los dos se atrevió a regresar, investigué y descubrí que los dos habían ido a África con sus mujeres. De caza, se decía. Escondidos, pensamos nosotros. Pregunté en palacio si podíamos ir tras ellos, pero como era de esperar, al no haber pruebas contra ninguno en el caso de Rúmex, Vespasiano ordenó que nos limitáramos a nuestro trabajo del censo.

—¡Uf! —se quejó Anácrites cuando se lo comuniqué.

Durante tres o cuatro meses trabajamos más duro de lo que nunca lo habíamos hecho en nuestra vida. Sabíamos que esas investigaciones eran una mina de oro. Estaba previsto que el censo durase un año y sería difícil ampliarlo más allá de esa fecha a menos que tuviéramos auditorías prometedoras que hacer. Acabábamos de redactar un informe con las pruebas que teníamos y se le dijo al acusado que soltara la mosca. Era un trabajo en el que las meras sospechas ya bastaban. Vespasiano quería cobrar los impuestos. Si nuestra víctima era importante, lo mejor era que justificara nuestras acusaciones, pero en el mundo del circo, «importante» era un término contradictorio. Así que sugerimos cifras y los censores presentaban sus demandas y casi ninguno se molestó en preguntar si podía apelar. En realidad, la elegancia con la que aceptaban nuestros hallazgos nos hacían pensar que, tal vez subestimábamos el alcance del fraude. Por eso, teníamos la conciencia tranquila.

Recibí una carta de Camilo Justino, que había llegado a la ciudad de Oea gracias al dinero que yo le había mandado. Después de una rápida exploración, confirmaba que Calíopo no tenía ningún «hermano» pero sí era dueño de un floreciente negocio para proveer de animales y gladiadores para los juegos locales y también para la exportación. En la Tripolitania, el circo era muy popular. Horriblemente cartaginés. Un rito religioso que sustituía al sacrificio humano, en honor del duro Saturno púnico, un dios con el que era mejor no enredarse.

Justino nos proporcionó detalles suficientes de las tierras del lanista tripolitano para que pudiéramos inflar con un certero golpe nuestras estimaciones de impuestos impagados. A cambio de esa ayuda, envié al fugitivo mi dibujo del
silphium
, pero más dinero, no. Si Justino quería hacer el gilipollas por la Cirenaica, nadie podía culparme de ello.

Al día siguiente de mandar la carta apareció mi madre. Mientras lo curioseaba todo con su habitual intrepidez, vio el bosquejo de la planta.

—Ahí te equivocas. Esto parece un cebollino mustio. Tendría que parecer un hinojo gigante.

—¿Cómo lo sabes, madre? —Me sorprendió que alguien de las callejas del Aventino supiera algo del
silphium
.

—La gente utilizaba el tallo cortado como si fuera ajo. Es una verdura. Y el jugo era medicinal. Tu generación piensa que los de la mía somos idiotas.

—Bueno, yo sé qué es el
silphium
. Scaro intentó cultivarlo.

Mi tío abuelo Scaro, muerto mientras trataba de inventar la dentadura postiza perfecta, había sido un individuo noble, lo cual le suponía, en realidad, una gran desventaja. Yo quería muchísimo a aquel loco experimentador científico, pero como ocurría con todos los familiares de mi madre de la Campiña romana, sus ideas eran ridículas. Yo creía que ya había visto las peores de todas ellas hasta que supe que había querido entrar en el bien protegido negocio del
silphium
. Los mercaderes de la Cirenaica querían recuperar su antiguo monopolio; pero, al parecer, querían hacerlo sin mi familia.

—Si se hubiese espabilado, se habría hecho rico.

—Rico y bobo —dijo mi madre.

—¿Consiguió semillas?

—No, cogió un esqueje en algún sitio.

—¿Estuvo en la Cirenaica? Primera noticia.

—Todos pensamos que tenía una novia en Tolemaida. Él nunca lo ha admitido.

—Vaya con el viejo… Pero seguro que no esperaba de veras una buena cosecha.

—Bueno, tu abuelo y sus hermanos siempre andaban cazando mitos —dijo mi madre, como si el abuelo fuera el responsable de algunos aspectos de mi carácter.

—¿Nadie les dijo que el
silphium
sólo crecía silvestre y no se podía cultivar?

—Supongo que sí, pero debieron de pensar que merecía la pena intentarlo.

—Así que el tío Scaro, obeso y medio sordo, se embarcó como un argonauta. ¿En busca del Jardín de las Hespérides? Pero si el
silphium
crece en las montañas, nuestra granja de Cirene está en el llano… ¿Crees que llegó a reproducir las condiciones necesarias para su cultivo?

—¿A ti que te parece? —me espetó mi madre.

Cambió de tema y entonces la tomó conmigo por haber alquilado una oficina en la Saepta Julia, tan cerca de las malas influencias de papá. Era obvio que Anácrites le había hecho creer que había sido idea mía. Era un mentiroso descarado. Intenté contárselo a mi madre y ésta me acusó de querer denigrar a su «apreciadísimo» Anácrites.

No había demasiado peligro de que mi padre subvirtiese mi lealtad. Yo casi nunca lo veía y eso me sentaba bien. Anácrites y yo trabajábamos mucho y en los meses que siguieron al Año Nuevo apenas estuvimos en la cocina. En casa tampoco estaba mucho. Era duro. Las largas horas de trabajo nos pasaban factura, y también se la pasaban a Helena. Cuando la veía, estaba tan cansado que casi no podía ni hablar ni hacer gran cosa, ni siquiera en la cama. A veces me quedaba dormido cenando. Sólo hicimos el amor una vez. Una sola, en serio.

Como cualquier joven pareja que intenta establecerse, no cesábamos de decirnos que esos esfuerzos merecerían la pena por más que temiéramos que no sería así. Creíamos que nunca lograríamos escapar de los trabajos pesados. Nuestra relación se veía sometida a unas fuertes tensiones en el momento en que tendríamos que disfrutar de ella de la manera más dulce. Me volvi malhumorado. Helena estaba fatigada, la niña lloraba todo el día. Hasta la perra me daba su opinión: cuando yo me encontraba en casa, se metía debajo de la mesa y no salía para nada.

—Gracias,
Nux
.

El animal gimió con tristeza.

Entonces las cosas se complicaron de veras. Anácrites y yo mandamos nuestra primera factura al palacio imperial y nos la devolvieron impagada. No estaban de acuerdo con el porcentaje que les habíamos cargado.

Llevé los pergaminos al Palatino y pedí entrevistarme con Laeta, el funcionario que nos había dado el empleo. Cuando lo vi, me dijo que la cantidad que pretendíamos cobrar era inaceptable. Le recordé que él mismo la había aprobado. Miré fijamente a aquel hijo de puta aunque sabía que Anácrites y yo no teníamos ningún contrato que nos apoyase. Mi oferta original existía, me refiero al presupuesto que yo había presentado con tanto orgullo, pero Laeta no lo había confirmado por escrito. Pensé que no importaba pero en esos momentos advertí que sí.

Si nos basábamos en ese presupuesto, nosotros teníamos razón, pero eso no importaba en absoluto.

Para dar más fuerza a nuestro argumento, les recordé que el trabajo había sido concertado por primera vez con Antonia Caenis, la dama de Vespasiano, dando a entender con ello de una manera delicada que era su protegido. Confiaba en ella y estaba seguro de que sentía simpatía por Helena.

Claudio Laeta consiguió disimular el alivio que le embargaba y adoptó una expresión compungida.

—Lamento mucho comunicarte que Antonia Caenis ha fallecido hace unos días.

¡Qué desastre!

Por un momento me pregunté si estaría mintiendo. Los burócratas experimentados eran muy propensos a dar informaciones falsas a los suplicantes inoportunos. Pero ni siquiera Laeta, una serpiente donde las hubiera, arriesgaría su estatus profesional con una mentira tan fácil de comprobar. Tenía que ser verdad.

Conseguí permanecer impasible. Entre Laeta y yo había una vieja historia y yo estaba decidido a no demostrarle lo afectado que me sentía.

De hecho, pareció más apaciguado, seguro de que su idea primera era pagarme menos de lo que le pedía y, sin embargo, se le veía atemorizado por el daño personal que me había hecho. Tenía razones para ello: si alguna vez quería utilizarle en el futuro para algún trabajo oficial, este golpe bajo me lanzaría a una nueva escalada retórica en la que le diría que se fuese a tomar por culo y que se olvidase de mí.

Como un burócrata verdadero, mantenía abiertas las opciones. Hasta me propuso que presentase una petición formal para entrevistarme con Vespasiano. Le dije que sí, que gracias. Entonces Laeta admitió que el anciano ya no recibía a nadie. Era probable que fuese Tito quien me atendiese. Tenía fama de simpático y de querer favorecerme. El nombre de Domiciano no se mencionó. Laeta sabía lo que yo sentía por él y era posible que compartiese mis opiniones. Se trataba de un amable político anciano que consideraría poco profesional el espíritu de venganza del joven príncipe.

Sacudí la cabeza. Sólo me entrevistaría con Vespasiano. Sin embargo, acababa de morir la que había sido su compañera sentimental durante cuarenta años. No podía entremeterme. Sabía cómo me sentiría si perdiese a Helena Justina. No creía que el abatido emperador estuviese de humor para aprobar unos pagos extraordinarios a unos informadores (a los cuales utilizaba aunque los despreciaba abiertamente), por más que esos pagos estuvieran acordados de antemano. Yo no sabía si Antonia Caenis le había hablado alguna vez de mí. Fuera como fuese, aquel no era el momento apropiado para recordarle el interés que la dama se había tomado por mi caso.

—Puedo hacerte un pago a cuenta —dijo Laeta—, mientras se realiza una clarificación formal de tus honorarios.

Yo sabía qué significaba eso. Los pagos a cuenta se hacían para que te callaras. Un soborno. Los aceptas de buen grado si sabes que es todo lo que vas a sacar. En cambio, si rechazas la oferta, vuelves a casa sin nada.

Acepté un pago parcial con la elegancia necesaria, cogí el pagaré para convertirlo en efectivo y me dispuse a marcharme.

—¡Oh, por cierto, Falco! —A Laeta todavía le faltaba clavarme la puntilla—. Sé que has estado trabajando con Anácrites. ¿Harás el favor de decirle que su sueldo como agente de inteligencia en baja por enfermedad tendrá que ser deducido de lo que os pagamos por vuestro trabajo para el censo?

¡Por todos los dioses!

Pero al hijo de puta todavía le quedaban maneras de fastidiarnos.

—A propósito, Falco, tenemos que comprobar que todo se haga a la perfección. Supongo que debo preguntarte si ya has presentado tu declaración de renta al censo.

Me marché sin decir palabra.

Mientras salía enfurecido de la oficina de Laeta, un funcionario corrió tras de mi.

—¿Eres Didio Falco? Tengo un mensaje del Departamento de Pajarracos.

—¿Qué?

—¡Es una broma! Es el departamento en el que Laeta da pensiones a los incompetentes. Es un departamento miserable, no hacen nada en todo el día: tienen unas responsabilidades especiales en el augurio tradicional… Los pollos sagrados y todas esas cosas.

—¿Y qué quieren de mí?

—Unas investigaciones sobre gansos.

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