¡A los leones! (19 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

Urtica era de los que lo tenían fácil. Cuando precisaba bajar a la ciudad para resolver algún asunto público, se hacía transportar en una litera que acarreaba con paso firme un grupo de esclavos bien aparejados y de buen carácter. El pretor no tenía nunca que ensuciarse las botas de polvo, fango ni excrementos y, durante la hora que duraba el trayecto en cada sentido, podía dedicarse un rato a alguna lectura ligera, reclinado en cojines de plumón. Incluso podía llevar consigo una cantimplora y un paquete de tostadas dulces. Y para ir más entretenido todavía, más de una vez, haría subir a la litera a alguna atractiva flautista de redondos pechos.

Yo subí andando. No tenía nada ni nadie me ayudaba. El invierno había convertido en barro el polvo de la calle y los excrementos de asno se mezclaban con el barro, transformados en masas sueltas entre el fango como la polenta a medio revolver de alguna taberna que los ediles se disponían a clausurar.

Por fin encontré la lujosa residencia del pretor. Tardé un rato en hacerlo porque todas aquellas ostentosas residencias del Pinciano eran idénticas y todas estaban situadas al final de largas calzadas. El portero de la casa de Urtica me comunicó que su amo no estaba en casa. El anuncio no me sorprendió. Lo que no dijo el esclavo, aunque no tardé en deducirlo de su tono, fue que incluso de haber estado (lo cual era perfectamente posible) no me habría permitido entrar. Mi fina intuición de informante dedujo que existía una orden estricta de negar el acceso a cualquier tipejo cansado que se identificara como un tal Didio Falco. Preferí no armar revuelo ante aquella elegante mansión presentando mi autorización del palacio imperial. La jornada ya había sido suficientemente larga y me ahorré la embarazosa situación.

Hice a pie todo el camino de regreso al centro. Compré una torta y un vaso de vino aromatizado, pero me resultó difícil encontrar compañía aquella desapacible tarde invernal. Y daba la impresión de que todas las flautistas insinuantes estaban en Ostia, visitando a sus parientes.

XXIII

Bien, una vez de vuelta a la realidad, acudí a los baños, entré en calor de nuevo, recibí los insultos de mi preparador físico, encontré a un amigo y me lo llevé a casa a tomar un bocado.

Ya se sabe lo que sucede cuando uno se traslada a un piso nuevo e invita a una persona importante a visitarlo. Si uno no posee un esclavo al que enviar por delante, llega a casa y hace alarde de amabilidad con la esperanza de no encontrarse con alguna escena embarazosa. Aquella tarde llevé a casa a un senador. Un hecho poco frecuente, debo reconocerlo. Y naturalmente, tan pronto entramos nos hallamos con algo tremendamente embarazoso: mi esposa, como ahora me obligaba a llamarla, estaba dando una mano de pintura a una puerta.

—¡Hola! —exclamó el senador—. ¿Qué sucede aquí, Falco?

—Que Helena Justina, hija del ilustre Camilo, se dedica a pintar una puerta —respondí.

Mi acompañante me dirigió una mirada de soslayo.

—Eso será porque no puedes permitirte pagar a un pintor —murmuró con inquietud—. ¿O tal vez porque a ella le gusta dedicarse a eso?

La segunda insinuación parecía aún peor que la primera.

—Le gusta —asentí. Helena Justina continuó pintando como si ninguno de los dos estuviese presente.

—¿Por qué toleras algo así, Falco?

—Verá, senador, todavía no he encontrado el modo de disuadir a Helena de algo si ella desea hacerlo. Además —añadí con orgullo—, lo hace mejor que cualquier pintor que pudiera contratar.

Por eso Helena no nos había dirigido la palabra. Cuando pintaba una puerta, se aplicaba a ello con gran concentración. Sentada en el suelo con las piernas cruzadas y un pequeño cuenco de pintura ocre, aplicaba la brocha despacio, con movimientos relajados y regulares que dejaban un acabado perfecto. Contemplar aquello era uno de los grandes placeres de mi vida; así se lo expliqué al senador y, cuando cogí un taburete, él me imitó.

—Fijese, senador —murmuré—, que empieza por abajo. La mayoría de los pintores comienzan por arriba y, media hora después de acabar, la pintura que sobra cae hacia el suelo y forma una línea de gotas pegajosas a lo largo del borde inferior. Las gotas se endurecen antes de que uno lo advierta y ya no hay modo de librarse de ellas nunca más. Helena Justina, en cambio, no deja ningún churrete que gotee.

En realidad, no era así como lo habría hecho yo, pero Helena demostró la eficacia de su método y el senador parecía impresionado.

—Pero, ¿qué opina tu gente, Falco?

—Está horrorizada, por supuesto. Helena es una chica respetable de muy buena familia. Mi madre, sobre todo, está perpleja. Piensa que Helena ya ha sufrido suficiente compartiendo su vida conmigo. —Helena, que acababa de ponerse de rodillas para seguir su trabajo hacia arriba, hizo una pausa en el momento de empapar de nuevo la brocha y se volvió a mirarme con aire pensativo—. Pero mi esposa tiene mi permiso para decirle a la gente que yo la obligo a hacerlo.

—¿Y qué dices tú?

—Digo que es responsabilidad de la gente que la educó.

Helena abrió la boca por fin:

—Hola, padre —dijo.

Como el plomo de la pintura afectaba a Helena, la obligó a sorber ruidosamente por la nariz. Le dirigí un guiño, pues sabía que, cuando se dedicaba a pintar, se secaba la moquita restregando la nariz en la manga de la ropa.

El senador Camilo Vero, mi invitado y padre de Helena, se ofreció cortésmente:

—Si andas corto de fondos, yo podría pagaros un pintor, Marco.

Trasladé la propuesta a mi esposa. Yo era un romano cabal. Bien, al menos sabía qué me convenía.

—No malgastes el dinero, papá querido. —Helena había llegado al nivel del tirador de la puerta que yo, previamente, le había ayudado a desmontar; llegada a este punto, abandonó su postura y se incorporó para continuar el trabajo en la mitad superior de la puerta. Camilo y yo apartamos ligeramente los taburetes para dejarle espacio—. Gracias —nos dijo.

—Lo hace muy bien, es cierto —me comentó el padre. Daba la impresión de que le incomodaba hablarle directamente a la terca de su hija—. Yo le enseñé —añadió. Helena me dirigió una mirada.

—Y yo le insistí en que me enseñara, por supuesto —fue su réplica. El padre volvió la mirada hacia ella. Si yo había decidido que era signo de buena educación aparentar suficiencia, Helena continuó en aquel tono, sin prestarle atención.

—¿Qué hay de comer para nuestro invitado, Marco? —preguntó mi esposa.

El padre me acusó rotundamente.

—Bueno, supongo que ahora la obligarás a preparar la cena.

—No —respondí con calma—. En esta casa, el cocinero soy yo.

Cuando terminó de pintar la parte superior de la puerta, Helena retrocedió un paso y consintió en besar a su padre, aunque de forma bastante rápida porque seguía inspeccionando la puerta en busca de alguna imperfección. La luz era demasiado escasa. Diciembre no es el mes más apropiado para ese tipo de trabajo, pero es preciso poner la casa en condiciones cuando hay ánimo para ello. Helena, enfurruñada, pasó la brocha otra vez sobre unas minúsculas burbujas cerca del borde superior. Yo sonreí. Al cabo de un momento, también lo hizo su padre. Ella se volvió a mirarnos. Los dos seguíamos sentados en los taburetes y nos reíamos porque nos encantaba verla feliz. Ella, en cambio, se tomó las sonrisas con suspicacia y, de repente, nos dedicó toda su atención con una mueca desafiante.

—Helena detesta limpiar la brocha —dije a su noble padre—, de modo que de eso me ocupo yo. —La cogí de manos de Helena y deposité un beso en sus dedos (evitando las manchas de pintura)—. La limpieza es una de las tareas menores de las que también me ocupo. —Miré a los ojos a Helena—. A cambio de los muchos detalles generosos que ella tiene conmigo.

Habría sido un descaro añadir que, en ocasiones, cuando su padre no está presente, encontraba un placer voluptuoso en limpiar también a la pintora. El único defecto de Helena era ser propensa a mancharse de pintura por todas partes.

Por fortuna, no era difícil distraer al senador; lo enviamos a otra estancia para que jugara un rato con su nieta y nos dejara solos para divertirnos un rato.

Más tarde, cuando acabé de dar de comer a todo el mundo, nuestro ilustre visitante me confió la razón de que hubiera aceptado tan deprisa la invitación a conocer nuestro minúsculo pisito, cuando habría podido cenar mucho mejor en la comodidad de su propia casa. Llevábamos algún tiempo sin recorrer el Aventino hasta la mansión algo destartalada de Camilo, cerca de la Puerta Capena, para visitar a la familia de Helena. Nunca se nos había impedido hacerlo formalmente, pero desde que Justino se fugó con la chica a la que ambos habíamos presentado como una novia conveniente (es decir, rica) para su hermano mayor, el ambiente se había enfriado. Nadie culpaba a Helena de los problemas familiares. En cambio, yo constituía un buen partido. El novio plantado, Eliano, se había mostrado especialmente procaz.

—¿Qué es esto? —preguntó el senador. Acababa de encontrar un pergamino en el que había dibujado una planta grande, parecida a una cebolla.

—Un esbozo botánico de una planta de
silphium
—respondí con indiferencia.

Helena, que acababa de darle de comer a la niña, me la puso en los brazos. Aquello significaba que podía ocupar mi atención en dar palmaditas en la espalda de la pequeña hasta que eructase. Helena mantenía la mirada gacha y se arreglaba los prendedores del vestido.

—¡De modo que también tenéis noticia de mi hijo!

Camilo nos repasó de arriba abajo. Era capaz de interpretar los presagios de una bandada de cuervos.

Mientras reconocíamos que sí con aire evasivo y declarábamos que, por supuesto, teníamos intención de informarle, el senador dejó a un lado mi dibujo y sacó un plano. Me di cuenta de que el encuentro con él en los Baños de Glauco no había sido casual; el senador ya venía preparado. Seguramente llevaba tiempo tratando de hablar con nosotros sobre la pareja fugada. Aunque yo pensaba que su relación con su esposa, Julia Justa, era tan abierta y confiada como tenía que ser por tradición, cruzó por mi mente el pensamiento desleal de que Décimo Camilo quizá no le había dicho aún que Justino había escrito a casa. Julia Justa se había tomado muy mal el rapto. Para empezar, los ancianos abuelos de la muchacha desaparecida habían llegado a Roma procedentes de Hispania apenas un par de días después, con la intención de celebrar el compromiso y el casamiento de Claudia. Julia Justa había tenido que soportar un período delicado en la casa, con la anciana pareja como furiosos invitados hasta que se despidieron entre quejas y maldiciones.

—Ha puesto distancia hasta la misma Cartago. —Décimo extendió el mapa de pergamino que tenía en la biblioteca de la casa—. Está claro que no tiene idea de geografía.

—Supongo que huyeron en el primer barco que zarpaba con rumbo sur —el papel de apaciguador nunca se me ha dado bien—. Cartago está a tiro de piedra de Sicilia.

—Pues ahora ya debe de saber —comentó Décimo, al tiempo que plantaba un índice en Cartago y el otro en Cirene, a prácticamente un brazo de distancia— que se ha equivocado de provincia y que existe todo un cementerio de barcos entre él y el puerto al que pretende dirigirse.

Sí, allí estaba Cartago, la enemiga ancestral de Roma, al oeste de Sicilia, en el vértice del sector proconsular de la provincia del África romana. Más allá del doble seno de las peligrosas Sirtes, al este, pasada la Tripolitania y antes de entrar en la Cirenaica, casi en Egipto en realidad, estaba la ciudad de Cirene que una vez había sido el esplendoroso centro comercial del buscado
silphium
. Las aguas turbulentas de los grandes golfos de Sirte Menor y Sirte Mayor, que debería atravesar nuestro viajero en su loca empresa, habían hundido buena cantidad de embarcaciones.

—¿No podría viajar por tierra? —preguntó Helena en un tono de voz inusualmente tímido.

—Son unas mil millas —apunté. Ella sabía bien qué significaba aquello.

—Gran parte de ellas, desierto. Pregúntaselo a Salusto —replicó su padre con rotundidad—. Salusto sabe mucho del viento ardiente que se alza en el desierto y de las tormentas de arena que te ciegan los ojos y te llenan la boca de polvo.

—Entonces, necesitamos un buen plan para que no se mueva de Cartago —apuntó Helena.

—¡Yo lo quiero en casa! —soltó el padre—. ¿Te contó qué hacen para tener dinero?

Helena carraspeó:

—Creo que habrán vendido parte de las joyas de Claudia.

Claudia Rufina era una heredera de distinguida familia y poseía una gran cantidad de joyas. Por eso creíamos que era un buen apaño para el hijo mayor de la familia. Eliano esperaba fortalecer su candidatura a las elecciones del Senado con aquel matrimonio, económicamente favorable. En lugar de este resultado, avergonzado por el escándalo, se había retirado de las listas y haraganeaba por casa, sin oficio ni beneficio desde hacía un año. Mientras tanto, su hermano gastaba la dote de Claudia en pagar la hospitalidad cartaginesa.

—Bien, así no tendrán que venderse como esclavos dedicándose a camelleros.

—Me temo que tengan que hacerlo, señor —reconocí—. Justino me ha contado que se dejaron el cofre con las mejores piezas.

—¡En la agitación del momento, sin duda! —Camilo me dirigió una mirada severa—. Así pues, Marco, tú eres el experto en horticultura… —Me abstuve de protestar ante tal calificativo, porque mi única relación con el campo era un abuelo que tenía un puesto de verduras en el que, a veces, pasé ratos cuando era un crío—. Me han contado la estúpida historia de la búsqueda de
silphium
. ¿Qué posibilidades tiene Justino de redescubrir la hierba mágica?

—Muy pocas, señor.

—Eso imaginaba. Supongo que absolutamente toda fue erradicada hace años. Supongo que los pastores que dejaron que los rebaños devorasen la hierba acogerán mal la propuesta de reclamar sus pastos para convertirlos otra vez en un gran huerto de plantas herbáceas… Supongo que no te apetecerá cruzar el Mare Nostrum, ¿verdad?

Lo miré desconsolado:

—Me temo que estoy demasiado ocupado y atado por mi trabajo en el censo. Como sabe, es muy importante que lo haga bien y me establezca.

El senador sostuvo mi mirada más tiempo del que yo hubiera deseado, pero su expresión cambió a otra más indulgente. Volvió a enrollar el pergamino con gesto enérgico.

—¡Bien, espero que eso pueda resolverse!

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