Me miró a la cara. Aquellos ojos abultados y vidriosos se cruzaron con los míos. Su expresión era ceñuda.
—¿Uno cada uno? —preguntó.
Saqué una moneda y la lancé al aire. A él le tocó Calíopo y a mí Saturnino.
Sin intercambiar opiniones, nos separamos para interrogar por separado a los tripolitanos rivales. Yo contaba con mis métodos habituales, lo que no estaba tan claro era cómo se las apañaría Anácrites en un forcejeo real, sin el banco de torturas y sin ayudantes perversamente inventivos. De todas formas, confié en él. Era incluso posible que él confiara en mi.
Esa noche nos encontramos de nuevo en la plaza de la Fuente. Era muy tarde. Cenamos antes de pasar a las comparaciones. Yo había frito unas salchichas y las había añadido a un potaje de lentejas con puerros, ligeramente aromatizado con comino, que Helena había preparado. Con aire burlón aceptó mi sugerencia de que sirviera un tazón a Anácrites. Mientras ponía mechas a un par de lámparas de aceite, vi que la conmovía el placer que experimentaba Anácrites al ser invitado por primera vez a compartir nuestra vida doméstica.
Di un respingo. Ese hijo de puta quería ser de la familia. Anhelaba ser aceptado, tanto en casa como en el trabajo. ¡Qué gilipollas!
Una vez nos informamos de los resultados respectivos, vimos que seguían una pauta muy definida. Acusaciones paralelas y falta de cooperación sincronizadas. Saturnino había culpado a Calíopo de la muerte de Rúmex, un acto de venganza por la muerte de su león. Calíopo lo negó rotundamente. Según él, Saturnino tenía buenas razones para matar a su gladiador más valioso: Rúmex tenía una aventura amorosa con Eufrasia.
—¿Con Eufrasia? ¿Rúmex se acostaba con la esposa de su propio lanista?
—Un fácil acceso a la despensa casera —recalcó Anácrites, insidioso.
Estas conclusiones nos llevaban de nuevo a lo que nos habían dicho los dos gladiadores sobre Saturnino, que no quería saber demasiado de las admiradoras femeninas de Rúmex. Calíopo había puesto un auténtico toque morboso en su relato al contarle a Anácrites que en el breve tiempo durante el cual fueron socios, la esposa de Saturnino se le había ofrecido abiertamente. Había dicho de ella que era una ramera y que, por culpa de eso, Saturnino andaba amargado, presto a la venganza e inclinado a la violencia.
Helena tenía una expresión de malhumor. Ella y yo habíamos presenciado ese carácter adúltero en su propia casa, dejando plantado a su marido y desafiando los deseos de éste cada vez que le apetecía. Helena hubiera dicho que lo único que ocurría era que la mujer tenía un talante independiente.
—¡Así que estamos ante una tigresa ardiente que se acuesta con musculosos gladiadores para saciar su placer! ¿O será que la hermosa, amable y perfecta Eufrasia ha sido calumniada injustamente?
—Yo misma se lo preguntaré —anunció Helena Justina con contundencia. Anácrites y yo intercambiamos miradas de complicidad.
Por mi parte, yo expliqué que Saturnino había contado las cosas de manera muy diferente comentando que Calíopo era una persona inestable que albergaba celos ridículos. A partir de ahí sacó unas disparatadas conclusiones. Calíopo había recurrido a unos extravagantes planes de venganza cuando, en realidad, nadie le había hecho nada. Sus barracones eran un hervidero y él se negaba a admitirlo y, si teníamos que creer a Saturnino, que lo explicaba de la manera más razonable, Calíopo había perdido todo contacto con la realidad. Él también era, por supuesto, capaz de cometer un asesinato.
Yo le pregunté a Saturnino por qué había ordenado retirar a los antiguos sirvientes de Rúmex y ocultar el cadáver. Me soltó el plausible cuento de que tenía que mantener cerrada la habitación del héroe para evitar que sus admiradores y los cazadores de trofeos la saquearan y que había interrogado y castigado a los sirvientes por su falta de capacidad. Le pedí que me permitiera interrogarlos y me contestó que estaban tan abatidos, agotados y tristes que hablar con ellos me serviría de muy poco.
Entonces le sugerí que avisara a los vigiles, ya que se trataba de un caso de muerte no natural. Asintió vagamente. Cuando le dije que, si no lo hacía, lo haría yo mismo, respondió inmediatamente enviando un mensajero al cuartel más cercano. Como era habitual, resultaba imposible desconcertar a ese hombre.
Mientras discutía todo esto con Anácrites me sentí deprimido. Fui presa de un profundo pesimismo. En aquel caso ya había malos augurios. Los tripolitanos enfrentados nos darían móviles del contrario hasta que nos quedáramos completamente calvos. Lo que decía el uno del otro podía ser completamente cierto o totalmente falso. La rivalidad de sus ciudades de origen y sus respectivos fracasos en los negocios eran motivo de odio mortal por ambas partes. Aun cuando ninguno de los dos estuviera implicado en la muerte de Rúmex, las acusaciones y las contraacusaciones no cesarían.
También había algunas incoherencias. Calíopo siempre nos había parecido un tipo demasiado bien organizado para caer en acciones impetuosas. Además, aunque su negocio era más pequeño que el de su rival, sabíamos que no tenía problemas económicos. En cuanto a sus celos, en mi opinión, Saturnino controlaba por completo su vida doméstica, con una esposa de su misma ciudad natal. Si tenían alguna diferencia, era más probable que llegara a un acuerdo con Eufrasia que pelearse con ella por culpa de una aventura, aunque fuese con un esclavo.
Esa noche ya sabía yo cómo terminaría todo aquel jaleo. Los vigiles no descubrirían nada que vinculase a ninguno de los dos hombres con el crimen y no encontraríamos a nadie más a quien poder implicar en el asesinato.
Helena visitó a Eufrasia. Para sorpresa nuestra, la mujer admitió haber dormido con Rúmex aunque añadió que ella no era la única que lo hacía. Consideraba que tener preferencia en la elección de los hombres de su marido era uno de los atributos que le brindaba su rango. Dijo que a Saturnino no le gustaba, aunque por más que lo afectara, no tenía ninguna necesidad de acuchillar al gladiador. Podía haber liquidado a Rúmex en el circo en una lucha a muerte y haber ganado dinero con ello. Además, como él también había sido gladiador, su arma no era la fina hoja que había matado a Rúmex sino una espada corta, el gladium.
—Sí, de esas que se clavan en el cuello —comentó Anácrites.
Los dos lanistas tenían buenas coartadas. Calíopo podía demostrar que había ido al teatro con su amante (en ausencia de su esposa Artemisa, que se encontraba en la villa veraniega de Sorrento). Saturnino había declarado que había salido a cenar con Eufrasia, lo cual también descartaba a la mujer. Muy galante por su parte. Y meticulosamente oportuno, como era de esperar.
Las coartadas se referían a ellos individualmente, pero ambos poseían grupos de matones experimentados. Los dos conocían a asesinos que, fuera de sus campos de entrenamiento, podían ser obligados a cometer una mala acción y los dos podían pagar con sustanciosas cifras en metálico.
En concreto, había un sospechoso al que debíamos interrogar. Era Idíbal, el taimado bestiario de Calíopo. Fui a interrogarlo. Me dijeron que lo había comprado una mujer rica y se había marchado de Roma.
Eso sonaba a sospechoso. Yo lo había visto en compañía de su «tía», por eso sabía que existía; pero, como gladiador, Idíbal era un esclavo. Al parecer, originariamente había sido un voluntario libre, pero al enrolarse como gladiador, su estatus había cambiado por completo. Desde ese momento, juró acatar la sumisión completa al látigo, al hierro ardiendo y a la muerte. No había posibilidad de volverse atrás. Ningún lanista le permitiría siquiera soñar en una huida. Los gladiadores permanecían leales a su sangrienta actividad porque sabían que su única salida era la muerte: la propia o la de esos hombres y animales a los que se enfrentaban para complacer a las masas. Una vez dentro de ese círculo, la única salida era la acumulación de victorias. No cabía la posibilidad de que fueran comprados.
Cuando interrogué a Calíopo en este punto, Anácrites estaba de mi parte. Le dijimos que podían echarlo del gremio de lanistas por permitir algo impensable. Se revolvió nervioso y dijo que la mujer había insistido mucho, que su oferta económica era muy atractiva y que, de todas formas, a Idíbal siempre se le había tenido por un tipo problemático, inestable e impopular. Calíopo afirmó incluso que Idíbal no veía bien.
Aquello era absurdo. Recordé que al principio de nuestra investigación había visto a Idíbal arrojando jabalinas junto a sus compañeros con muy buen humor y mejor puntería. También recordaba que uno de los cuidadores había dicho que «Idíbal y los demás» habían abatido en la arena al cocodrilo que se había comido a un cuidador. Eso suponía tanto como decir que estaba en ese grupo de privilegiados, si es que no era realmente el líder. Calíopo lo negó y nosotros pensamos que mentía. Nos encontrábamos de nuevo en un callejón sin salida.
Conseguimos recomponer los movimientos de Idíbal la noche de la muerte de Rúmex. Había salido, con su supuesta «tía» y el sirviente de ésta, y juntos habían ido a Ostia. Podíamos haberlos encontrado allí, pero el grupo había salido en barca hacia el sur en diciembre, ¡un verdadero suicidio! No entendíamos cómo habían convencido al capitán para navegar en esa época del año. La mujer que se había llevado a Idíbal de los barracones tenía que debe ser riquísima. Ese enigma lo resolvió Anácrites: tenía barco propio. Mucho más intrigante…
Decidimos que Idíbal había huido de una familia rica y que ésta acababa de rescatarlo. Tal vez esa mujer era su tía de verdad. Lo cierto era que se había largado de Roma para siempre, tanto si había regresado a casa de su madre como si se había fugado con una viuda de sangre ardiente que lo había comprado como semental.
—Qué sórdido es todo esto —dijo Anácrites que, pese a ser espía, era un puritano.
Además, quedaba otro cabo suelto: el ex pretor Urtica, según Camilo Vero, llevaba tiempo sin aparecer por la Curia. Incluso se habían acallado los rumores sensacionalistas sobre su desenfrenada vida amorosa. Los magistrados podían retirarse de la política, pero sus instintos lascivos solían perdurar. Era posible que Pomponio Urtica se hubiera escondido para salvar su reputación, pero la teoría de que estuviera herido parecía más plausible.
Una vez más, me acerqué al Pinciano, decidido a entrar aunque tuviera que esperar un día entero. En esa ocasión me dijeron la verdad: que Pomponio Urtica estaba en casa pero que se hallaba muy enfermo. Dije que hablaría con él pese a sus gemidos y conseguí llegar a la antesala del dormitorio del gran hombre.
Mientras los sirvientes hablaban con el doctor que lo atendía, vi que había gran cantidad de material médico y quirúrgico; destacaba un pedestal de bronce con la alentadora forma de un esqueleto con tres ramificaciones para cortar vasos sanguíneos. Éstas se usaban en muchas enfermedades y también para cortar el flujo sanguíneo por encima de una herida. Vi además muchas vendas enrolladas y la estancia olía a betún, que se utilizaba para coser cortes en la piel. También encontré frascos de distintos remedios en polvo. Cogí un pellizco de uno que estaba prácticamente vacío y más tarde le pregunté a Talía, experta en medicinas exóticas, qué era aquello.
—Yo diría que es opobálsamo, procedente de Arabia. Cuesta una fortuna.
—El paciente puede permitírselo. ¿Para que se utiliza el opobálsamo, Talía?
—Para las heridas, principalmente.
—¿Y qué hace?
—Te da una calidez reconfortante y piensas que, si es tan caro, seguro que va bien.
—¿Es un remedio eficaz?
—A mí dame esencia de tomillo. ¿Dónde tiene las heridas?
No pude decírselo porque no llegué a verlo. El médico salió de estampida del dormitorio, muy molesto de que yo hubiese llegado hasta allí. Habló de fiebres intermitentes pero no quiso decirme si sufría de gota. Llamó a los sirvientes para que me escoltasen hasta la puerta de la casa de un modo que distaba poco de ser un asalto remunerado.
Luego intenté ver a Scilla, la supuesta novia del pretor. Siempre me había gustado interrogar a mujeres con sucios pasados. Ese trabajo solía ser un reto en sí mismo, pero éste no fue el caso de Scilla. Vivía en casa del pretor y no salía de ella. Como estilo de vida femenino era altamente sospechoso, aunque cuando volví a casa y lo dije, Helena me acusó de sinvergüenza.
Frustrados todos nuestros movimientos, Anácrites y yo volvimos a las investigaciones rutinarias. Eso significaba hacer preguntas a todas las personas de las que se supiese que habían estado en los barracones la noche en que mataron a Rúmex, con la esperanza de que alguien recordase haber visto algo inusual. Los vigiles investigaban el caso a la vez que nosotros, aunque no habían descubierto nada positivo. Finalmente, archivaron el caso en su fichero de «no resueltos» y poco después nosotros hicimos lo mismo.
Bueno, no me echéis la culpa a mi.
A veces no hay ninguna pista que seguir. La vida no es una fábula, en la que unos personajes de ficción se enardecen con unas emociones imposibles, en la que unas escenas de ficción se describen con un lenguaje atrayente y cada muerte misteriosa va seguida en progresión regular de cuatro pistas (una falsa), tres hombres con coartadas indemostrables, dos mujeres con móviles inexplicables y una confesión que aclara todos los pormenores de los acontecimientos acusando a la persona supuestamente menos sospechosa, un tipo sin escrúpulos al que cualquier investigador sagaz hubiera desenmascarado. En la vida real, cuando un caso llega a un punto muerto, no se puede esperar que alguien llame fortuitamente a la puerta y traiga al testigo deseado, con una confirmación de detalles que nuestro inteligente héroe ya había deducido y almacenado en su memoria mastodóntica. Cuando las investigaciones llegan a un punto muerto es porque el caso se ha enfriado. Preguntadle a cualquier vigil: una vez enfriado el caso, ya te puedes ir a trasquilar ovejas.
O mejor aún, a echarte un trago en la taberna. Es posible que allí entables conversación con un hombre al que hacía veinte años que no veías y te cuente la increíble historia de un misterio que quiere que resuelvas.
No te preocupes: su mujer está muerta y enterrada bajo la cama de acanto; el zorro torturado con ojos de poseso que te gorrea el agua de sentina de aquella lamentable manera es el hijo de puta que la puso ahí debajo. Os lo puedo asegurar aunque nunca he llegado a conocerlo. Es sólo una corazonada. Una corazonada llamada experiencia.