¡A los leones! (7 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

—Anoche, ¿entraste en la jaula?

—No. No me apetecía ir a por la llave, le eché agua con un cazo por entre los barrotes y le di las buenas noches.

—¿Respondió?

—Sí, con un rugido. Tenía hambre.

—¿Y no le diste de comer?

—Le racionamos la comida.

—¿Por qué? todavía no le tocaba salir al circo. ¿Cuál es la razón de ese ayuno?

—Los leones no tienen que comer carne todos los días. La disfrutan más cuando tienen verdadero apetito.

—¡Dices las mismas cosas que mi novia! Muy bien. Le diste un par de cazos de agua y luego, ¿qué? ¿Te acostaste cerca?

—Dormí en la barraca de al lado.

—¿Cuál es la rutina nocturna? ¿Cómo se vigila el recinto de los animales?

—Las jaulas están cerradas de día y de noche. A menudo viene público a ver los animales.

—¿Todo tipo de público?

—No corremos riesgos.

—¿Había desconocidos anoche?

—Yo no vi ninguno. De noche la gente no viene hasta aquí. Volví a centrarme en la cuestión de la seguridad.

—Supongo que las llaves se guardarán en la oficina. Y cuando hay que limpiar y alimentar a los animales ¿tienes permiso para cogerlas?

—Claro que sí. —Ya sabía yo que el puesto de cuidador conllevaba una cierta confianza.

—¿También por la noche?

—De noche, el jardín zoológico está cerrado. Es el propio jefe el que controla que sea así. Las llaves se guardan en la oficina y Calíopo la cierra antes de irse a casa. Tiene una casa en la ciudad, claro…

—Sí, ya lo sé. —Y varias más. Precisamente por eso Calíopo había tenido el honor de recibir nuestra visita—. Supongo que por la noche cerráis muy temprano y que Calíopo va a los baños antes de cenar. Un hombre de su posición debe de asistir a cenas elegantes con cierta frecuencia.

—Supongo. —Se notaba que el esclavo sabía muy poco de la vida social de los hombres libres.

—¿Es exigente su esposa?

—Artemisa tiene que aceptarlo tal como es.

—¿Tiene amigas?

—No lo sé —dijo Buxo, aunque era obvio que mentía—. De todas formas, siempre se va temprano. Se cansa mucho entrenando a esos hombres. Necesita descanso.

—Bueno, eso te deja abandonado a tus propios recursos. —Buxo no dijo nada al ver que yo cambiaba de enfoque y supuso que había empezado a ser crítico con él—. Pero, ¿qué ocurriría si un animal se pusiera enfermo de noche o hubiese un incendio? ¿Tendrías que ir a Roma corriendo para pedirle las llaves a tu amo? En caso de emergencia, si no puedes entrar en el recinto, Calíopo lo perdería todo.

—Hay un acuerdo entre nosotros —admitió tras una pausa.

—¿Cuál es?

—Eso a usted no le importa.

No le di importancia. Seguramente había un duplicado de la llave colgando de un clavo en un sitio muy visible. Ya averiguaría los detalles cuando supiese que eso era importante. Si mis suposiciones eran ciertas, cualquier ladrón competente encontraría ese clavo y esa llave.

—Así, pues, ¿anoche todo fue bien?

—Sí.

—¿No hubo animales enfermos que necesitasen cuidados veterinarios? ¿Ninguna alarma?

—No, Falco. Todo estuvo tranquilo.

—Anoche, ¿no estuviste con una chica, con una compañera de juego?

—¿De qué me está acusando? —preguntó sobresaltado.

—Sólo hablo del derecho del hombre a tener compañía. ¿La tenías?

—No.

Probablemente mentía de nuevo, en esta ocasión para protegerse a si mismo. Advirtió que yo iba a por él, pero era un esclavo. Era difícil que Calíopo permitiese cualquier tipo de relación, por lo que resultaba comprensible que Buxo quisiera mantener en secreto sus costumbres. Ya averiguaría más detalles si lo necesitaba. El juego acababa de empezar y era muy pronto para ponerse duro en el interrogatorio.

Suspiré. Con un muerto en el suelo siempre sentía lo mismo y, aunque en este caso era un león, eso no cambiaba las cosas. La misma terrible depresión al ver una vida malgastada por un móvil apenas creíble y seguramente un personaje malvado que creía que nadie lo descubriría. La misma indignación y la misma ira. Y luego las mismas preguntas que formular: ¿Quién fue el último que lo vio con vida? ¿Cómo pasó la última noche? ¿Quiénes eran sus acompañantes? ¿Qué fue lo último que comió? En realidad, ¿quién fue el último al que se comió?

—¿Eras tú el único que trataba con el león?

—Leónidas y yo éramos como hermanos.

—¿Ah, sí? —Cuando uno investigaba un asesinato, esta declaración solía resultar una solemne mentira.

—Estaba acostumbrado a mí y yo me había acostumbrado a él. Nunca le di la espalda.

De hecho, el cuidador seguía frente al león, mirándolo. Con los ojos clavados en el animal como si éste todavía pudiera saltar y hacerle daño, Buxo se agachó a mirar la jabalina que yo había cogido a hurtadillas y había dejado junto al arma homicida. Buxo podía haber fingido no haberlas visto, pero me dio la sensación de que quería saber quién había asesinado a su poderoso compañero.

—Falco —dijo en voz baja mientras señalaba el asta—. ¿Dónde está el hierro que lo mató?

—¿Lo has buscado, Buxo?

—Sí, no lo he visto por ninguna parte.

—El hombre que lo hizo probablemente se llevó lo que quedaba. ¿Crees que pudo ser uno de los bestiarios?

—Fue alguien capacitado para luchar —respondió Buxo—. Leónidas no hubiera dejado que cualquiera le hiciese cosquillas en la tripa con un arma.

—¿Alguno de los chicos ha demostrado un interés especial por Leónidas?

—Idíbal y yo hablamos del animal.

—¿Qué quería saber? —pregunté, arqueando las cejas.

—Nada en concreto, sólo hablamos. Sabe mucho de este negocio.

—¿Y cómo es eso, Buxo?

—No sé, pero le interesa.

—¿Te dijo algo sospechoso?

—No, hablamos porque añora su tierra, en el norte de África.

—¿Es de Oea, como Calíopo?

—No, de Sabrata. No habla de su vida pasada. Ninguno de los dos lo hace.

—Muy bien. —Aquella conversación no conducía a ninguna parte—. Tenemos que averiguar qué pasó anoche, Buxo. Empecemos por descubrir si Leónidas fue matado en su jaula.

—Casi seguro. —El cuidador se había sorprendido—. Ya lo ha visto esta mañana. Estaba cerrada.

—El truco más viejo del mundo —reí—. «El cadáver estaba en una habitación cerrada, nadie pudo entrar allí.» Normalmente sirve para hacer creer que se trata de un suicidio, pero que nadie me diga que el león se suicidó.

—Imposible —bromeó tristemente el cuidador—. Leónidas vivía bien. Yo cazaba para él y le hablaba todo el día. Y cada tres meses, le poníamos lazos en la melena, lo rociábamos con polvo de oro auténtico para que estuviera hermoso y lo dejábamos suelto para que matase a criminales.

—Entonces, ¿no estaba deprimido?

—¡Claro que lo estaba! —espetó el cuidador con un brusco cambio de humor—. No paraba de caminar dentro de la jaula, Falco. Cada vez más. Le hubiera gustado correr libre en África, perseguir gacelas, estar con las leonas. Si no les queda otro remedio, los leones se adaptan a la soledad, pero les gusta fornicar.

—Leónidas sufría y tú le querías. ¿Fuiste tú quien lo libró de su dolor? —pregunté con severidad.

—No. —La voz de Buxo sonaba con un deje de abatimiento—. El león sólo estaba inquieto. He visto casos peores. Voy a echar de menos a ese animal. Nunca deseé perderlo.

—Muy bien. Eso nos vuelve a situar en el misterio. De todas maneras, una jaula cerrada no es lo mismo que una habitación cerrada: es accesible. ¿Pudieron haberle clavado la lanza desde el otro lado de los barrotes?

—Dificilmente —respondió Buxo, sacudiendo la cabeza.

Me situé fuera de la jaula e intenté arrojar la lanza larga.

—Es cierto, hay muy poco espacio. —Apenas podía echar el brazo hacia atrás. Era un lanzamiento corto y difícil—. A través de los barrotes sólo podría hacerlo alguien que tuviese una gran pericia. Los bestiarios son buenos, pero no cazan en espacios cerrados. Quizá sólo lo pincharon.

—Leónidas habría esquivado la lanza, Falco. Y habría rugido. Yo estaba en la barraca contigua, lo habría oído.

—Tienes razón, pero, de todas formas, lo mató una lanza. Desde una distancia corta y con poco espacio para maniobrar. —Me arrodillé junto al cuerpo exangüe para examinarlo de nuevo y no hallé más heridas en el cuerpo. Estaba claro que el león había muerto de un solo golpe certero, con el arma en la mano, sin lanzarla, capaz de empalar al animal justo de frente. Era algo extremadamente profesional y la situación debió de ser peligrosísima. La lanza tenía que ser muy grande y, para soportar la embestida del león, el que lo mató tenía fuerza y coraje. Entonces supuse que Leónidas cayó inmediatamente, en el sitio mismo donde lo encontraron.

—Tal vez lo mataron cerca de la parte delantera de la jaula, la lanza se rompió y él llegó arrastrándose hasta el fondo. —Buxo no tenía mi experiencia imaginando procesos. Además, tenía la costumbre de contradecirse, propia de los esclavos… A menos que lo hiciera a propósito para confundirme.

—Hemos dicho que no pudieron matarlo a través de los barrotes. —Aun así, para descartar esa posibilidad, llevé a Buxo a la parte delantera de la jaula y examinamos la paja—. Mira, no hay sangre. Tú no lo has movido de sitio. Si seguía vivo y se arrastró hasta el fondo, hubiese sangrado. —Llevé al cuidador junto al león. Agarré al felino por sus grandes patas delanteras y lo moví hacia un lado para examinar la paja que quedaba debajo de su estómago. Buxo me ayudó—. Hay algo de sangre, pero no la suficiente.

—Y esto, ¿qué significa, Falco?

—Que no lo mataron a través de los barrotes y que dudo mucho que alguien entrara en la jaula. Habría sido demasiado arriesgado y, además, no hay sitio desde donde arrojar la jabalina.

—Entonces, ¿qué le ocurrió al león?

—Lo mataron en otro sitio y luego metieron el cuerpo en la jaula.

VIII

—Si Leónidas fue llevado a otro lugar, busquemos pistas de lo que ocurrió.

—¡Nadie pudo sacarlo de aquí, Falco!

—No importa, buscaremos de todos modos.

Buxo se mostró repentinamente nervioso, como si hubiera recordado que Calíopo quería que me confundiese. Necesitaba registrar aquel lugar enseguida, antes de que llegara un esclavo con una escoba y ya fuera por azar o a propósito, barriera todas las pistas.

Fuera, en la zona de ejercicios, los gladiadores habían levantado tanto polvo que no había posibilidad alguna de que quedaran huellas de la noche pasada. Me pregunté si aquello sería deliberado, pero los luchadores tenían que entrenar y siempre lo hacían en aquel sitio. Habían vuelto a sus ejercicios y armaban un buen escándalo, saltando a mi alrededor al tiempo que proferían horribles chillidos mientras yo me agachaba y buscaba huellas de león en el suelo. Su agresividad me ponía tenso. Aunque sólo estaban haciendo prácticas, eran tan grandes y se movían tan deprisa que, de haber chocado, me hubieran hecho daño. En una ocasión, uno de los sparrings cayó tan cerca de mí que tuve que echarme a un lado. No prestaban atención alguna a lo que yo hacía. Aquello, en sí mismo, era extraño. La gente solía ser mucho más curiosa.

—No encontraremos huellas ni manchas de sangre. Hemos llegado demasiado tarde. —Me puse de pie. Había llegado el momento de cambiar de nuevo de táctica—. Buxo, ¿si hubieses tenido que llevar a Leónidas al circo, ¿cómo lo habrías hecho? Supongo que a los felinos no se les saca de la cadena como si fueran perros.

—Tenemos jaulas de viaje —respondió el esclavo con aire evasivo.

—¿Dónde se guardan?

Buxo controló su renuencia y me llevó a la parte de atrás de las barracas, donde había una serie de almacenes. Me contempló impasible mientras yo echaba un vistazo a todos ellos. En su interior había balas de paja, herramientas, cubos, largas pértigas para controlar desde lejos a animales furiosos, figuras de paja para distraer a las fieras en el circo y, finalmente, en una choza abierta por los lados había tres o cuatro jaulas con ruedas, lo bastante grandes para transportar un tigre o un leopardo de un sitio a otro.

—¿Cómo metéis a los animales ahí dentro?

—Es un poco complicado.

—Pero tú tendrás mucha práctica, ¿no?

Buxo se revolvió en su burda túnica: estaba avergonzado, aunque complacido de que hubiera alabado su habilidad.

Examiné atentamente la jaula más cercana. En ella no había nada sospechoso. Empecé a alejarme y, de pronto, me asaltó una intuición.

Vacías, las jaulas con ruedas eran fáciles de mover. Conseguí arrastrar con una sola mano la que había estado examinando. Buxo me miraba, enfurecido. No dijo nada ni intentó detenerme, pero tampoco me echó una mano. Tal vez sabía, o adivinaba, lo que iba a encontrar. En la jaula siguiente estaba la pista. Me arrodillé en su interior y encontré rastros de sangre.

Me levanté de un salto y tiré de la segunda jaula hasta sacarla a la luz.

—Alguien ha intentado ocultar esto de una manera muy torpe: sacando otra jaula y dejando al fondo de todo la de las manchas de sangre.

—¿De veras? —preguntó Buxo.

—¡Es patético! —Le mostré la sangre—. ¿La habías visto antes?

—Tal vez sí. Es una mancha vieja.

—Esta mancha no es tan vieja, amigo. Y parece incluso que alguien haya querido limpiarla, un inútil de esos a los que mi madre no quiere ver restregando el suelo de su cocina. —El agua había sido absorbida por la madera del suelo de la jaula, pero las salpicaduras de sangre originales se veían como manchas más oscuras y concentradas—. O no ha hecho un gran esfuerzo o no tenía tiempo de hacer un buen trabajo.

—¿Cree que a Leónidas se lo llevaron en esta jaula, Falco?

—Apuesto a que sí.

—Eso es terrible.

Lo taladré con una mirada penetrante. Parecía muy triste, aunque yo no sabía si era dolor por la pérdida de su querido felino o lo había incomodado mi descubrimiento y el cariz que había tomado el interrogatorio.

—Se lo llevaron y luego lo trajeron de vuelta ya muerto, Buxo. Lo que me extraña es que alguien pudiera sacarlo de la jaula sin que tú oyeras el jaleo.

—Es un misterio —apuntó con tristeza el cuidador.

Seguí inquiriéndolo con la mirada.

—Seguro que cuando volvió con el arma clavada no hizo ruido, pero, quienquiera que trajese el cuerpo, tenía que estar muerto de miedo. No entiendo cómo pudieron devolverlo sin hacer ruido.

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