¡A los leones! (8 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

—Yo tampoco lo entiendo —convino Buxo. Una mentira descarada.

—Me parece que ni siquiera lo intentas. —Fingió no advertir mi tono de voz, peligroso y grave.

Dejé la jaula de ruedas donde estaba. En aquel engañoso establecimiento, cualquiera la pondría de nuevo en su sitio. En aquel momento, algo me llamó la atención en la pared exterior del cobertizo. Levanté lo que parecía una gavilla de paja. Lo que me había sorprendido eran los haces entretejidos que tenían una forma concreta.

—Es un hombre de paja, o lo que queda de él.

La burda forma estaba destrozada. Las cuerdas de la parte superior de las piernas seguían en su sitio pero lo que formaba los hombros había sido arrancado con la cabeza y un brazo. También le faltaba la mitad de la paja del cuerpo, que estaba desparramada por el suelo. Al cogerlo, se deshizo por completo.

—Pobre hombre. Se lo han cargado. Los utilizáis como señuelo, ¿verdad?

—Sí, en el cuadrilátero —dijo Buxo, que seguía fingiendo una terrible pena.

—Los lanzáis para atraer la atención de las fieras y hacer que se vuelvan como locas, ¿no?

—Sí, Falco.

Alguna criatura enloquecida destrozó el maniquí que yo tenía en las manos.

—¿Y qué hace aquí esta reliquia?

—Debe de ser uno viejo —respondió Buxo intentando encontrar la expresión inocente que yo no veía en él.

Miré a mi alrededor. Todo estaba limpio y recogido. Era un patio con los objetos ordenados, contados e inventariados de forma rutinaria. Cualquier cosa que se rompiera sería sustituida o reparada. Los hombres de paja se guardaban colgados de clavos en el techo, en la misma cabaña que las pértigas de seguridad. Todos los señuelos habían sido reparados hasta cobrar una forma razonable.

Me puse las dos mitades de la desmembrada figura bajo el brazo, y con un ademán remarqué la importancia de haber confiscado una prueba.

—La pasada noche hubo dos momentos en los que se debió hacer mucho ruido en la jaula de Leónidas: cuando se lo llevaron y cuando lo devolvieron. Tú afirmas que no oíste nada de nada. Dime, Buxo, ¿dónde estuviste anoche?

—En la cama. Estaba en la cama —repitió—. Estaba aquí y no oí nada.

Yo era un buen ciudadano romano. Aunque me desafiara con todo el ardor del mundo, no pegaría a otro ciudadano por muy esclavo que fuera.

IX

Cuando volvimos a la zona principal, Buxo se concentró a toda prisa en su trabajo mientras yo echaba un último vistazo a las jaulas. Se escudó en los cuatro avestruces, que se acurrucaron a su alrededor al tiempo que levantaban las patas con la delicadeza exagerada de todas las aves de corral.

—Cuidado, Falco. Saben dar buenas patadas.

Dar patadas no era su único talento. Uno de ellos se encaprichó con el cuello de mi túnica y asomaba la cabeza sobre mi hombro para darle un picotazo. El cuidador no hizo nada por controlar a aquellos pestilentes pájaros, por lo que abandoné mis pesquisas en las jaulas, que era, seguramente, lo que quería.

Regresé a la oficina con los restos del hombre de paja bajo el brazo. Anácrites hablaba con Calíopo. Ambos miraron mi trofeo y yo dejé los trozos en un taburete sin decir nada.

—Mire, Calíopo, a su león anoche lo sacaron de paseo y no precisamente porque el veterinario le hubiese recomendado un poco de aire fresco.

—¡Eso es imposible! —aseguró el lanista. Cuando le conté lo que había encontrado en una de las jaulas portátiles, se limitó a fruncir el ceño.

—¿No ordenó usted la excursión?

—Claro que no, Falco. No sea ridículo.

—¿Y no le preocupa que alguien haya convertido a Leónidas en su juguete y lo haya sacado de noche sin permiso?

—Claro que sí.

—¿Y tiene alguna idea acerca de quién pudo hacerlo?

—En absoluto.

—Tuvo que ser alguien que se sintiera seguro con el león.

—Algún ladrón insensato.

—Pero lo bastante cuidadoso como para devolverlo.

—Un demente —gimió Calíopo, disimulando su verdadero sentimiento con una fingida aflicción—. ¡Es incomprensible!

—Que usted sepa, ¿había ocurrido antes algo parecido?

—Por supuesto que no. Y no volverá a suceder.

—Claro que no, Leónidas ya está muerto —intervino Anácrites. Su sentido del humor era infantil.

Intenté olvidarme de mi compañero, lo cual era siempre lo mejor que podía hacerse con él salvo cuando alquiló a unos matones y fue visto escribiendo mi nombre en un pergamino. En esa ocasión sí que lo vigilé muy de cerca.

—Buxo no se ha mostrado nada cooperativo, Calíopo. Quería que me diera algunas ideas sobre cómo pudieron matar al león y luego devolverlo a su jaula sin que nadie lo notara.

—Hablaré con Buxo —dijo Calíopo, incómodo—. Deje este asunto en mis manos, por favor, Falco. No comprendo por qué tiene que meterse en esto. —A sus espaldas Anácrites asintió enérgicamente con la cabeza.

Le lancé la mirada propia de un peligroso interventor.

—Siempre nos interesamos por cualquier cosa inusual que ocurra mientras investigamos el estilo de vida de una persona.

—Tanto si parece relevante como si no —añadió Anácrites, contento de infundir miedo en nuestro entrevistado. Al fin y al cabo, era un buen funcionario.

Calíopo nos echó una asquerosa mirada y se marchó a toda prisa.

Me senté, me quedé callado y empecé a tomar notas sobre la muerte de Leónidas. Puse la tablilla de lado para que Anácrites tuviera que adivinar mis garabatos.

Había trabajado solo demasiado tiempo. Había sido un hombre que había mantenido su consejo con enfermizo sigilo. Cuando empezamos a trabajar juntos hizo un gran esfuerzo para adaptarse al compañerismo, pero vio que le resultaba insoportable compartir una gestión con alguien que se negaba a hablar con él.

—¿Tienes intenciones de seguir adelante con la investigación para los censores, Falco? —Era como hacer los deberes del colegio con un hermanito nervioso—. ¿O vas a renunciar a hacer el trabajo por el que nos pagan a cambio de este estúpido interludio circense?

—Podría hacer ambas cosas.

No levanté los ojos de la tablilla. Cuando terminé las notas que realmente quería tomar, le engañé haciendo complicados dibujos. Tracé tres grupos de gladiadores en combate y unos lanistas que gesticulaban para animarlos en sus esfuerzos. Mi rato de reflexión había terminado. Respiré hondo como si hubiera llegado a una conclusión. Luego aplasté los garabatos con el extremo plano de la pluma, lo cual fue una pena porque tenían cierto mérito artístico.

Después me volví hacia una pila de pergaminos que ya teníamos que haber examinado y me pasé toda la tarde desenrollándolos y enrollándolos sin tomar ninguna nota. Anácrites logró dejar de preguntarme qué hacia. Yo, sin ni siquiera intentarlo, logré guardármelo para mí.

En realidad, examinaba los documentos y las listas de precios de los animales importados por Calíopo. Antes ya habíamos visto lo que había pagado por cada uno de ellos y las cuentas generales de las instalaciones. Todo ello tenía como objetivo averiguar su fortuna personal. En esos momentos quería adquirir un conocimiento mas general del funcionamiento de aquel negocio. De dónde venían las fieras. En qué cantidades y en qué condiciones. Y qué podía significar para Calíopo comprar un león con un pedigrí inadecuado para la
venatio
y que luego lo hubieran matado misteriosamente.

Casi todos los animales procedían de Oea, su ciudad natal, en la provincia de Tripolitania. Se los mandaba un transportista habitual, que posiblemente era su primo. Todos los envíos procedían del jardín de animales de esa ciudad, sobre el cual Anácrites y yo teníamos nuestras dudas y que, presumiblemente, pertenecía al «hermano» de Calíopo, el «hermano» cuya existencia pensábamos que era falsa. Lo cierto era que no habíamos encontrado cartas de él diciendo: «¿Cómo son las mujeres en Roma?» o «la semana pasada mamá tuvo otra recaída» y mucho menos «mándame dinero», frase muy habitual en todas las familias. Si ese tipo existía, era muy poco fraternal por su parte no causar molestias.

Había registradas otras adquisiciones. Calíopo había comprado un oso, cinco leopardos y un rinoceronte (que murió enseguida) de la colección particular de un senador que se había arruinado. Idíbal tenía razón: raramente adquiría grandes felinos, aunque durante dos años había compartido con otro lanista de nombre Saturnino una gran partida de animales adquirida a una finca de proveedores de animales para el circo. Por su parte, Calíopo también había hecho una extraña adquisición de cocodrilos, llegados directamente de Egipto, pero habían sufrido mucho durante el viaje y su rendimiento en el circo dejó mucho que desear, porque la gente sólo consideraba realmente espectaculares los animales exóticos del Nilo si procedían directamente de los estanques de Cleopatra. También había aceptado una serpiente pitón, capturada en el mercado por los vigiles.

Después de una larga búsqueda, encontré los papeles de Leónidas. Calíopo lo había comprado el año anterior, a través de un intermediario de Puteoli llamado Cotis. El documento original estaba mezclado con otros cientos, clasificados alfabéticamente con mucho cuidado por el contable de Calíopo, que había aprendido tanta caligrafía que sus letras resultaban ilegibles. Por suerte, sus números eran mucho más toscos y fáciles de leer. Lo que enseguida me intrigó fue lo que parecía ser una nota posterior, añadida al documento original con una mano menos cultivada que escribía con más manchas de tinta. Después de «adquirido a Cotis», alguien había añadido «en nombre del hijo de puta de Saturnino».

Bien. Cualquiera que fuese la ascendencia de Saturnino, aquel día era la tercera vez que encontraba referencias suyas. Primero Buxo me había hablado de él, contándome que, cuando Calíopo descubrió que, por equivocación, había comprado una fiera devoradora de hombres, intentó vender a Leónidas a otro lanista llamado Saturnino. Ahora resultaba que éste había sido el vendedor, de donde se deduce que, seguramente, Calíopo quería volver a revenderlo al hombre que lo había engañado. A todo esto siguió un período de tiempo, un año exactamente, durante el cual habían trabajado como socios y, dada mi experiencia con las sociedades, era fácil adivinar que había terminado con una desagradable ruptura o una encendida discusión.

Rivalidad, ¿no?

X

A la hora de terminar, conseguí librarme de Anácrites. Caminamos juntos por el pórtico de los barracones y enfilamos la vía hacia la ciudad. Lo perdí con la simple excusa de que había olvidado la pluma. Mientras él se disponía a cruzar el Tíber solo, yo perdía el tiempo en el templo de Hércules, intentando sacarle algún chisme a un sacerdote algo bebido. No sabía quiénes eran sus vecinos. Ni siquiera había oído los rugidos constantes de los leones que estaban a un centenar de metros del templo, y si alguno de los bestiarios iba alguna vez al santuario a hacer ofrendas a los dioses para conseguir un trato favorable, esos tipos perdían el tiempo. A ese charlatán sólo le interesaba escudriñar las vísceras si éstas llegaban en un plato con tocino y apio regadas con un buen chorro de vino.

Salí del templo. Anácrites había desaparecido. Cuando regresé al establecimiento de Calíopo, los campos de entrenamiento estaban vacíos. A los gladiadores también les gustaba cenar.

Entré con aire inocente y luego, al ver que no había nadie, me aposté entre las sombras bajo la tosca pero oportuna estatua de Mercurio. Envuelto en mi manto para protegerme del frío, me dispuse a esperar. Con las pocas horas de luz invernal, ya había anochecido. Oía los murmullos de los gladiadores que cenaban en el refectorio. De vez en cuando, entraba o salía un esclavo con un cubo de agua. Alguien salió de la habitación que se hallaba bajo la oficina.

¿Quién era?

Resultaron ser dos personas, una de ellas se parecía a Idíbal, el robusto jovenzuelo con el que había hablado por la mañana, el que se había mostrado más abierto de todos los luchadores. Caminaba detrás de una mujer con clase, en el sentido económico y elegante del término. Bueno, ésa era otra cuestión que a todos los gladiadores les gustaba.

Como había anochecido ya no pude identificar su rostro aunque vislumbré un destello de joyas sobre su generoso pecho. Por una buena razón se ocultaba tras un velo: las mujeres ricas tenían fama de frecuentar las escuelas de gladiadores, pero todos seguíamos fingiendo que era un escándalo que lo hiciesen. Se movía con un suave contoneo y su porte era el de una de esas grandes y poderosas diosas griegas que llevaban en la cabeza ciudades amuralladas en vez de lazos y diademas. Aunque ninguno hablaba, daba la impresión de que Idíbal y su acompañante habían tenido un intercambio de palabras fuertes antes de salir y que, por parte de ella, como mínimo, todavía le quedaba mucho que decir.

Fue entonces cuando Calíopo salió de su oficina, situada en el piso de arriba. Miró desde el balcón sin decir nada, pero la mujer lo vio y se alejó del establecimiento con un señorío y dignidad, una mentira soberbia si había ido allí para un ilícito encuentro con el joven y fornido gladiador. Vi que junto a la puerta principal la esperaba un esclavo.

No había ningún lanista que alentase aquellos asuntos. Bueno, al menos abiertamente. Los pragmáticos sabían muy bien que los regalos de las mujeres ricas estimulaban a los luchadores, pero no decían nada. Además, a las damas pudientes les encantaba un poco ir de incógnito. Fueran allí cuales fuesen las normas oficiales, Idíbal (si es que era él), sin saludar a su amo, agachó la cabeza y se dirigió al refectorio donde sus compañeros cenaban animadamente.

Calíopo lo observó con los brazos apoyados en la baranda. Bajó las escaleras, cruzó el patio y se dirigió a la zona de los animales caminando a buen paso. Advertí que llevaba un manto doblado sobre el hombro. Para el propietario del establecimiento había llegado el momento de volver a casa. Mejor para mí. Pensaba que tendría que quedarme allí toda la noche pasando frío.

Permaneció dentro unos instantes y salió con Buxo y un par de esclavos más. Calíopo despidió a estos dos, que echaron a correr hacia los barracones con la esperanza de que los gladiadores les hubieran dejado algún bocado. Calíopo cerró el jardín zoológico y luego, acompañado de Buxo, volvió a la oficina, que también estaba cerrada. El lanista se colgó un voluminoso llavero en el cinturón y, en vez de marcharse por la entrada principal, como yo esperaba, me dio un desagradable susto: Buxo y él caminaban hacia mí.

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