¡A los leones! (23 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

Finalmente, cuando ya empezaba a conformarme con seguir donde estaba el resto de la semana, Helena me obligó a incorporarme y me trajo un cuenco con agua caliente, una esponja y un peine. Me lavé, me peiné, hice un pequeño esfuerzo para levantarme, me puse varias camisas y, por último, me cubrí con la prenda nueva de paño rústico. La ropa estaba tan inmaculada que parecía esperar a que se le cayera encima un buen cuenco de salsa púrpura. Era demasiado abultada y las mangas eran incómodas —para mover los brazos. Si mi vieja túnica verde se había ajustado a mí como una segunda piel, con la que llevaba en aquel momento me sentía consciente de la aspereza de la tela y de las arrugas, que no esperaba encontrar. Además, el aire olía a productos químicos de batán.

Helena Justina hizo oídos sordos a mis continuas murmuraciones. Cuando estuve listo (todo lo acicalado que estaba dispuesto a estar), me tumbé en la cama y la contemplé con displicencia mientras se peinaba calmosamente. Antes de abandonar la casa de su padre para vivir conmigo, unas doncellas habrían retocado sus largos y suaves rizos con unas tenacillas calientes, pero ahora tenía que peinar, rizar y retocarse el pelo ella misma. Se había hecho experta en el manejo de los finos alfileres de cabeza y no profirió la menor queja. Después se contempló en un borroso espejo de mano, de bronce, e intentó aplicarse rojo de hollejo de uva y polvo de semilla de lupino a la luz mortecina de una lámpara de aceite. En aquel punto empezó a murmurar para sí. Diciembre era mal mes para embellecerse el rostro. El fino maquillaje de ojos con colores sacados de frasquitos de cristal verde con espátulas de plata requería inclinarse sobre el espejo rectangular encajado en su joyero e incluso era causa de sus rabietas. Me incliné hacia delante y rellené de aceite la lámpara para que tuviera suficiente luz, aunque no pareció que sirviera de mucho. Al parecer, yo no hacía sino estorbar.

Según Helena, en realidad no le preocupaba gran cosa su aspecto. Por eso pasó más de una hora dedicada a acicalarse.

Cuando ya me había puesto cómodo y empezaba a dormitar otra vez, Helena declaró que ya estaba a punto para acompañarme a la cena. Se había adornado con buen gusto y llevaba un vestido verde pálido, con el collar de ámbar y las zapatillas de suela de madera, que completaba con un grueso echarpe de invierno que le colgaba de manera seductora. Helena hacía un elegante contraste con mi túnica de color bermejo intenso.

—Estás muy atractivo, Marco —me dijo. Yo suspiré—. He pedido prestada la litera de mis padres para que no tengas que exponerte a las inclemencias del tiempo. Hace una tarde fría, aunque… —¡Como si la túnica nueva no fuera suficiente molestia! Y a continuación, me puso en el apuro definitivo—: ¡Podrías llevar tu capa gala!

La había comprado en la Germania Inferior en un momento de locura, era una prenda recia, informe y cálida al tacto. Tenía cosidas unas mangas anchas que salían del cuerpo en ángulo recto y una capucha ridículamente puntiaguda. Estaba hecha como impermeable y no había que tener en cuenta el aspecto estético. Yo había jurado que nunca me verían en mi ciudad envuelto en una prenda tan tosca, pero esa tarde debía de estar enfermo de verdad porque, pese a todas mis protestas, Helena consiguió enfundarme la capa gala y abrocharme los botones hasta el cuello, como si fuera un crío de tres años.

Me di cuenta de que debería haberme quedado en cama. Había pensado en abrumar a Saturnino con mi refinamiento y, en lugar de esto, llegaba a su elegante mansión hecho un fardo en una litera prestada, con la nariz goteando, los ojos febriles y el aspecto de un jorobado dios celta de los bosques. Lo que me enfureció más fue ver que Helena Justina se reía de mí.

XXVIII

Saturnino y su esposa vivían cerca de la colina del Quirinal. Todas las estancias de la casa habían sido pintadas tres meses antes por artistas de frescos. La pareja poseía muchos muebles con incrustaciones de plata, repartidos por los rincones y ornados de vistosos cojines. Las patas bien torneadas de los triclinios y de las mesillas se hundían en lujosas alfombras de pieles, algunas de las cuales aún lucían la cabeza del animal. Estuve a punto de meter el pie izquierdo en las fauces de una pantera disecada.

Mientras me conducían al interior y me liberaba de mis prendas de calle, averigüé que la esposa se llamaba Eufrasia. Ella y su marido salieron a recibirnos educadamente tan pronto como llegamos. Era una mujer sumamente guapa, de unos treinta años, de tez más oscura que la de él, boca generosa y unos espléndidos ojos de mirada dulce.

Eufrasia nos condujo a un cálido comedor decorado con ricas telas, unas rojas, otras negras. Las puertas plegables conducían a un jardín con columnas que, según Saturnino, usaban como comedor de verano. Nos enseñó el jardín: había una gruta iluminada, con el fondo de cristales de colores y conchas marinas. Con amables expresiones de preocupación por mi salud, nos condujo de nuevo al interior de la casa y me ofreció un lugar cerca del brasero.

Éramos los únicos invitados. Al parecer, la idea de entretenimiento de aquella pareja era celebrar fiestas en la mayor intimidad. Bien, aquello encajaba con lo que me habían contado sobre la noche que cenaron con el ex pretor Urtica.

Procuré recordar que estaba allí para trabajar aunque, de hecho, la casa era tan cómoda y mis invitados tan campechanos que me di cuenta de que empezaba a olvidarlo. La intuición me hacía desconfiar de Saturnino pero, en cuestión de media hora, me quedé sin argumentos.

Afortunadamente Helena se mantuvo alerta. La conversación fue de un tema a otro mientras dábamos cuenta de diferentes platos en porciones generosas, cargadas de especias; yo intentaba frenar el goteo de mi nariz después de las especias cuando la oí ir al grano:

—Bien, cuéntame cuál es tu procedencia. ¿Cómo llegaste a Roma?

Saturnino extendió su corpulento armazón en el triclinio que ocupaba. Su actitud relajada parecía típica en él. Llevaba una túnica gris casi tan nueva como la mía, unos brazaletes por encima del codo y unos gruesos sellos de oro que brillaban en sus dedos.

—Procedo de la Tripolitania y llegué hace… hace unos veinte años. Soy ciudadano con derechos desde que nací y la vida ha sido generosa conmigo. Pertenezco a una familia acomodada y culta perteneciente a los dirigentes de la comunidad local. Tenemos tierras, aunque no las suficientes, como la mayoría…

—¿Dónde están? ¿Cuál es tu patria chica?

Helena consideraba que la mayoría de la gente estaba excesivamente impaciente por contar su vida y, por lo general, procuraba no preguntar nada. Pero cuando lo hacía era imposible detenerla.

—Leptis Magna.

—Es una de las tres ciudades de las que toma su nombre la provincia, ¿no?

—Exacto. Las otras son Oea y Sabrata. Yo, naturalmente, siempre mantendré que Leptis es la más importante…

—Naturalmente… —Helena empleaba un tono de voz chispeante e inquisitivo como si todo fuera una mera charla intrascendente, iniciada por una invitada bastante entrometida. El lanista hablaba con tranquilidad y confianza. Yo creí su afirmación de que su familia en Leptis era gente de posibles, pero esto dejaba abierto un gran interrogante. Helena sonrió—: No quiero ser impertinente, pero, si un hombre con buenos orígenes termina como lanista, debe de haber una buena historia detrás…

Saturnino reflexionó al oír estas palabras. Advertí que Eufrasia lo observaba. Parecía que la pareja se llevaba bien pero, como tantas esposas, la mujer observaba a su compañero con un leve velo de divertido interés, como si a ella no la engañara. Yo también me dije que aquellos ojos de mirada suave podían resultar engañosos.

El marido se encogió de hombros. Si había luchado en el circo, era porque había fundamentado su vida en afrontar desafíos. Supuse que sabía que Helena no era presa fácil y que quizá lo que le atraía de ella fuera el riesgo de revelarle demasiado.

—Abandoné mi casa con la promesa de que un día sería importante en Roma.

—Y luego, el orgullo te impidió regresar antes de haberte labrado un nombre, ¿no es eso? —Helena y el hombre parecían dos viejos amigos que se reían juntos, con aire desenvuelto, de las faltas de uno de ellos. Saturnino fingía ser sincero; Helena aparentaba creérselo.

—Roma resultó toda una conmoción —reconoció Saturnino—. Yo tenía dinero y educación. En este aspecto podía rivalizar con cualquier joven de mi edad perteneciente a las grandes familias senatoriales, pero era un provinciano y tenía cerradas las puertas de la vida política a alto nivel. Podría haberme dedicado al comercio de importaciones y exportaciones, pero no iba conmigo; para trabajar en eso, podría haberme quedado en Leptis. La alternativa era convertirme en una especie de poeta tedioso, una especie de hispano mendigando favores en la corte… —Eufrasia soltó un resoplido ante tal insinuación y Helena sonrió. Saturnino asintió a ambas—. Y no acababa de ver cómo se admitía en el Senado, con todos los honores, a esos greñudos bebedores de cerveza de las tribus galas, y en cambio, no se consideraba merecedores del mismo trato distinguido a los tripolitanos.

—Pronto se lo darán —le aseguré. Vespasiano había sido gobernador de África; sin duda ampliaría el cupo senatorial tan pronto como pensara en ello. Anteriores emperadores lo habían hecho con las provincias que ellos conocían bien; de ahí la presencia de senadores galos de largas barbas a los que tanto despreciaba Saturnino, patrocinados por el viejo y chiflado Claudio. De hecho, si Vespasiano no había tenido aún la idea de hacer algo por África, yo podría despertar su interés con un informe. Lo que fuera, con tal de parecer útil al gobierno. Y a Vespasiano le gustaría, pues es una medida barata.

—¡Es demasiado tarde para mí!

Saturnino tenía razón: era demasiado viejo… y se dedicaba a una profesión mal considerada.

—De modo que decidiste vencer al sistema… —intervino Helena con calma.

—Era joven y precipitado. Naturalmente, era de esos que tienen que enfrentarse al mundo de la manera mas dura posible.

—Y te hiciste gladiador.

—De los buenos —dijo con orgullosa satisfacción.

—Creo que los luchadores voluntarios tienen una posición superior; ¿no es así?

—Pero uno tiene que ganar los combates, pese a quien pese. De lo contrario, la única posición que alcanza es la de cadáver arrastrado fuera de la arena con ganchos.

Helena bajó la vista a su cuenco de confitura.

— Cuando conseguí la espada de madera, me produjo una especie de amargo placer convertirme en lanista —continuó Saturnino tras un momento de silencio—. Los senadores tenían autorización para mantener grupos de gladiadores; para ellos era un pasatiempo excéntrico mas. Yo me metí a fondo en mi profesión. Y dio resultado; al final, he conseguido cuanto deseaba.

Aquel hombre era una curiosa mezcla de ambición y cinismo. Seguía teniendo el mismo aspecto de gladiador que cualquier esclavo vendido para llevar esa vida, pero disfrutaba de sus lujos actuales con gran naturalidad. Antes de entrar en el negocio del circo, había crecido en la Tripolitania habituado a que unos criados respetuosos le sirvieran la comida y a tomarla en una vajilla elegante. Eufrasia, su esposa, ordenó que sirvieran cada plato de la cena con un gesto imperioso; ella también estaba perfectamente habituada a aquel estilo de vida. Lucía un enorme collar con hileras de alambres trenzados y discos de cobre, realzado con rubíes de un rojo intenso; parecía a la vez exótico y antiguo y quizás era heredado.

—Una típica historia romana —comenté—. Las normas dicen que uno es del lugar donde lo coloca su dinero. Pero a menos que te llames Cornelio o Claudio y que tu familia tenga una casa al pie del Palatino y dentro de las murallas de Rómulo, tienes que abrirte camino como puedas para encontrar un puesto decente. Los recién llegados necesitan empujar con fuerza para conseguir ser aceptados. Pero se puede conseguir.

—Y no te ofendas, Saturnino —intervino Helena—, pero no tiene que ver sólo con venir de provincias. Alguien como Marco también tiene que librar una batalla tan dura como la tuya.

Me encogí de hombros.

—Quizás el Senado sea inaccesible para muchos de nosotros, pero ¿y qué? ¿Quién necesita al Senado? Para ser sinceros, ¿quién desea apechugar con esa carga? Cualquiera puede trasladarse donde guste, si tiene capacidad de aguante. Tú eres una muestra de ello, Saturnino. Te has abierto camino literalmente luchando. Y ahora cenas con magistrados de la ciudad… —El lanista no mostró la menor reacción cuando aludí a Pomponio Urtica—. No te falta nada ni en lujo ni en posición social… —decidí no mencionar el poder; aunque Saturnino también tenía algo de eso—, aunque tu ocupación sea sórdida…

Saturnino me dedicó una mueca burlona.

—La más baja de todas: compuesta, a la vez, de chulos y carniceros. Procuramos hombres, pero como carne de matadero.

—¿Es así como lo ves?

Me había parecido que su ánimo era sombrío, pero Saturnino estaba disfrutando a fondo de la conversación.

—¿Qué quieres que diga, Falco? ¿Quieres que finja que suministro hombres como una especie de devoción piadosa? ¿Sacrificios humanos como prenda sangrienta para aplacar a los dioses?

—Los sacrificios humanos siempre han sido ilícitos entre los romanos.

—Pues así fue como empezó todo —murmuró Helena—. Parejas de gladiadores se enfrentaban durante los juegos funerarios que celebraban las grandes familias. Era un rito dedicado tal vez a proporcionar la inmortalidad a los difuntos mediante el derramamiento de sangre. Aunque los gladiadores luchaban en el foro del Mercado de ganado, el combate seguía entendiéndose como una ceremonia privada.

—¡Y en eso es en donde todo ha cambiado hoy día! —Saturnino se inclinó hacia delante y sacudió el índice—. Ahora no se permiten los combates en privado.

El lanista tenía razón: el motivo de que lo dijera me hizo sospechar. Me pregunté si aquello tendría especial relevancia. ¿Había habido alguna velada de gladiadores en privado últimamente?, ¿alguien había intentado organizar una por lo menos?

—Ese es el elemento político —indiqué—. Hoy, los combates se celebran para sobornar al pueblo durante las elecciones, o para glorificar al emperador. Los pretores echan un vistazo una vez al año, en diciembre, pero salvo eso, sólo el emperador puede ofrecer juegos circenses al público. Un espectáculo financiado por bolsillos privados sería considerado una excentricidad, casi una traición. El emperador, desde luego, consideraría hostil a cualquier hombre que los encargara.

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